"No hay hombre más infeliz que aquel para quien la indecisión se ha hecho costumbre" (Heinrich Heine).
"Hablo, pero no puedo afirmar nada; buscaré siempre, dudaré con frecuencia
y desconfiaré de mí mismo" (Cicerón).
Las dudas, ese acompañante importuno que nos roba la felicidad, nos quita el sueño y nos torna vulnerables.
La duda, fenómeno que importuna e impide el deseo, causa e inspiración de dramas y épicas incontables.
La duda, conflicto que se alimenta en las insuficiencias del pusilánime y las indecisiones del débil.
Imagen de la portada: Escéptico egregio…
¡Las dudas!
A los que dudan, los indecisos y sus vinculados, Dante los sitúa en el abismo del VIII círculo de su infierno, adonde, de acuerdo con él, pertenecen, sin ninguna duda.
Pero, ¿por qué dudamos?
Primero, respondamos haciendo otra pregunta:
¿Qué es la duda?
La duda no es vacilación ni falta de confianza.
En su centro, la duda es miedo.
¡Miedo…!
Miedo de lo arcaico, de lo primitivo, de lo incontrolable –miedo de la vida y miedo del destino–, miedo del abismo que quienes dudan se crean, por no poseer las herramientas para vencer los obstáculos que les impiden seguir adelante, o calificarlos para ser dueños de una historia congruente, que defina y organice sus vidas adaptándolas de una manera racional y feliz.
La duda es falta de autoestima
Quien duda constantemente, vive atormentado por la creencia de no ser querido –de no ser aceptado–.
Para ser aceptado, quien duda recurre a todo subterfugio que conoce para despertar el amor tan apetecido; y el favor, tan necesario, de quien busca ser aprobado –aunque lo haga a un precio de sacrificios extraordinarios y de vejaciones increíbles–.
La duda es pérdida de control
Quien duda ha perdido un sentido de dirección y de disposición en su vida.
Avanza en medio de un sendero tortuoso, donde las señales son imprecisas y donde abunda el recelo.
La duda hace de quien la sufre una persona de poca esperanza, porque quien está confundido no sabe el camino, ni puede indicarlo.
Los padres que se abandonan a la duda, abandonan a sus hijos de esta manera injusta.
La duda continua es enfermedad del alma
Desde la Antigüedad más remota, los frenólogos se ocupaban con el estudio de lo que entonces se conociera como la "folie de doute" (la manía de dudar) –lo que hoy se estudia como parte integral del trastorno obsesivo compulsivo (TOC)–.
Los que así dudan se sumergen en los abismos crueles de sufrimientos penosos y paralizantes de la mayor magnitud.
Muchas personas indecisas se congelan frente a las indecisiones con que manejan sus asuntos, coartando y limitando sus opciones.
La duda deprime y nos crea ansiedades existenciales
La duda fatiga y agota las fuentes de nuestra energía emocional, drenando nuestros recursos de adaptación.
La duda nos hace presa fácil para todos los males derivados del estrés.
La duda nos condiciona a vivir en medio de una existencia de aislamiento prolongado y de retiro perenne.
La duda quebranta la fe
La fe es una fuente incomparable de fortaleza y valor para confrontar las incertidumbres de la vida.
La fe es un proceso ético-moral que nos habilita para comunicarnos con el Dios mismo –tenga el nombre que tenga– (si es que somos creyentes), que nos gobierna y nos rige.
La fe es mina de conocimientos ciertos, de verdades trascendentales y de direcciones seguras, cuando el panorama de la vida se oscurece con las nubes del dolor o con las sombras de la incertidumbre.
Quien duda se pregunta: ¿Por qué a mí?
En lugar de: ¿Por qué no…?
En la semántica entre esas dos interrogaciones existen diferencias básicas que gobiernan nuestra capacidad de sobreponernos al destino con todos sus –aparentes– caprichos arbitrarios.
