Quiero empezar estas palabras invocando al escritor israelita Amos Oz, que pertenece, con poca diferencia, a mi propia generación.
Sus padres llegaron a Israel con la ola de judíos de Europa Oriental que...
se habían librado de la persecución nazi, y no pocos de sus familiares, a los que nunca conoció, perecieron en los campos de concentración.
Pasó su infancia en Jerusalén, una ciudad entonces bajo el dominio británico, y en la que vivían, en barrios separados, sin violencia manifiesta entre ellos, judíos, árabes, palestinos, armenios, libaneses, alemanes y griegos, una verdadera babel de lenguas, y si podemos llevar este término más allá de las lenguas, una babel de costumbres y de religiones.
Vivían en tensión, pero en paz. Es decir, se toleraban unos a otros.
De esos años de infancia nació su novela "La pantera en el sótano", que se publicó en 1988.
Cuenta la historia de Tolfi, un niño que se convierte en secreto en profesor de hebreo de un sargento de las tropas de ocupación. Es decir, se convierte en un traidor. ¡La propia historia de Oz!
La novela provocó reacciones encontradas; ganó con ella el premio nacional de literatura, y al mismo tiempo, la extrema derecha lo acusó ante el Tribunal Superior de Justicia de traidor, como había sido el caso de su personaje.
Desde su adolescencia se fue a vivir a un "kibutz", que era la manera en que Ben Gurión imaginaba el socialismo, y pasó allí largos años como obrero y profesor.
Y, quizás, desde entonces no ha dejado de hablar un solo día sobre la necesidad de la paz y la concordia entre palestinos y judíos, por lo que también ha sido acusado de traidor por sus propios compatriotas, mientras los palestinos no terminan de tolerarlo.
En agosto del año pasado le dieron el Premio Goethe y, al recibirlo en Francfort, recordó en su discurso que un día se había jurado no poner nunca un pie en Alemania.
Agravios, de esos que uno arrastra como si se tratara de una caudal de piedras...
¿Por qué evoco a Amos Oz?
Porque en ese discurso ha dicho algo que me parece hoy más clave que nunca.
Dijo que imaginarse al otro es un antídoto poderoso contra el fanatismo y el odio.
¡Es cierto!
No simplemente ser tolerante con los otros, sino meterse dentro de sus cabezas, de sus pensamientos, de sus ansiedades, de sus sueños y aún de sus propios odios, por irracionales que parezcan, para tratar de entenderlos.
Y aunque nos consideremos víctimas de sus acciones.
Si la buscamos, siempre hallaremos una salida al círculo vicioso de los rencores y las inquinas que se abren como llagas purulentas en la piel de aquellos que se sienten tan distintos de otros como para creerse contrarios de esos otros, adversarios y, por fin, enemigos.
Ser nada más tolerantes se queda en una actitud condescendiente, como la de quienes viven en una misma ciudad, pero en barrios separados, y aun cuando hablen la misma lengua, viven en una babel del espíritu, porque no quieren oírse, ni les interesa oírse.
Concurren a los mismos espacios sociales, compran en los mismos supermercados, van a los mismos cines, pero nunca se juntan.
Es lo que Rosa Parks logró al negarse a ceder su asiento a un blanco en el autobús segregado de Montgomery, aquella tarde del año de 1955; logró que los negros pudieran sentarse al lado de los blancos.
Logró tolerancia, pero desde allí a que los blancos se imaginen como negros, o viceversa, todavía queda un largo trecho por recorrer.
O que un ladino de la ciudad de Guatemala se imagine como un indio maya mame de los Cuchumatanes, o un mestizo de Santa Cruz de la Sierra se imagine como un indio aymara del altiplano boliviano.
O un costarricense de la meseta central como un nicaragüense de Chinandega. Y viceversa.
¡No basta tolerarse!
Hay que hacer el viaje de nuestra mente hacia la mente ajena, y vivir dentro de ella lo suficiente para que, al salir, ya no seamos otra vez los mismos.
De ninguna otra manera podría resolverse el conflicto recurrente, odioso y tan sangriento entre israelitas y palestinos, que deberán vivir un día en paz, compartiendo el mismo ladrillo en que los han confinado la geografía y la historia.
Daniel Barenboim, otro judío, y músico de genio universal, quiere una orquesta sinfónica formada por judíos y palestinos, y ha creado un jardín de infancia musical en territorio palestino, para niños palestinos, que ha empezado a funcionar en Ramala, todo lo cual debe resultar en una orquesta juvenil palestina.
