Cuentos sufíes

El modo de predicar las doctrinas sufíes se basaba en una fórmula práctica de transmitir el mensaje, fácilmente comprensible y asimilable por la memoria: el cuento.

 A través del cuento se muestran los condicionantes propios de nuestra vida, los supuestos que hemos hecho nuestros, los ensueños tomados por realidad...

Nuestras trabas mentales o emocionales, que nos apegan a lo formal para perder lo esencial y profundo de cada situación vivida.

Cada cuento de los derviches (grandes maestros sufíes) nos narra, con parábolas, un modo erróneo de pensamiento, y no un sistema filosófico concreto y unidireccional.

Solo queda en la enseñanza sufí una dirección: aquella que permite en todo momento una mayor apertura de conciencia, no aferrándose a ningún tipo de sistema, sino que cada enseñanza, en la medida en que rompe trabas, endoculturación y apego a lo aparente, es válida.

Hoy en día conocemos a los sufíes por los cuentos recopilados por Idries Shah, el gran jefe sufí de Occidente, los cuales imparten una enseñanza de modo espontáneo y fresco, haciéndonos ver el modo en que el hombre se encierra en esquemas de pensamiento.

Ello nos lleva a preguntarnos de qué tiempo son los sufíes y si realmente existen hoy en día..., pregunta esta que se contesta afirmativamente, aunque desconocemos el grado de conservación de la pureza de sus principios.

Dentro de esa transmisión oral, que se basa en la cadena formada por un sinnúmero de maestros y discípulos, vemos aparecer en el tiempo al egipcio Dhun-Nun, de quien se dice que descifró los jeroglíficos mucho antes que Champollion, aun en su parte más hermética, allá por el siglo VIII.

Ibn-Sina (o Avicena) en el siglo XI.

Abenarabí de Murcia en el siglo XIII.

El-Ghazali de Persia en el siglo XII.

Al-Gazel en el siglo XI; Jalaludin "Rumi" en el siglo XIII, gran maestro de Afganistán.

Y otros tantos menos conocidos por la cultura occidental que corre, en parte, por canales de difusión cristianos y que durante años han desconocido las analogías entre lo sufí y lo cristiano.
(Ramón Sanchis)

Nasrudín es una figura de la tradición popular sufí, una especie de antihéroe, un don Quijote del Islam, lúcido en su locura, a la vez que cuerdo en sus salidas, cuyas historias sirven para ilustrar o introducir las enseñanzas sufíes.

Su origen es medieval y se le conoce en lugares como Egipto, Siria, Asia central, Pakistán y la India.

Nasrudín es un Mulá (maestro) que protagoniza una larga serie de historias-aventuras-cuentos-anécdotas, representando distintos papeles:

Agricultor, padre, juez, comerciante, sabio, maestro o tonto.

Cada una de estas historias cortas hace reflexionar a quien la lee u oye, como una fábula y, además, suelen ser humorísticas, con el humor simple de lo cotidiano, a veces con contrasentidos y aparentes absurdos.

La sabia y absurda lógica de los cuentos de Nasrudín era uno de los métodos más ingeniosos que tenían los sufíes para romper la forma de pensar habitual, adentrándose así en un mundo despojado de prejuicios.

Sus enseñanzas, que han sido y son utilizadas por los maestros del sufismo, van desde la explicación de fenómenos científicos y naturales, de una manera más fácilmente comprensible, a la ilustración de asuntos morales.

La lámpara
–Yo puedo ver en la oscuridad –se jactaba cierta vez Nasrudín en la casa de té.

–Si es así, ¿por qué algunas noches le hemos visto llevando una lámpara por las calles?

–Es solo para que los otros no tropiecen conmigo.

La mujer perfecta
Nasrudín conversaba con un amigo.

–Entonces, ¿nunca pensaste en casarte?

–Sí pensé –respondió Nasrudín–. En mi juventud, resolví buscar a la mujer perfecta.

Crucé el desierto, llegué a Damasco, y conocí a una mujer muy espiritual y linda; pero ella no sabía nada de las cosas de este mundo.

Continué viajando, y fui a Isfahan; allí encontré a una mujer que conocía el reino de la materia y el del espíritu, pero no era bonita.

