"La generosidad no consiste en dar mucho, sino en dar a tiempo"
(Anónimo).

"La venganza es un placer que dura solo un día; la generosidad es un sentimiento que te puede hacer feliz...

 

eternamente" (Rosa Luxemburg).

"Actúa en favor de otras personas desinteresadamente y con alegría, teniendo en cuenta la utilidad y la necesidad de la aportación para esas personas, aunque te cueste un esfuerzo".

La generosidad es una virtud que difícilmente se puede apreciar en los demás con objetividad.

En el momento de juzgar los actos de otras personas estaremos, normalmente, centrando la atención en el que recibe o en las características de la aportación.

Por ejemplo, si nos enteramos de que alguna persona sin problemas económicos ha regalado una cantidad de dinero a algún pariente suyo con necesidades, es lógico que le llamemos «generoso».

Sin embargo, esa aportación seguramente no le ha costado ningún esfuerzo.

Desconocemos el motivo del acto: ¿ha sido por reconocer la necesidad de su pariente o por no sentirse culpable?

Es decir, podemos identificar distintos medios o maneras para poder llevar a cabo un acto de generosidad, pero un acto será muestra de generosidad o no, de acuerdo con la intensidad con que se viva la virtud y la rectitud de los motivos.

Hacer algo a favor de otras personas puede significar muchas cosas distintas: por ejemplo, dar cosas, dar tiempo, prestar posesiones, perdonar, escuchar (dar atención), saludar, recibir, etc., y todos estos actos suponen una decisión en algún momento dado.

La voluntad, sabemos, tiende por naturaleza hacia el bien.

Sin embargo, la generosidad supone utilizar la voluntad para acercarse al bien.

Se trata de una entrega, una decisión libre de entregar lo que uno tiene.

No se trata de repartir lo que uno posee de cualquier modo, de abandonarlo.

Valorar lo que se tiene
Por eso, podemos indicar que una de las facetas básicas de la generosidad es la apreciación del valor de lo que poseemos.

En ocasiones, la dificultad radicará en una confusión superficial, de no saber identificar adecuadamente nuestras posesiones o nuestras posibilidades.

Se nota claramente en expresiones del tipo «no sería capaz de...», «no tengo tiempo para...», «no sabría hacerlo...», etc., cuando muchas veces el problema no está en la capacidad, en el tiempo, en el saber hacer, sino en la falta de confianza en las propias posibilidades o en la falta de apreciación de lo que realmente uno es capaz de hacer.

Por otra parte, un problema muy común se encuentra en el valor que se da a cada una de las posesiones.

¿Qué «vale» más, un juguete caro o dos horas de mi tiempo?

Para contestar a esta pregunta habría que establecer unos criterios de valoración.

Si un criterio fuera «la alegría de un hijo», seguramente las horas de tiempo son más valiosas.

Precisamente porque la valoración de lo que tenemos se ha hecho problemática vamos a considerar algunos aspectos con más detalle.

En lo que se refiere a las posesiones tangibles, dinero y objetos, es evidente que podemos dar, regalar, prestar, etcétera.

Sin embargo, una tendencia es dar lo que sobra y no dar de acuerdo con la necesidad de las otras personas.

Conviene aclarar que tampoco se trata de llegar al otro extremo, es decir, repartir todos los bienes propios de tal suerte que la familia no tenga lo suficiente para vivir dignamente.

La primera responsabilidad del padre de familia es hacia su mujer y hacia sus hijos.

¡Luego, deberá atender a los demás!

Otro peligro consiste en dar objetos tangibles como un mal menor por no tener que molestarse en dar algo que cueste mayor esfuerzo.

Un ejemplo sería un padre que regalase muchas cosas a sus hijos en compensación por no pasar tiempo con ellos.

¡También, decimos, se puede dar tiempo!

De hecho, se podría definir la disponibilidad como «generosidad del propio tiempo».

Y ser generoso con el tiempo significa estar dispuesto a sacrificar para el bien de los demás algo que se guarde para la propia utilización.