Y para que no queden dudas de que quiere ir más allá de la tolerancia, ha dirigido "El anillo del Nibelungo", de Wagner, en Tel Aviv.
Wagner, el compositor acusado de manera recurrente de haber compuesto, un siglo antes, la música de fondo para la negra saga de los nazis.
La ignorancia es la base del conflicto entre Israel y Palestina, dice Barenboim, y dice que mientras ambos pueblos no lleguen a conocerse a fondo y no aprendan a aceptar el punto de vista del otro, respetarlo y conocerlo, y saber lo que el otro quiere y lo que necesita, las matanzas cotidianas van a continuar.
Le parece una aberración que la política oficial de su país haya llevado a la construcción de un muro como parte de la escalada de guerra, uno más en la terrible secuencia de muros que han dividido a pueblos enteros a lo largo de la historia, muros alzados por razones ideológicas y raciales, o por egoísmo, y que han marcado siempre fronteras infames.
“No es un muro entre Israel y Palestina –eso todavía sería tonto pero aceptable–, sino que es un muro que divide tierras palestinas de otras tierras palestinas...”, dice.
El Estado de Israel no puede seguir existiendo si no es aceptado por los palestinos, y los palestinos no pueden vivir y tener un Estado propio si no respetan el Estado de Israel.
“La construcción del muro, aparte de que va a traer sufrimientos enormes a muchos palestinos, demuestra la ignorancia total de lo que es para mí un hecho, y es que los destinos de ambos pueblos están conectados”, dice también.
“No digo que estén unidos, pero sí están conectados”.
¿A quiénes solemos entender peor, o no entendemos del todo, cuando estamos frente a ellos, o nos toca estar conectados con ellos, aunque no unidos?
¿Quiénes son los más diferentes, a nuestros ojos, entre los diferentes?
Son los que tienen una identidad cultural que no es la nuestra, una identidad que también, como la nuestra, está compuesta de creencias religiosas, a veces cerradas, de prejuicios étnicos, de maneras contrapuestas de ver el mundo, aun de intolerancia y fanatismo, y aún más, de la convicción de que, siendo víctimas, deben imponerse sobre el otro para dejar de serlo.
La tolerancia no llega a bastar, como actitud pasiva, y puede ser nada más un disfraz de la condescendencia, o de la resignación ante lo irremediable.
¡Que exista el otro a mi lado, pero no conmigo!
Que comparta el mismo autobús, la misma fila de asientos en el cine, la misma ciudad, el mismo territorio, la misma frontera.
Pero no los mismos espacios espirituales, donde todo llega alguna vez a fundirse.
En América Latina vivimos en ladrillos de diferentes tamaños, que no fueron sino consecuencia del reconocimiento de los límites de los territorios coloniales para las nuevas repúblicas que surgieron en el siglo XIX con la independencia.
Los Estados nacionales, atrapados dentro de esos límites, se pusieron a prueba desde entonces, en la medida en que quedaron expuestos a demostrar que la integridad nacional solo sería válida como concepto si esos Estados eran capaces de articularse como entidades políticas que aseguraran el funcionamiento democrático, la libre participación ciudadana y el desarrollo con prosperidad.
Es decir, convertirse en verdaderas repúblicas, que debían inventar primero a sus ciudadanos, cuando lo que esas repúblicas habían heredado era una disímil masa de criollos, adinerados unos, pobres otros, artesanos y campesinos sin fortuna, mestizos de varias sangres, mulatos, pardos e indígenas que luego llegarían a ser casi mestizos, y verdaderos pueblos indígenas sobrevivientes de la conquista, como en Bolivia, Perú, Ecuador, Guatemala y el sur de México, dueños de sus propias lenguas, de su propia visión del mundo, de sus propias tradiciones y maneras de vivir.
¿Qué clase de repúblicas fueron inventadas entonces?
Y otra pregunta: aquellos que nos inventaron, ¿fueron capaces de advertir el tejido de fronteras que la múltiple diversidad alzaba frente a los sueños de identidad común?
Como naciones, seguimos siendo proyectos sin cumplir, sueños de la razón decimonónica, y empezamos a adentrarnos en el siglo XXI sin que el proyecto de nación haya cuajado en bondades reales.
Las preguntas siguen abundando sobre las respuestas.
Aspiraciones como herramienta de frustraciones. Pero, en todo caso y antes de nada, lo que está a prueba es la identidad, o la sustancia real de esa identidad.
Hemos fingido hasta ahora que tenemos una identidad común, y hemos querido dar a la diversidad una categoría inocente, que se acerca al juego vernáculo y al colorido del folclore que ilustra las guías turísticas.