Entonces resolví ir hasta El Cairo, donde cené en la casa de una moza bonita, religiosa y conocedora de la realidad material.

–¿Y por qué no te casaste con ella?

–¡Ah, compañero mío! Lamentablemente, ella también quería un hombre perfecto.

Los granjeros y los números
Entre todos los pueblos que el mulá Nasrudín visitó en sus viajes, había uno que era especialmente famoso porque a sus habitantes se les daban muy bien los números.

Nasrudín encontró alojamiento en la casa de un granjero.

A la mañana siguiente, se dio cuenta de que el pueblo no tenía pozo.

Cada mañana, alguien de cada familia del pueblo cargaba uno o dos burros con garrafas de agua vacías y se iban a un riachuelo que estaba a una hora de camino, llenaban las garrafas y las llevaban de vuelta al pueblo, lo que les llevaba otra hora más.

–¿No sería mejor si tuvieran agua en el pueblo? –preguntó Nasrudín al granjero de la casa en la que se alojaba.

–¡Por supuesto que sería mucho mejor! –dijo el granjero–.

El agua me cuesta cada día dos horas de trabajo para un burro y un chico que lleva el burro.

Eso hace al año mil cuatrocientas sesenta horas, si cuentas las horas del burro como las horas del chico.

Pero si el burro y el chico estuvieran trabajando en el campo todo ese tiempo, yo podría, por ejemplo, plantar todo un campo de calabazas y cosechar cuatrocientas cincuenta y siete calabazas más cada año.

–Veo que lo tienes todo bien calculado –dijo Nasrudin admirado–.

¿Por qué, entonces, no construyes un canal para traer el agua al río?

–¡Eso no es tan simple! –dijo el granjero–.

En el camino hay una colina que deberíamos atravesar.

Si pusiera a mi burro y a mi chico a construir un canal en vez de enviarlos por el agua, les llevaría quinientos años si trabajasen dos horas al día.

Al menos, me quedan otros treinta años más de vida, así que me es más barato enviarles por el agua.

–Sí, ¿pero es que serías tú el único responsable de construir un canal? Son muchas familias en el pueblo.

–¡Claro que sí! –dijo el granjero–. Hay cien familias en el pueblo.

Si cada familia enviase cada día dos horas un burro y un chico, el canal estaría hecho en cinco años.

Y si trabajasen diez horas al día, estaría acabado un año.

–Entonces, ¿por qué no se lo comentas a tus vecinos y les sugieres que todos juntos construyáis el canal?

–Mira, si yo tengo que hablar de cosas importantes con un vecino, tengo que invitarle a mi casa, ofrecerle té y halva, hablar con él del tiempo y de la nueva cosecha; luego, de su familia, sus hijos, sus hijas, sus nietos.

Después le tengo que dar de comer, y después de comer, otro té, y él tiene que preguntarme entonces sobre mi granja y sobre mi familia para, finalmente, llegar con tranquilidad al tema y tratarlo con cautela.

Eso lleva un día entero.

Como somos cien familias en el pueblo, tendría que hablar con noventa y nueve cabezas de familia.

Estarás de acuerdo conmigo en que yo no puedo estar noventa y nueve días seguidos discutiendo con los vecinos. Mi granja se vendría abajo.

Lo máximo que podría hacer sería invitar a un vecino a mi casa por semana.

Como un año tiene solo cincuenta y dos semanas, eso significa que me llevaría casi dos años hablar con mis vecinos.

Conociendo a mis vecinos como les conozco, te aseguro que todos estarían de acuerdo con hacer llegar el agua al pueblo, porque todos ellos son buenos con los números.

Y como les conozco, te digo que cada uno prometería participar si los otros participasen también.

Entonces, después de dos años, tendría que volver a empezar otra vez desde el principio, invitándoles de nuevo a mi casa y diciéndoles que todos están dispuestos a participar.

–¡Vale! –dijo Nasrudin–, pero entonces en cuatro años estaríais preparados para comenzar el trabajo. ¡Y al año siguiente, el canal estaría construido!

–Hay otro problema –dijo el granjero–.

Estarás de acuerdo conmigo en que una vez que el canal esté construido, cualquiera podrá ir por agua, tanto si ha contribuido como si no con su parte de trabajo correspondiente.

–Lo entiendo –dijo Nasrudín–. Incluso si quisierais, no podríais vigilar todo el canal.