El que duda se pierde y no encuentra salida de su marisma de arenas movedizas, donde se atasca y sucumbe.
La duda es indecisión
Cuando nuestra tónica es la duda, nuestra vida se atasca en un proceso de ambivalencias y de tendencias hacia la irresolución, que nos agobia y nos hace víctimas de los arroyos tributarios que nutren el estrés.
El estrés desborda pronto, inundando nuestras economías psíquicas con el derrotismo inactivo, o peor aún, con la decisión no pensada y, muy a menudo, desacertada.
Cuando dudamos no somos confiables, porque no confiamos en nosotros mismos, ni en los mecanismos de equilibrio que hayamos logrado incorporar en experiencias terapéuticas pasadas; nuestras direcciones son irrelevantes, ya que no se hacen ni por medio de la reflexión ni con el uso de la perspectiva.
La duda quizás sea una de esas enfermedades psicológicas que desafían la solución.
Volvamos, entonces, a la pregunta que soslayáramos unas páginas atrás.
¿Por qué dudamos?
Dudamos porque tememos poner a prueba nuestras capacidades de enfrentar cara a cara nuestras propias adversidades sin temor al rechazo, porque no podemos tolerar lo que nos significaría la pérdida de prestigio adquirido tras las mentiras de las apariencias –lo que otros, de nosotros, pensarán–.
Dudamos porque no nos consideramos dignos de lo que tenemos, ni tampoco dignos de tener más.
Dudamos porque poseemos una inclinación innata hacia la autodecepción y la mentira, donde decimos lo que no sentimos y hacemos lo que no queremos hacer.
Dudamos interminablemente porque somos esencialmente cobardes, ¡por eso dudamos!
¿El remedio?
Una historia verdadera del rito de pasaje del adolescente lo explicará.
"Nibaje" es el nombre de una barriada que quedaba en la ribera del Yaque (República Dominicana), al pie del pináculo donde se construyera la infausta Fortaleza San Luis, lugar de tortura para los enemigos de Trujillo.
Fue en el año 1949 cuando el río se desbordó de manera nunca vista, amenazando con sus aguas la seguridad de los residentes de Nibaje.
Para todos quienes aprendieran a nadar en el río, zambullirse en él cuando los peligros eran mayores era un aspecto del ser hombres, de ser "guapos", algo así como ser el más famoso de todos los guapos…
Por supuesto, para ir al río, como jóvenes de familia, contábamos todos solo con nuestros propios permisos, ya que el de nuestros padres nunca podría obtenerse bajo tales circunstancias.
Ramón, que se ocupaba de los negocios de mi papá y de mí, me aconsejó que no bajara ni siquiera a ver cómo estaba el río, pero yo no le hice caso alguno.
Mis amigos y yo bajamos una tarde, cuando brillaba el sol y cuando la "costa" familiar estaba clara…
Conmigo llegaron seis de mis amigos de escuela y, juntos, nos aprestamos a encontrar un sitio desde donde saltar para zambullirnos en las aguas turbias y alborotadas del torrente fluvial.
Encontramos un barranco escarpado, desde el cual nos aconsejaron los vecinos del lugar no tratar de saltar –precisamente, porque nos lo aconsejaban es por lo que decidimos hacerlo–.
Lo crucial era decidir entre todos quién sería el primero en hacerlo, quién sería el más "guapo", en otras palabras.
Nadie tenía una excusa para desear ser el conejillo de Indias en esta experiencia y, cuando uno de mis amigos bravucones me señaló a mí, indicando que sería un acto de cobardía si yo rehusaba, sin pensarlo, porque esas cosas no se piensan, acepté el reto.
Subir la barranca fue muy difícil porque no solo era empinada, sino que las lluvias la habían vuelto resbaladiza.