Hemos cultivado una tolerancia obligada, sin haber intentado nunca imaginarnos como los otros. Y, de esta manera, hemos alimentado una intolerancia mutua que conspira en contra de la idea de nación y mina la idea de identidad en la diversidad.
Nuestras naciones siguen siendo diversas en términos sociales y culturales, algo que debe ser no solo respetado, sino preservado y promovido.
Las brechas que deben ser cerradas no son las de las diferencias culturales, sino las de las diferencias económicas.
La integración social real no significa homogeneizar los distintos componentes humanos de una sociedad, que deben tener su propio peso reconocido, sino acercar a todos a los beneficios de la civilización en términos de equidad, de manera que el bienestar pueda convertirse en el principal factor de unidad nacional.
Será necesario poder demostrar a todos que vivir en un territorio común y bajo un sistema político común significa que todos tenemos oportunidades comunes y derechos de representación política real.
Identidad y diversidad no vienen a ser conceptos contradictorios, sino dos caras de una misma moneda.
Pero ¿qué significa ser idénticos?
¡Deberíamos tratar de ver el concepto en su doble sentido!
Identidad en nuestros propios territorios nacionales y en nuestro propio continente, que es nuestra diversidad hacia adentro; y la identidad hacia fuera, a la hora de nuestra inserción en el mundo global, que no puede explicarse sin nuestra diversidad hacia adentro.
Desde el principio, aprendimos que, gracias a ser tan vasta, América tenía como principal marca su diversidad.
A mayores distancias, mayores diferencias.
A mayores diferencias, mayor identidad.
Podemos hablar de una identidad que existe mientras se hace, y que será más probable mientras no termine de conseguirse.
Una identidad que significara la homogeneidad sería la negación de la búsqueda, y la quietud no es otra cosa que la muerte, el fin de todo desafío.
Desterrar esta creencia, o la tentación de esta creencia, es clave para nuestro futuro.
Hay países, como Estados Unidos, que construyeron su identidad y su prosperidad basándose en la diversidad étnica y cultural, pero que hoy ven a la inmigración, su fuente histórica de diversidad, como una amenaza de lo que creen haber conseguido, no otra cosa que la homogeneidad a toda prueba, en la que aun la pluralidad de lenguas llega a sobrar.
Es lo que plantea el ideólogo fundamentalista Samuel Huntington: que las inmigraciones constantes desde el sur crean una perturbación a la identidad nacional, cimentada en la sagrada trilogía de blancos, anglosajones y protestantes.
Por eso hoy, como política de Estado, se alza un muro en la frontera con México.
¿Cuándo ha habido muros tolerantes?
En América Latina estamos buscándonos desde hace tiempo, al menos desde los días de la independencia, cuando nos preguntamos quiénes éramos, y creímos encontrar la respuesta en los Estados nacionales.
Hemos logrado, apenas en las últimas décadas, estabilizar sistemas democráticos, pero esos Estados nacionales, ya lo vemos, han empezado a entrar en crisis dos siglos después.
No sólo porque siguen fracasando como proyectos de equidad y bienestar y porque, insisto, en casos en donde la realidad así lo demanda, no han podido romper con las barreras de separación étnica; sino también porque la globalización, de la que no podemos marginarnos, también ha venido modificando de manera acelerada los viejos conceptos de soberanía.
La soberanía en las comunicaciones, por ejemplo.
Las emisiones de internet, de radio, de televisión, cada vez dependen menos de las regulaciones de leyes nacionales; desde luego que bajan directamente de los satélites a los hogares, y de allí vuelven a subir.
¡Pero no sólo eso!
También está en crisis el concepto de soberanía cultural, sea lo que sea lo que entendamos por eso.
La globalización, que se supone debería ser el resultado de elementos diversos, una suma de pluralidades, lo que impone son patrones culturales de un gris homogéneo, que crean hábitos y conductas también homogéneos, ligados todos al consumo, el dios inclemente de la civilización global.
El mercado global multiplica mejor sus oportunidades y puede reducir drásticamente sus costos si utiliza el menor número posible de modelos, y de esta manera, la filosofía de la ganancia subordina la cultura y elimina cualquier aspiración de diversidad.
Como en tiempos de la revolución cultural en China, uno de los más atroces experimentos en contra de la diversidad cultural.
Entonces el Estado pretendía que todos leyeran un solo libro, el "Libro rojo" con los pensamientos del presidente Mao, y que todos vistieran de una sola manera, con un uniforme gris fabricado por millones.