–Pues no –dijo el granjero–. Cualquier caradura que se hubiera librado de trabajar se beneficiaría de la misma manera que los demás y sin coste alguno.

–Tengo que admitir que tienes razón –dijo Nasrudín.

–Así que como a cada uno de nosotros se nos dan bien los números, intentaremos escabullirnos.

Un día el burro no tendrá fuerzas; el otro, el chico de alguien tendrá tos; otro, la mujer de alguien estará enferma, y el niño y el burro tendrán que ir a buscar al médico.

Como a nosotros se nos dan bien los números, intentaremos escurrir el bulto.

Y como cada uno de nosotros sabe que los demás no harán lo que deben, ninguno mandará a su burro o a su chico a trabajar.

Así, la construcción del canal ni siquiera se empezará.

–Tengo que reconocer que tus razones suenan muy convincentes –dijo Nasrudín.

Se quedó pensativo por un momento, pero, de repente, exclamó–: ¡conozco un pueblo al otro lado de la montaña que tenía el mismo problema que ustedes tienen!

Pero ¡ellos tienen un canal desde hace ya veinte años!

–Efectivamente –dijo el granjero–, pero a ellos no se les dan bien los números.

El boxeo
Según se dice, el fundador del boxeo de Wudang fue el monje taoísta Zhang Sanfeng, que vivió entre 420 y 479.

En torno al origen de este boxeo, cuentan una historia que dice:

"Cierto día, al oír los gorjeos desesperados de una grulla, Zhang Sanfeng se acercó a la ventana y vio que sobre un árbol del patio se paseaba el ave con mirada furiosa, lista para atacar a una serpiente en el suelo.

La lucha sostenida entre el pájaro y el reptil duró largo tiempo y dejó maravillado al monje.

Cada vez que la grulla se abalanzaba sobre la serpiente para atacarla, esta siempre lograba evitar el ataque moviendo ingeniosamente el cuerpo y la cabeza.

Inspirado por los movimientos hábiles de estos animales, Zhang Sanfeng comprendió que podía amortiguar o absorber los movimientos vigorosos y fuertes con los suaves, vencer lo duro con lo blando...

Después de un largo tiempo de estudio y entrenamiento, creó el boxeo de Wudang, sentando así las bases para el desarrollo posterior de este arte marcial".

La paz perfecta
Había una vez un rey, que ofreció un gran premio al artista que pudiera plasmar en un lienzo "LA PAZ PERFECTA".

Muchos lo intentaron y el rey observó y admiró cada una de las obras.


Pero solamente hubo dos que le parecieron adecuadas y tuvo que escoger entre una de ellas.

La primera, era un lago muy tranquilo, era como un espejo perfecto donde se reflejaban las plácidas montañas; sobre ellas se encontraba un cielo azul con nubes blancas.

LA PAZ P VI



Todos los que miraron la pintura pensaron que esa era "LA PAZ PERFECTA".

La segunda pintura tenía montañas.

 

LA PAZ P VII



¡Eran escabrosas y al mismo tiempo impactantes...!

Sobre ellas se veía un cielo furioso, del cual brotaban impetuosos rayos y truenos...

 

LA PAZ P VIII



Montaña abajo, parecía retumbar un espumoso torrente de agua, el cual acababa estrellándose en un  hermoso lago.

 LA PAZ P IX

 Pero cuando el rey observó cuidadosamente, vio tras la cascada un arbusto en una grieta de la roca, en el cual se encontraba un nido.

Allí, en medio del rugir de la violentLA PAZ P Xa caída del agua, un pájaro se había construido su morada y disfrutaba de la "paz perfecta", dando de comer a sus polluelos. 

El rey escogió dicha pintura y explicó sus razones:

"Paz... no significa estar en un lugar sin ruidos, sin problemas, sin trabajo duro ni sin dolor.

Paz significa que, a pesar de estar en medio de todas estas cosas, permanezcamos calmados dentro de nuestro corazón".

Creo que este es el verdadero significado de la paz. 

 ¡Que encontremos todos esa paz!


Cielo e Infierno
Un belicoso samurái desafió, en una ocasión, a un maestro zen a que explicara el concepto de Cielo e Infierno, pero el maestro respondió con desdén:

–No eres más que un patán.