Por ejemplo, estar dispuesto a dejar de leer el periódico cuando un hijo necesita a alguien para escucharle; organizarse mejor para poder estar con la mujer en un ambiente tranquilo algún rato; atender a un amigo, etc.

Las personas suelen valorar el tiempo por su rentabilidad, por los resultados que pueden ver claramente a corto plazo y, en consecuencia, establecen criterios de poco valor intrínseco.

Es decir, valoran el tiempo por la cantidad de dinero que pueden ganar o por el número de contactos profesionales que pueden conseguir.

Y ello, en lugar de pensar que un tiempo bien utilizado podría ser ese en que se consigue dos sonrisas de un hijo que estaba triste o disgustado, por ejemplo.

Podemos ser generosos con el tiempo llenándolo de actividad o creando un ambiente propicio para aumentar un sentimiento de hogar, de sosiego, de tranquilidad, de seguridad; de unidad.

En este sentido, podemos hablar del valor de la presencia, especialmente en este caso, del padre en su casa.

Se notará una actitud generosa en una persona que esté dispuesta a esforzarse para hacer la vida agradable a los demás, saludando a alguien que en principio le molesta y atendiendo a una serie de detalles que se sabe van a agradar a otra persona.

¡Pero no se trata sólo de dar!

Se puede acusar una falta de generosidad en una persona que no está dispuesta a recibir, que no deja a los demás ser generosos con ella.

En este sentido, se observa que algunas madres de familia se exceden en su atención para con sus hijos.

No permiten a los hijos esforzarse en bien de la familia y les centran, únicamente, en el éxito personal o en el bienestar.

Aunque puede parecer que este tipo de persona está actuando por motivos buenos, después de reconocer la necesidad que tiene la persona de salir de sí, de entregarse a los demás, veremos que, de hecho, es perjudicial.

Matizando esta dificultad, veremos que también es más fácil, en muchas ocasiones, realizar una serie de tareas nosotros mismos que orientar a los hijos para que lo hagan ellos.

De hecho, existirá una sustitución innecesaria y estaremos restringiendo las oportunidades que tienen los hijos de adquirir un hábito bueno operativo en torno a la generosidad.

Hemos centrado estas consideraciones en torno a distintos actos generosos que pueden realizar los padres y los hijos en una familia, y hemos visto cómo todos van a costar algún esfuerzo.

Sin embargo, hay un acto generoso que suele costar, incluso, más esfuerzo que los previamente mencionados.

Se trata de la posibilidad de perdonar, y para perdonar hace falta tener una gran seguridad interior y un gran deseo de servir a los demás.

No se trata de quitar importancia a lo que las otras personas nos pueden haber hecho ni de ser ingenuo, sino de reconocer la necesidad de esa persona de recibir amor, de recibir nuestra generosidad (por algo en que nos haya ofendido), esforzándonos en mostrar al otro que no le hemos rechazado por lo que ha hecho.

Es mostrarle que, aunque nos ha hecho tal cosa, le aceptamos, confiamos en sus posibilidades de mejora.

Motivos para ser generoso
Por todo lo que hemos dicho, es evidente que la persona necesita motivos para esforzarse a ser generoso.

Tiene que utilizar su voluntad en serio y orientarla con su razonamiento.

Pero vamos a concretar más, considerando otros aspectos de la definición inicial.

Dijimos «actúa en favor de otra persona desinteresadamente».

En los niños pequeños no se suele encontrar una generosidad muy desarrollada, porque el niño no reconoce el valor de lo que tiene ni la necesidad de los demás.

Tampoco, normalmente, es capaz de esforzarse mucho.

El resultado es que llega a tener un sentido de posesión altamente desarrollado y no quiere que los demás participen en sus posesiones, o es desprendido, dando sus posesiones al azar sin pensar en la necesidad de los demás.