Hoy no se trata de la imposición, sino de la escogencia inducida, lo que podríamos llamar la oferta irresistible, los hábitos de vestir y de comer, la música de un solo patrón, o de patrones reducidos a unos cuantos,lLa arquitectura.
Hoteles y centros comerciales, proyectos de viviendas, se repiten en las capitales centroamericanas bajos los mismos diseños, lo que va creando una repetitiva monotonía de los paisajes urbanos.
Es una manera de enviar al exilio a la imaginación y despojarse de las molestias de la creatividad, sin la que no hay diversidad posible.
Nos movemos en un difícil pasaje, como aquel de Escila y Caribdis que tanto afligió las mentes de los navegantes griegos de los tiempos homéricos.
Podemos disolvernos en la infinita extensión gris de lo global, una extensión donde no interesan los perfiles, o recluirnos en la caverna de nuestra terquedad nacional inflexible, y entonces, por cuidarnos del contagio de lo foráneo, negarnos la posibilidad de lo universal.
Para sociedades que no han dejado de buscar, y al buscar siguen forjando su identidad, sería una catástrofe encerrarse, o sea, enterrarse.
¿Qué patrón deberá imponerse al fin y al cabo?
¿El del fortalecimiento de nuestra diversidad creativa para seguir siendo idénticos, es decir, seguir teniendo identidad, que a su vez quiere decir seguir buscando esa identidad, o el paisaje borrado de la homogeneidad global, en el que nadie podrá sobrevivir con su propio perfil?
Si nuestra escogencia es la primera, nuestra mente deberá estar puesta en la idea de la globalidad diversa, que más allá de sumar, multiplique, y que en lugar de borrar, afirme los perfiles.
Es una lucha entre iguales, pero por eso mismo, porque está en juego nuestra propia supervivencia cultural, no podemos dejar de librarla.
La globalización nos enfrenta también con otro de sus efectos más devastadores, que con una celeridad pasmosa está creando nuevas relaciones sociales en el mundo: el desarraigo masivo.
Las emigraciones, si no comenzaron con la globalización, han pasado a ser ahora una de sus más crudas manifestaciones, a tal punto que los mayores ingresos de muchas naciones provienen de las remesas de los emigrantes, como todos sabemos.
En países como Nicaragua esas remesas superan las de todas las exportaciones de bienes materiales juntas.
Somos ahora, más que exportadores de café o de bananos, exportadores de gente.
La gran escritora negra Toni Morrison ha dicho en su conferencia magistral, en la Cátedra Julio Cortázar en la Universidad de Guadalajara, que desde los tiempos del tráfico de esclavos transportados desde África a América, no se había dado otro movimiento masivo de seres humanos como el de hoy, con lo que el concepto de hogar está cambiando.
¡Y el concepto de pertenencia, digo yo!
Si las naciones se desdibujan bajo el rasero gris de la globalidad, los seres humanos desarraigados y desplazados se dividen por dentro en una esquizofrenia de culturas, y al tiempo que conservan una idea fija e inmutable de lo que dejaron atrás, y que defienden en la soledad del exilio, porque no hay duda que se trata de un exilio, buscan acomodo en el nuevo escenario al que quizás no terminarán de adaptarse nunca, y que, a lo mejor, nunca dejará de serles hostil.
Es un sentimiento de pertenencia improvisada y, a la vez, de desarraigo para siempre.
¿De dónde vienen a ser, al fin y al cabo, los inmigrantes que, partiendo desde los países de la antigua costa de los esclavos, se entregaron a una larga y penosa travesía por el desierto del Sahara, y al fin pudieron alcanzar Europa colándose por la puerta de Ceuta y Melilla?
¿Y los que se lanzan en pateras al mar, desde la costa occidental de África, tratando de alcanzar las islas Canarias, o desde Marruecos, tratando de llegar a la costa mediterránea de España?
¿Y los nuestros, los que atraviesan el continente americano en busca de la frontera prohibida de Estados Unidos?
Alguna vez, en una vieja crónica de periódico, recuerdo haber leído la respuesta de un inmigrante argelino ante la pregunta, bastante necia, del porqué de su éxodo a Francia:
“Nosotros venimos aquí porque ustedes estuvieron allá”, dijo.
No es el sentimiento de ser intrusos, sino el de quienes cobran una vieja deuda.
Toni Morrison lo pone de esta manera:
"Buena parte de este éxodo se puede describir como el viaje del colonizado a la casa del colonizador, como si fueran esclavos de una plantación que se van al hogar del propietario".