¡No puedo perder el tiempo con individuos como tú!

Herido en lo más profundo de su ser, el samurái se dejó llevar por la ira, desenvainó su espada y gritó:

–¡Podría matarte por tu impertinencia!

–Se acaban de abrir las puertas del infierno
–repuso el maestro con calma.

Desconcertado al percibir la verdad en lo que el maestro señalaba con respecto a la furia que lo dominaba, el samurái se serenó, envainó la espada y se inclinó, agradeciendo al maestro la lección.

–Ahora, se acaban de abrir las puertas del cielo –añadió el maestro.

Temor de la cólera
En una de sus guerras, Alí derribó a un hombre y se arrodilló sobre su pecho para decapitarlo.

El hombre le escupió en la cara. Alí se incorporó y lo dejó sin más.

Cuando le preguntaron por qué había hecho eso, respondió:

–Me escupió en la cara y temí matarlo estando yo enojado.

Sólo quiero matar a mis enemigos estando puro ante Dios.
(Ah'med el Qalyubi)

Salvación
Un día de tormenta estaba un obispo cristiano en su catedral y se le acercó una mujer no cristiana, que le dijo:

–Yo no soy cristiana.

¿Existe salvación del fuego del Infierno para mí?

 

El obispo la miró y respondió:

–¡No!, solo se salvan los bautizados en el agua y en el espíritu.

Y mientras aún hablaba, un rayo cayó con estruendo sobre la catedral, y esta fue invadida por el fuego.

Los hombres de la ciudad llegaron corriendo y salvaron a la mujer, pero no pudieron llegar al obispo.

Y el obispo se consumió, siendo alimento del fuego.
(Gibrán Jalil Gibrán)

Obvio
Todos los viernes por la mañana Nasrudín llegaba al mercado del pueblo con un burro al que ofrecía en venta.

El precio que demandaba era siempre insignificante, muy inferior al valor del animal.

Un día se le acercó un rico mercader, quien se dedicaba a la compra y venta de burros.

–No puedo comprender cómo lo hace, Nasrudín. Yo vendo burros al precio más bajo posible.

Mis sirvientes obligan a los campesinos a darme forraje gratis.

Mis esclavos cuidan de mis animales sin que les pague retribución alguna.

Y, sin embargo, no puedo igualar sus precios.

–¡Muy sencillo! –dijo Nasrudín–.

Usted roba forraje y mano de obra.

Yo robo burros.

El fin del mundo
–¿Cuándo llegará el fin del mundo, mulá? –preguntaron a Nasrudín.

–¿Qué fin del mundo?

–Bueno, ¿cuántos hay?

–Dos, el mayor y el menor.

Si muere mi mujer, ese es el menor fin del mundo.

Pero si muero yo, ese es el mayor fin del mundo.

Nasrudín jardinero
Nasrudín pasó el otoño entero sembrando y preparando su jardín.

Las flores se abrieron en primavera, pero Nasrudín observó que algunos dientes de león que él no había plantado estaban en algunos lugares del jardín.

Los arrancó, pero las semillas ya se habían esparcido y volvieron a crecer.

Trató entonces de encontrar un veneno que afectara al diente de león.

Un técnico le dijo que cualquier veneno terminaría matando también a las otras flores.

Desesperado, pidió ayuda a un jardinero especialista; este le dijo:

–Igual que en el casamiento, junto con las cosas buenas terminan viniendo algunos inconvenientes.

–¿Qué hago? –insistió Nasrudín.

–¡Nada!, aunque sean flores que tú no pensabas tener ya forman parte de jardín.

La voluntad de Alá
–Hágase la voluntad de Alá –decía un hombre pío acerca de una cosa insustancial.

–En cualquier caso, siempre se hace –dijo el mulá Nasrudín.

–¿Cómo puedes demostrarlo, mulá?

–¡Es bastante fácil! Si no estuviera haciéndose siempre, seguro que entonces, en un momento u otro, se haría mi voluntad, ¿o no?

Fuentes:
http://www.nueva-acropolis.es/FondoCultural/simbolismo
http://vanetaitao.spaces.live.com
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"Para enseñar a los demás, primero has de hacer tú algo muy duro: has de enderezarte a ti mismo" (Buda).

 

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