Nunca miré para atrás, hasta que llegué a un rellano pequeño de la altura de un edificio de siete pisos; lo llamaban "el Hotel Mercedes", en referencia al hotel de esa misma altura que, en esos tiempos, dominaba el centro de la ciudad de Santiago de los Caballeros.
Era muy alto de veras, y mis amigos me parecían hormigas con esa distancia por debajo.
Quizás era el miedo o quizás fueran las dudas, pero me parecían diminutos.
Mi amigo, el que me seleccionó para la hazaña, dándose cuenta de que había peligros serios en el salto, y que podrían ser achacados a él, me gritó desde abajo conminándome a que abandonara la idea y descendiera para retornar a nuestras casas juntos y, quizás, intactos.
Yo traté de bajar, pero estaba muy resbaladizo y la caída sería peor, porque aterrizaría en la roca que había debajo… ¡tenía que saltar!
El salto
Para evitar caer en la base rocosa del barranco, había que propulsar el cuerpo hacia delante unos dos metros por lo menos, algo que la estrechez de la plataforma prohibía, ya que no había espacio para adquirir impulso.
El salto y la caída fueron una experiencia inolvidable, ya que entré al torrente rozando con mi nariz la roca que, por debajo, quedaba un poquito más adentro.
En resumen
Tener que ser padre, tener que ser terapeuta, tener el deber de ser terapéutico es una actividad extraña y dedicada.
Cuando tenemos que ser agentes de la realidad para otros, es mejor si empezamos habiéndolo sido para nosotros mismos, ¡de esto sí que no hay duda!
Por eso, clarificar y esclarecer las dudas de nuestros pacientes, tanto como las de nuestros hijos, es una misión especial y delicada.
Dr. Félix E. F. Larocca
OTROS ENFOQUES
¿Qué estoy haciendo mal?
No hay forma de mejorar sin autocrítica, sin análisis riguroso de lo que uno piensa, sin una permanente actitud interrogativa hacia lo que uno hace.
Si no ponemos en tela de juicio nuestras concepciones, nuestras actitudes y nuestros comportamientos, estamos condenados a repetir los errores de manera indefinida.
Me refiero tanto a las personas concretas como a los grupos o instituciones en general.
Si cuando algo falla, solo los otros tienen culpa, nosotros no moveremos nuestras posiciones, aunque estén equivocadas.
Serán los demás quienes tienen que cambiar...
Pero, claro, si cada uno se aferra a sus posiciones y modos de actuar, nadie podrá mejorar.
Quiero compartir con los lectores una anécdota personal del doctor Anin Ghandi. La he leído en un avión.
El texto está firmado por Ramiro Valencia Cossio.
Yo tenía dieciséis años, dice el doctor Ghandi, y estaba viviendo con mis padres en el instituto que mi abuelo había fundado a dieciocho millas (28,968192 kilómetros), en las afueras de la ciudad de Durbam, en Sudáfrica, en medio de plantaciones de azúcar.
Estábamos bien adentro del país y no teníamos vecinos, así que a mis hermanos y a mí siempre nos entusiasmaba poder ir a la ciudad a visitar a amigos o ir al cine.
Un día mi padre me pidió que lo llevara a la ciudad para asistir a una conferencia que duraba el día entero.
Como iba a la ciudad, mi madre me dio una lista de cosas pendientes, como llevar el coche al taller.
Cuando me despedí de mi padre, él me dijo:
–Nos vemos aquí a las cinco y volveremos a la casa juntos.
Después de completar todos los encargos, me fui hasta el cine más cercano, y me concentré tanto en la película (era una película en la que trabajaba John Wayne), que me olvidé del tiempo.
Eran las cinco y media cuando me acordé de mi padre.
Lo más de prisa que pude me acerqué al lugar donde mi padre me estaba esperando. Eran casi las seis…
Él me preguntó con ansiedad:
–¿Qué ha pasado? ¿Por qué llegas tarde?
Me sentía mal por el retraso y no le quería decir –no me atrevía a decirle– que había estado viendo una película.