¡Pero nunca dejarán de ser vistos como intrusos!
El desajuste de culturas es tal que llega a provocar asonadas y levantamientos, como los que vimos hace poco en los suburbios de París.
Miles de jóvenes africanos, cuyas familias llegaron de las viejas colonias, se alzaron al empuje de un sentimiento de desarraigo, de discriminación, de no ser como los otros y ser rechazados por eso, más inflamados aún cuando desde las alturas oficiales se les llamó la escoria que hay que lavar con mangueras.
Los indeseables ya están allí, y empiezan a modificar el viejo concepto de civilización europea.
¡Terrible paradoja!
La globalización homogeneiza, pero a la vez divide. Crea la atracción por el mundo iluminado a quienes viven en la periferia oscura y, a la vez, la castiga.
¡Atrae a los inmigrantes y, a la vez, los rechaza!
Ha inventado dos mundos, el oscuro y el iluminado, y quiere levantar un muro entre ambos.
¡Pero se trata de una tarea imposible!
En medio siglo o menos, el paisaje étnico de Europa será diferente y, por tanto, el paisaje cultural.
¡Será una Europa mestiza!
Cada vez que la Humanidad se abre en la historia a un nuevo milenio, o al menos a un nuevo siglo, se supone que deberían renovarse las utopías.
Hoy, las utopías se hallan muy distantes de nuestra visión, lo que nos aleja también del sentido de humanidad compartida.
La tecnología cibernética, una verdadera revolución en sí misma, debería encaminarnos hacia un mundo cada vez mejor y en paz, darnos la posibilidad de que nos veamos más de cerca los unos a los otros, acercarnos al conocimiento compartido.
Y al acercarnos, debería ser capaz de ayudar a librarnos de las guerras raciales y religiosas, y aun tribales. No ha sido así, o aún no es así.
En nuestras utopías estuvo que la desaparición del mundo bipolar, al terminarse las confrontaciones geopolíticas, no solo se había llevado consigo la guerra fría, sino cualquier posibilidad de conflicto militar en gran escala.
¡Tampoco ha sido así!
Y del mismo modo, al abrirse el nuevo milenio, llegamos a creer que en un mundo donde la tecnología se convertía en el principal factor de mercado en la economía mundial, las guerras de conquista para apoderarse de las fuentes de materias primas habían pasado a la historia.
¡Ya vemos que tampoco ha sido así!
Por supuesto que los fundamentalismos políticos, raciales y religiosos seguirán siendo motores y, a la vez, detonantes del terrorismo, de conflictos sangrientos, y fuentes constantes de opresión y represión.
No hay hoy en día en el mundo civilizaciones en pugna, sino fundamentalismos que son detritus de esas civilizaciones.
Y los fundamentalismos son, a la vez, los peores adversarios de la mejor idea de civilización.
Desde luego que en su sustancia se halla la idea de la superioridad y de la verdad única, que alimentan el desenfreno de la intolerancia.
Hay que hacer real la idea de civilización contra barbarie, de diálogo frente a terrorismo, de entendimiento frente a venganza.
Ricas civilizaciones humanistas, como la islámica, y no menos ricas civilizaciones, como la nuestra, han dado prueba a lo largo de la historia de su poder creativo, y también de su poder de imponerse en contra de la barbarie.
“Hermanos lejanos”, dice el eslogan inventado en El Salvador para designar a los emigrantes que, seguramente, ya nunca volverán de manera definitiva a vivir donde nacieron, pero que no dejarán de nutrirse de la añoranza.
Salvadoreños de Los Ángeles, de Washington, de Chicago.
Y como son millones en toda América Latina los que han partido en busca del sueño americano, se ha creado para ellos un nuevo concepto de mercado, el de “consumo de la nostalgia”, que lleva hasta su propia cercanía de expatriados todo aquello que pueden anhelar de la tierra abandonada, gustos, olores, sabores que permanecen intactos en su imaginación.
Quizás deberíamos crear otro lema, el de “hermanos cercanos”, para los nicaragüenses que, a la fuerza, emigran hacia Costa Rica.
Son parte del gran éxodo universal, solo que a corta distancia. Y son miles.
Hay un viejo mito que nos gusta repetir en Nicaragua, el mito de que somos emigrantes por naturaleza, un pueblo siempre dispuesto a la diáspora.
José Coronel Urtecho citaba a un nicaragüense nostálgico de tierras lejanas, que solía decir:
“Quisiera ser extranjero para irme a mi tierra”.