Unas situaciones típicas que se encuentran no solo en los niños, sino también en otras edades son las siguientes:

Los actos «generosos», únicamente cuando existe una relación afectiva desarrolla los actos «generosos», pero buscando contraprestación; los actos «generosos» interesados.

Vamos a considerarlos por partes
Es mucho más fácil actuar en favor de otra persona cuando esa persona es simpática.

Por tanto, se verá cómo los niños (e incluso los mayores) tienden a actuar en favor de algún hermano, de algún amigo, etc., pero no en favor de otros.

Si es normal encontrar esta situación en los niños pequeños también lo es en la adolescencia.

La diferencia mayor, en lo que se refiere al adolescente, es que ahora los hijos tienden a ver todo en blanco y negro: juzgan a las personas sin matizar.

Son buenos o malos. Son simpáticos o antipáticos.

Y sus actos generosos ya, intencionalmente, se dirigen hacia los primeros.

Es indudable que la persona generosa no es esa que únicamente se esfuerza con las personas que denomina «simpáticos», sino esa que, de acuerdo con una jerarquía de valores, presta su atención a los que más lo necesitan.

Por otra parte, es evidente que no se puede lograr este grado de desarrollo desde pequeño.

En principio, el niño tendrá que aprender a esforzarse en relación con las personas que le son simpáticas, buscando, en principio, agradarles.

Por eso, se puede decir que una de las motivaciones reales para ser generoso es ver el resultado positivo en la otra persona.

Si los padres sonríen o agradecen entusiásticamente pequeños esfuerzos por parte de sus hijos, les estarán motivando a seguir con estos actos con ellos mismos, y luego, con los demás.

La segunda situación se refería al «acto generoso, pero buscando la contraprestación».

Otra vez se puede notar cómo un niño que tiene algo que necesita un compañero se lo deja, pero sabiendo que, al día siguiente, cuando él necesite algo el compañero tiene la obligación de corresponderle.

La motivación, en este caso, es la misma contraprestación y no hay nada de malo en ello para el niño pequeño.

No podemos pedir a los pequeños que se esfuercen más de lo que realmente les es posible.

En este sentido, se trata de proporcionar posibilidades, muchas posibilidades, para que los niños puedan llegar a esforzarse por motivos que parecen, en principio, insuficientes.

Así, adquirirán un hábito de dar, de perdonar, etc., y luego se tratará de cimentar la rectitud de motivos, y desarrollar la intensidad con que se vive la virtud.

Quizá una anécdota podría aclarar la cuestión:

Al llegar la fiestas de Navidad, un niño de siete años recibe una caja de bombones.

El día de Navidad, llegan a casa doce parientes y su madre le dice: «¿por qué no ofreces un bombón a todo el mundo?».

Él sabe que hay quince bombones y, calculando rápidamente, ve que se va a quedar con tres.

No le convence esta posibilidad y contesta a su madre: «no quiero».

¡Luego, la madre se enfada con él!

Recoge la caja de bombones y les ofrece ella misma, diciendo a su hijo: «así aprenderás a ser generoso».

Evidentemente, el niño piensa: «si esto es la generosidad, no es para mí. ¡No me gusta!».

En esta situación, la madre podría haber sugerido que ofreciese un bombón a los primos (sólo hay cinco), y si el esfuerzo para el hijo todavía es demasiado grande, debería aceptar la situación con tranquilidad, explicándole al hijo –en todo caso– los motivos.

Hubiera sido agradable que ofreciese los bombones, y esperar otra ocasión para estimular al hijo de nuevo.

¡El dar interesado es muy diferente!

No suele conducir al desarrollo de la virtud de la generosidad.

Significa que la persona está pensando, en primer lugar, en las consecuencias para él, y en segundo lugar, muy en segundo lugar, en las consecuencias para la otra persona.

El dar interesado conduce, más bien, al egoísmo.

Por otra parte, el niño tiende a ser egocéntrico.

¡El mundo gira alrededor de sí mismo!

Este egocentrismo no constituye un problema, con tal de que cuando descubra que hay otras personas que le necesitan no siga centrado en sí.