Entonces le contesté que el coche no estaba aún y había tenido que esperar…
Lo dije sin saber que mi padre ya había llamado al taller.
Cuando se dio cuenta de que le había mentido, me dijo:
–Algo no anda bien en la manera en que te he criado, pues no te he debido de dar la confianza suficiente para decirme la verdad.
Voy a reflexionar qué es lo que hice mal contigo. Voy a caminar las dieciocho millas hasta la casa y pensaré en ello.
Así que, vestido con su traje y sus zapatos elegantes, empezó a caminar por caminos que no estaban ni pavimentados ni iluminados.
No podía dejarle solo, así que yo conduje cinco horas y media detrás de él, viendo a mi padre sufrir la agonía de una mentira estúpida que, por cobardía, yo había dicho.
En ese momento, ¡decidí que nunca más iba a mentir!
Muchas veces me acuerdo de este episodio y pienso: si me hubiera castigado de la manera que generalmente se castiga a los hijos, ¿habría aprendido la lección?
¡No lo creo!
Hubiera sufrido el castigo y habría seguido haciendo lo mismo, pero esta lección de no violencia fue tan fuerte que la tengo impresa en la memoria como si fuera ayer cuando sucedió.
Eso es el poder de la vida sin violencia. Eso es la habilidad para hacernos reflexionar sobre nuestros actos –dudar sobre si han sido dignas algunas de nuestras acciones–.
No digo con esta historia que los demás no tengan responsabilidad. Tampoco digo que los otros no tengan que plantearse preguntas.
Pero eso es cosa suya. No podemos agarrarlos por el cuello para que piensen.
Aplico esta historia, sobre todo, a padres y madres, a educadores y educadoras (y, por supuesto, a las instituciones educativas).
Cuando los niños mienten, agreden, no estudian o faltan al respeto, existe una reacción casi instintiva: el castigo, la violencia, la reprimenda.
Tienen que aprender, tienen que hacerlo bien. Parece que queremos conseguir, por la fuerza, a golpes, modificar ese comportamiento negativo. Y así no es posible.
Podemos preguntarnos qué es lo que estamos haciendo mal para que las personas se comporten como lo hacen.
O qué podemos hacer mejor sobre aquello que ya estamos haciendo bien.
Sea cual sea la opinión del lector, se me reconocerá que lo que nosotros podemos preguntarnos, cuestionarnos o hacer está en nuestras manos.
Lo que hacen los otros es cosa suya, aunque depende en parte también de nosotros.
El verbo aprender como el verbo amar no se pueden conjugar en imperativo.
En el excelente estudio realizado por Ken Bain y su equipo, tan bien contado en "Lo que hacen los mejores profesores universitarios", se dice que estos profesionales extraordinarios "nunca culpan a sus estudiantes de las dificultades que encuentran en el aprendizaje".
No dice exactamente que no les culpen del fracaso, dice que no atribuyen a su desinterés o a su pereza las dificultades que encuentran al aprender.
Plantear las cosas así es situarse en el camino de la mejora de su práctica.
Según esta historia de Anin Ghandi, cabría hacer antes otras preguntas:
Lo que estudian, ¿tiene interés para ellos?
¿Los métodos de trabajo son racionales?
¿Las relaciones que mantenemos con ellos son sanas?
¿La forma de evaluar el aprendizaje es clara y rigurosa?
¿El clima creado es bueno?
¿La coordinación de los docentes es aceptable?
¿Los materiales didácticos son atractivos?
Pero esto, solo es en cuanto a la enseñanza… ya que: quien no se hace preguntas es imposible que busque respuestas.
Quien no busca respuestas, está paralizado intelectual y moralmente.
Fuentes:
http://www.monografias.com
http://blog.laopiniondemalaga.es/eladarve
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"Los grandes conocimientos engendran las grandes dudas" (Aristóteles).