Pero no se necesita mucha imaginación para oír el rumor de ese viento malsano que empuja a quienes abandonan el país.
El viento de la pobreza, de la falta de oportunidades, de la miseria, de la marginalidad.
Supongo que viviríamos mejor avenidos unos con otros si quienes buscan el sustento y el de sus hijos no tuvieran que emigrar de manera masiva a Costa Rica; si las oportunidades de una vida mejor para los nicaragüenses en su propio suelo no fueran tantas veces atajadas por la injusticia, el egoísmo, la corrupción y los repartos arbitrarios de poder.
Y creo también que, si no fuera por la irritación que esas migraciones masivas causan en las relaciones entre los dos países, el asunto del río San Juan no sería lo sensible que es, ni estaría sometido a tantos malentendidos, ni a tanta desinformación como hoy lo está, ni serviría de manera tan frecuente como arma demagógica a la mezquindad política, sobre todo a la hora de las campañas electorales.
Hay que cuidarse de los idus de marzo, hay que cuidarse de las campañas electorales.
Un estudio del año pasado del Centro Centroamericano de Población de la Universidad de Costa Rica estima el número de inmigrantes nicaragüenses en cerca de trescientos mil.
Pero seguramente son muchos más, tomando en cuenta a los que se hallan en situación ilegal, y a los que día a día atraviesan la frontera.
Y si solo son un poco más, representarían el diez por ciento de la población total de Costa Rica, que es de 4 millones de habitantes.
Una proporción que seguramente tenderá a crecer en los próximos años, si tomamos en cuenta a los hijos de nicaragüenses nacidos en suelo costarricense, muchos de los cuales son ya fruto de matrimonios o uniones mixtas.
Este es un fenómeno que pertenece a la entraña misma de la realidad, y que no puede ser cambiado a voluntad.
Pero llega el momento en que, frente a situaciones semejantes, alguien piensa que los inmigrantes deben ser reprimidos por leyes migratorias drásticas, como si las medidas policiales fueran capaces de solventar los grandes desajustes que hay entre dos sociedades, vecinas en la geografía y en la historia, y que seguirán siempre siendo vecinas, en la geografía y en la historia.
A los nicaragüenses les pasa en Costa Rica lo que a todos los trabajadores emigrantes del mundo.
¡La xenofobia no tiene nacionalidad!
El mismo malestar intolerante existe en España frente a la presencia masiva de marroquíes y sudamericanos, especialmente de ecuatorianos...
En Francia con los magrebíes...
En Estados Unidos con los hispanos recolectores de cosechas, pinches de cocina, barrenderos, recogedores de la basura; quienes pueden hacer otra cosa no quieren esos oficios, ni para ellos ni para sus hijos, pero hay quienes no dejan de rechazar a los extranjeros que los hacen por ellos.
De esa xenofobia destructiva, que se vuelve mutua y que es fruto de lo más primitivo que hay en el ser humano, es de lo primero que tenemos que cuidarnos.
Nosotros mismos, que creemos en la majestad del pensamiento y de la cultura, no nos hallamos libres de ese vicio y tenemos que combatirlo dentro de nosotros.
En casi todos los seres humanos tienen parte el doctor Jekill y Mister Hayde, y siempre deberemos procurar la derrota del Mister Hyde que llevamos dentro.
Derrotar el odio al otro, al que ni siquiera se tolera, ya no digamos que se le entienda o que se le imagine, como pide Amos Oz.
Que esa corriente migratoria disminuya depende en mucho de que en Nicaragua podamos asegurar una democracia que funcione, libre del secuestro a que está sometida por el caudillismo y la corrupción, y que entonces pueda ser un instrumento de prosperidad y desarrollo y, por lo tanto, de bienestar y de empleo pleno.
Una sociedad que dé a todos el sentimiento de permanencia que hoy falta, porque las encuestas muestran siempre un alto porcentaje de nicaragüenses que, por falta de oportunidades, preferirían vivir fuera.
Y no vivir en Honduras, sino en Costa Rica, donde se avizoran promesas de una vida mejor; atravesar la frontera sur, y no la frontera norte, a menos que sea, por supuesto, para emigrar hacia Estados Unidos.
Es un asunto, si queremos verlo sin muchas complicaciones, de vasos comunicantes.
Para Nicaragua se trata de un prolongado y costoso desangramiento, que no puede ser compensado ni por los ingresos provenientes de las remesas.
Nunca puede ser un triunfo para un país que, cuando llega a tocar fondo, tiene que exportar a su gente...