Hemos visto que los motivos para ser generoso son: agradar a otra persona por simpatía o la contraprestación.

Los padres, sin embargo, pueden abrir nuevos horizontes para sus hijos sugiriéndoles otros actos que pueden llegar a ser, realmente, una muestra de generosidad, o explicándoles la necesidad que tiene alguna persona de recibir, para que se esfuercen y desarrollen un hábito de actuar en favor de los demás.

Indudablemente, será mucho más fácil conseguir este desarrollo si existe, en los padres, un ejemplo en este sentido y, en consecuencia, un ambiente de participación y de servicio en la familia.

Precisamente por eso, los llamados «encargos» tienen sentido.

También los padres pueden enseñar a sus hijos el valor de lo que poseen, el dinero, objetos tangibles, su posibilidad de perdonar, su tiempo, etc.

Así los hijos pueden llegar a adquirir un hábito de dar, basado en una apreciación del valor de lo que poseen y de sus posibilidades.

Sin embargo, esta educación no sería completa sin aclarar lo que significan «las necesidades de los demás».

Las necesidades de los demás
La generosidad nunca nos debe llevar a satisfacer los caprichos de los demás.

Y por eso se trata de actuar prudentemente.

Ya sabemos que ninguna virtud tiene sentido sin el apoyo de la prudencia.

En este caso, se trata de una actitud de servicio, pero un servicio llevado a cabo mediante decisiones prudentes.

Hace falta una información adecuada sobre nuestra propia situación y sobre la de la otra persona.

Hace falta saber lo que se persigue y decidir y actuar congruentemente.

Y aquí podemos centrar la atención más en los adolescentes.

Los hijos de trece años en adelante ya sabrán por su propia experiencia cómo se puede actuar en favor de otras personas, aunque los padres nunca hayan llegado a ayudarles sistemáticamente.

Sin embargo, los motivos que tienen pueden ser erróneos o poco desarrollados.

Uno de los problemas principales de los adolescentes es que no ponen límite a sus posibilidades de ser generosos.

Están preocupados por los demás, por la gente que se está muriendo de hambre en la India, por ejemplo, pero no saben relacionar sus propias posibilidades con esta realidad.

Reconocen la necesidad de los demás en general, en términos abstractos, pero no se dan cuenta de que sus padres les necesitan o de que las personas que tienen al lado les necesitan.

Como hemos dicho antes, tienden a clasificar a las personas y así reducen su atención real a un grupo de amigos, mientras hablan de servicio hacia un mundo lejano.

Por otra parte, el adolescente necesita experiencias: necesita comprobar su posibilidad de actuar autónomamente.

Y si los padres no encuentran unos cauces para estas inquietudes, es posible que se despisten encontrando la «solución», por ejemplo, en las drogas, en el sexo, etc.

Precisamente por eso, conviene reconocer que la labor principal de los padres consiste en dar a sus hijos un conocimiento profundo de los criterios que deberán regir en sus vidas y luego dejarles actuar, encauzando su actividad cuando haga falta.

En lo que se refiere a la generosidad, habrá que encauzarles desde antes para que sigan actuando, con más iniciativa personal, en favor de los demás.

Por eso, la generosidad desarrollada necesita de la fortaleza: la capacidad de acometer y luchar para algo que se sabe que vale la pena.

Otro problema es la facilidad con que los adolescentes confunden las necesidades de los demás y los caprichos personales.

Es decir, llegan a identificar las necesidades de los demás que más relacionan con sus propios gustos, pero no se esfuerzan por entregar lo que realmente es valioso a las personas que más derecho tienen de recibir, o sea, su familia y sus compañeros.

En la adolescencia habrá que razonar con los hijos, no exhaustivamente, sino dando una información clara y luego cambiando de tema.

Si hemos dicho que el desarrollo de la virtud depende de la intensidad con que se vive y de la rectitud de los motivos, está claro que la razón tiene un papel importante.