Los nicaragüenses vienen en su gran mayoría a Costa Rica a hacer trabajos subalternos y de poca calificación.
Pero el estudio de la Universidad de Costa Rica de que hablaba revela que un 88% de ellos saben leer y escribir, lo que quiere decir que llevan, cuando se van de Nicaragua, un nivel de escolaridad; y tampoco demandan mayor cantidad de servicios básicos que los costarricenses, empezando por los de salud.
Claro que en una migración masiva hay de todo, inadaptados y aun maleantes.
Pero la mayoría son portadores de cultura, y también de valores cívicos y morales.
Como Mayra Mercado, la enfermera que, tras veinte años de servir en Costa Rica, murió en su empeño de salvar vidas de pacientes en el incendio del hospital Calderón Guardia en San José, en julio del año pasado.
Las reacciones xenófobas que provocan las inmigraciones, si no pueden ser evitadas del todo, pueden ser atemperadas.
Pero también provocan alteraciones culturales en el país que recibe esas migraciones, alteraciones que no pueden ser ni evitadas ni atemperadas.
Se trata de gente que llega llena de insatisfacciones y de frustraciones, es cierto, pero también de energía creativa.
Trasmigración cultural, fusiones, aportes constantes, un flujo imparable, es lo que la cultura es siempre, como entidad dinámica que se nutre de muchas vertientes, y no deja de tomar nunca, y tampoco de dar, de prestar y de tomar prestado, hasta que vienen a formarse nuevas entidades de naturalezas insospechadas, híbridas, pero siempre diferentes.
Los giros del idioma, las maneras de hablar, las maneras de ser, los gustos culinarios, la música, la literatura van filtrándose, entretejiéndose, fusionándose con los valores que ya estaban allí, y se inicia así un proceso que enriquece y jamás empobrece.
¡Y es siempre un producto de ida y vuelta!
Hablaba de un músico, Daniel Barenboim...
Conozco a otro, un muchacho nacido en el puerto de Corinto, Giancarlo Guerrero.
Emigró con sus padres a Puntarenas, se entrenó con la Orquesta Sinfónica Nacional, y luego en los Estados Unidos, y es ahora director titular de la Orquesta Sinfónica de Minessota.
Le vi dirigir Carmen en la Teatro Nacional en San José hace unos años, y más tarde a la Orquesta Sinfónica Nacional de Washington en el Kennedy Center.
Ha dirigido también en el Metropolitan de Nueva York, en Los Ángeles, en Viena.
A los 34 años, es el fruto de todo eso, de una transmigración en la que dos culturas tienen su parte de una fusión, de algo nuevo que nace y que seguirá naciendo.
Me erijo como el mejor testigo de que Costa Rica ha sido siempre una tierra de asilo, no solo para los nicaragüenses de varias generaciones, sino también para los centroamericanos, en los duros y tristes tiempos en que oleada tras oleada, debían salir al exilio tras cuartelazos y golpes militares.
Y quizás queden pocos escritores, periodistas, educadores, artistas e intelectuales nicaragüenses fuera de la lista de quienes alguna vez, por uno u otro motivo, hemos sido acogidos en Costa Rica, desde Rubén Darío a Ernesto Cardenal, desde Salomón de la Selva a Manolo Cuadra, desde Edelberto Torres a Carlos Mejía Godoy, desde José Coronel Urtecho a Carlos Martínez Rivas, desde Pedro Joaquín Chamorro a Armando Morales, desde Pablo Antonio Cuadra a Gioconda Belli.
Desde los dos lados de la frontera tenemos la responsabilidad de velar por la calidad de las relaciones entre nuestros dos países como algo esencial a nuestros intereses de nación.
Verlas con sentido crítico, con libertad de juicio, pero nunca con superficialidad, ni improvisación. Es mucho y valioso lo que siempre hemos compartido, y mucho y más valioso lo que aún tenemos que compartir.
Hay que alentar a los Gobiernos de ambos países a desarrollar políticas serias en lo que toca a las relaciones mutuas.
Políticas que trasciendan un simple período de gobierno y se conviertan en políticas de Estado a largo plazo, y se libren así de los embates electorales y del oportunismo.
Políticas de desarrollo y de integración de la frontera, en términos económicos, ecológicos y sociales, algo que solo puede hacerse con valentía y sin demagogia.
¡Políticas migratorias justas!
Políticas de intercambio, no sólo de bienes, sino de intercambio cultural y educativo.
Nunca se llega a estar demasiado cerca uno del otro, porque la cercanía permite vernos las caras, que es el primer paso para trasladarse hacia el otro.