Dar y darse
Es imprescindible que los actos de generosidad no queden aislados de la intencionalidad de la persona.

Es decir, que llegue a haber una rutina basada en unos actos superficialmente «generosos».

El sentido del esfuerzo, de apoyar los actos con la voluntad, es lo que evitará este peligro.

Pero realmente hemos de ir más al fondo de la cuestión.

La persona que únicamente piensa en lo que puede hacer, planificando su generosidad conscientemente, encontrará que se cansa rápidamente.

Si, en el fondo, la persona no vive la generosidad por una convicción profunda de que los demás tienen el derecho de recibir su servicio, de que Dios le ha creado para servir, difícilmente existirá una generosidad permanente en desarrollo.

Por eso, es más importante el concepto de «darse» que el de dar.

Se puede dar, como vimos antes, sin identificarse con lo dado, sin simpatizar con la otra persona.

El acto queda así como una señal visible a los demás, pero que, a la vez, engaña. Lo que buscamos es un dar incondicional, que es lo mismo que decir «darse».

Pero para darse hace falta saber lo que uno es y autoposeerse en cierto grado.

Se confunden muchas veces dos conceptos: «darse» y «abandonarse».

No se trata de dar cualquier cosa a cualquier persona en cualquier momento.

Eso es abandonarse, dar sin criterio o, mejor dicho, dejarse robar sin valorar las propias posesiones.

Veremos qué sentido tiene eso si pensamos en el cuerpo.

Si no se entiende el valor y la dignidad del cuerpo, es posible que se llegue a una situación de abandono, incluso justificándolo en términos de «así se da placer a otro».

Un profesional no cedería su puesto de trabajo a un vagabundo aunque le diese «placer».

Mucha más razón de guardar el cuerpo para poder entregarlo con generosidad en una relación bendecida por Dios, es decir, en el matrimonio, cuando la otra persona reconozca la grandeza de la entrega y la respete.

La generosidad y el amor
Sin entrar propiamente en la educación para el amor, habrá quedado patente que, al hablar de la generosidad, estamos hablando de una manifestación del amor.

Se puede entender el amor como radical vibración del ser hacia el bien.

Y como dice Hervada «si bien es cierto que todo amor tiene unos rasgos comunes, no todos los amores son iguales.

No existe un mismo tipo de amor que se aplique a los distintos objetos, porque el amor nace en una preexistente relación entre la persona y el bien; a bienes de distinto valor y en distinta posición con respecto a la persona corresponden relaciones distintas y, por tanto, amores de características diversas».

La generosidad, como virtud, permite a la persona transferir la posibilidad radical de amar en unos actos de servicio.

Los motivos que tiene la persona en cada momento serán diferentes, pero como «Dios es Amor» es lógico que el motivo final tiene que ser por amor a Dios.

En la vida cotidiana nosotros mismos y nuestros hijos necesitamos ayuda para actuar congruentemente con lo que sabemos que es nuestro fin último.

Estas ayudas permiten a la persona recoger la «vibración radical del ser hacia el bien» y ponerlo por obra.

Educar en la generosidad, en este sentido, no es opcional.

Es fundamental para que la persona llegue a su plenitud, para que se autoposea y para que sirva mejor a Dios y a los demás.

El egoísmo fomentado por la sociedad de consumo, por la comodidad y por el abandono debe ser contrarrestado por la fortaleza y por la entrega incondicional de aquellas personas que actúan responsable y generosamente.

Por David Isaacs, en "La educación en las virtudes humanas". Ed. Eunsa.

Fuente:
http://matosas.typepad.com
* * * * *
"No hay convivencia posible cuando falta la generosidad del amor y cuando prevalece el sentimiento absorbente del que se considera único en el mundo..."
(Delia Steinberg Guzmán).

 

Utilizamos cookies para asegurar que damos la mejor experiencia al usuario en nuestra página web. Al utilizar nuestros servicios, aceptas el uso que hacemos de las cookies.