¡Un viaje que es toda una aventura que vale la pena correr!
Por eso quise empezar con la mención de Amos Oz y su idea de un viaje hacia el otro, imaginándolo, que es donde ha residido siempre la esencia de la civilización.
¡El otro, el próximo, el prójimo!
El pensamiento que salta barreras, anula las distancias, crea civilizaciones.
Averroes y Avicena, los sabios islámicos que en las oscuridades de la Edad Media preservaron y desarrollaron la filosofía de Aristóteles, que llegaría a ser por siglos la base inamovible del pensamiento de occidente.
Un acto de sabiduría, y un acto de imaginación. Pero también un acto de valentía.
Diderot, en su "Carta sobre los ciegos para uso de los que ven", construye una gran metáfora acerca de la concepción del mundo que tienen los ciegos de nacimiento.
“Es que yo presumo que los otros no imaginan de manera diferente que yo”, dice el ciego de Diderot.
El mundo es lo que el ciego piensa y cómo lo piensa, la ceguera congénita o adquirida, que conduce a la imaginación única, al pensamiento único, y de allí a toda suerte de fundamentalismos destructivos.
Por causa de ese libro, Diderot fue llevado a las cárceles de Vincennes, en Francia, igual que Amos Oz, más de dos siglos después, fue acusado ante los tribunales de Israel por causa del suyo.
Al alentar la idea de una América como territorio de imaginación y pensamiento plural, donde seamos siempre capaces de imaginar a los otros y de ver con los ojos de los otros, estaremos caminando en nuestra propia búsqueda, y en la búsqueda de los demás.
Más allá de la simple tolerancia empieza la verdadera aventura, la de ser como los otros.
Sergio Ramírez.
"Lo estupendo de dormir es que cada uno está por fin solo, sin los demás. Cada uno en un pequeño planeta, cada uno con sus propios sueños, cada uno a millones de kilómetros del resto e, incluso, de quien duerme al lado en la cama de matrimonio.
Cuando se está dormido no hay reuniones, ni trabajo, ni situaciones graves, ni preceptos que cumplir, ni grandes retos.
Y no hay ninguna ley, cuando se está dormido, que obligue a pensar en el prójimo.
¡Cada uno está solo!
¡Cada uno con lo suyo!
Quien tiene un viaje pendiente, viaja cuando duerme al lugar donde le están esperando, a casa o todo lo contrario.
A quien le llega el amor, recibe amor en sueños, a quien la soledad, soledad.
Quien se merece el miedo, el arrepentimiento y el castigo es castigado y se lamenta cuando duerme.
Incluso los viejos que han sufrido ya un ataque o dos, los que están devorados por el reúma o atacados por las hemorroides, cuando duermen son de repente jóvenes caballeros, como dicen ellos, y hasta niños de mamá.
Quien quiere placer, lo coge a manos llenas, y quien necesita penas, recibe penas en la misma medida.
¡Todo es gratis y abundante!
A quien quiere volver al pasado, se le devuelve al pasado.
A quien añora los lugares que dejó tiempo atrás o desea ir a un sitio que nunca ha pisado se le lleva gratis y a toda velocidad a su destino.
A quien teme la muerte se le da una pequeña ración para que se vaya acostumbrando y no tema, y quien quiere guerra, recibe una guerra de lujo, y si se necesita a los muertos, se les puede invocar para que entren en el sueño".
"Un descanso verdadero" (Amos Oz).
Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2007.
Comentario:
No conocía a Amos Oz. Le he descubierto. Habla del hombre, de sus dudas, de sus miedos, de sus carencias.
De cómo los ideales por los que lucharon nuestros padres se convierten en realidades sin valor para nosotros.
De cómo no hay una manera única de entender la realidad.
De cómo todos somos culpables e inocentes al mismo tiempo.
De cómo nuestros enemigos pueden ser, a la vez, nuestros verdugos y nuestras víctimas.
De cómo un vecino se convierte en enemigo.
De cómo somos víctimas de los deseos por los que no luchamos.
¡De Israel!
De sus miedos.
De sus injusticias.
De la juventud que no entiende el Israel de los pioneros.
De los árabes vistos con miedo y recordados como compañeros de juegos infantiles.
¡De las utopías rotas!
Fuentes:
http://www.ucr.ac.cr/documentos
http://lacomunidad.elpais.com
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"Por encima del talento están los valores comunes: disciplina, amor, buena suerte, pero, sobre todo, tenacidad"
(James Baldwin).