"He aquí una evidencia que es también una norma; los únicos tónicos de la voluntad son la verdad y la justicia". - Ramón y Cajal.

 

"Nunca consideres el estudio como una obligación, sino como una oportunidad para penetrar en el bello y maravilloso mundo del saber". -Albert Einstein-

-Antecedentes-
Entre las ideas ilustradas y el pensamiento científico y técnico de los siglos XVII y XVIII van a existir estrechas relaciones e influencias recíprocas.

Si la creencia en el progreso indefinido del hombre se encuentra, sin lugar a dudas, favorecida por los avances de la ciencia, no es menos cierto que estos, a su vez, se veían espoleados por aquella.

Además, muchos filósofos se adentraron en este tipo de estudios: Voltaire introdujo a Newton en Francia e hizo un informe sobre el fuego para la Academia de Ciencias de París; Montesquieu escribió dos para la de Burdeos sobre el eco y la utilización de las glándulas renales; Holbach, estudió química y La Mettrie era médico.

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Mas, ¿qué lugar se le concede a las disciplinas científicas durante el siglo XVIII?, ¿cómo evolucionan?, ¿cuál fue su relación con la técnica?

Hacia 1.690 la revolución científica veía culminada su obra consiguiendo dotar a la ciencia de un edificio estable y de un prestigio sin precedentes, reflejado en el interés que se suscita hacia ella dentro de los más variados círculos y en la difusión de sus métodos de análisis a otras disciplinas.

Esa ciencia, como señala Bernal, presentaba una unidad de triple base: personal -los científicos abarcaban todos los campos-, de ideas -el método y la idea central nacen de la matemática- y de aplicación -le preocupan los problemas técnicos-.

Sus avances habían sido importantes en sí mismos, pero también, y sobre todo, por la conciencia generada de que "sólo se trataba de un comienzo, de que el avance por la misma línea no tenía límites".

El siglo XVIII tratará de continuarlo, si bien en sus primeras décadas le va a interesar más el carácter recreativo e instructivo de la ciencia que el utilitario de la centuria precedente, al que se volverá a partir de los años sesenta.

Los centros del pensamiento científico del período los encontramos en Francia, en torno a La Enciclopedia, y Gran Bretaña, donde sobresalen Leeds, Glasgow, Edimburgo, Manchester y, de manera especial, Birmingham.

Si los científicos del Seiscientos habían centrado su labor en resolver problemas tradicionales, en estudiar la Naturaleza con métodos experimentales y matemáticos, sus sucesores ampliaron la esfera de intereses, trataron de actuar sobre aquélla transformándola y de integrar a la ciencia en el mecanismo productivo, pese a que las relaciones con la técnica, hasta la revolución industrial de fin de siglo, hayan sido débiles.

En una palabra, ponen en marcha el proceso, culminado por la centuria siguiente, de convertir a la ciencia en característica indispensable del nuevo mundo industrializado que acaba de nacer.

El camino no iba a ser fácil y en un terreno más nos vamos a encontrar con los claroscuros del dieciocho.

La idea del período que nos ocupa como una época en que el pensamiento científico consigue terminar con todos los errores del pasado y obtiene una aceptación social generalizada es al menos tan inexacta como la que lo hace encarnar sólo el triunfo de lo racional y lo irreligioso.

Junto a una serie abundante de factores favorables a su desarrollo encontraremos otros que limitan su avance o difusión. Tal es el papel que juegan: el peso de la tradición cartesiana y la pervivencia de falsas creencias, de equivocadas teorías tradicionales.

La primera afecta sobre todo a Francia, dificultando la implantación de los principios newtonianos en astronomía, matemáticas y física.

En cuanto a las segundas, las hallamos fundamentalmente entre el pueblo que en su mayoría ignora la nueva ciencia y rechaza la moderna cosmología.

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Para él, los zodíacos siguen siendo la mejor explicación del carácter y la guía para el futuro; los almanaques, en los que pervive el geocentrismo de Ptolomeo, un excepcional aprendizaje sobre la salud de las personas y los animales, el cuidado de los cultivos y la previsión del tiempo, todo lo cual se cree aún bajo la influencia de fuerzas extraterrestres.

A nivel de práctica cotidiana puede decirse que todavía ningún avance científico, salvo quizá la inoculación, cuestionó las costumbres heredadas.

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A veces se va más allá de la mera creencia y se utiliza el método experimental para dar valor científico a tradiciones como la de que el color de la piel depende de las bilis. Su formulación teórica corresponde al italiano Bernardo Albinus (1.737), siendo el francés Pierre Barrère quien publica en 1.742 varios trabajos en los que la considera probada por sus experimentos.

"Le Journal des Savants" se encarga de difundirla, mientras que de ella surge la idea de que los negros son otra especie carente de los órganos humanos de tejidos, corazón y alma.

No pasaría mucho tiempo, 1.765, antes de que otro francés, Claude Le Cat, médico, demostrase lo contrario, pero sus planteamientos fueron ignorados frente a los reiteradamente citados de Barrère.

Esta utilización de los mismos métodos científicos para probar lo verdadero y lo erróneo no es otra cosa, en el fondo, que el reflejo de la época de transición que se vive.

Existe un armazón ideológico establecido para distinguir entre lo que es ciencia y lo que no, pero la imprecisión del proceso permitía varias aproximaciones a un mismo problema que alumbraban distintas soluciones.

Soluciones entre las que resulta difícil a veces distinguir las correctas de las que no lo eran dado el escaso rigor aún de la comprobación científica y la ausencia de facilidades experimentales.

Incluso la refutación de las tesis equivocadas resulta muy laboriosa al usar creadores y críticos hipótesis similares, experimentos parecidos.

De todos los campos científicos, la Medicina es el que se presenta más propicio a las equivocaciones por el desconocimiento que aún se tiene del cuerpo humano.

Cuanto llevamos dicho no es óbice para reconocer que la ciencia vive durante el siglo XVIII momentos importantes y que sus saberes inician un proceso de divulgación que les hará merecedores de patronazgo y atención crecientes.

Interesan a los gobernantes, aunque su apoyo se orientara más a unos temas que a otros y se centrara con preferencia en las capitales de los Estados.

Todos los reyes y sus colaboradores se preocuparon de proteger la actividad científica, llegando algunos a tener su propio planetario -Pedro I- o laboratorio -duque de Orleans-.

Tal actitud crea ejemplo, seguido por aristócratas, burgueses y escritores que se dotan, para estar a la moda, de colecciones, gabinetes y laboratorios donde realizar unos experimentos que si bien no pasan de ser puro diletantismo por la dificultad que la matemización aporta a la comprensión de la ciencia, son fiel reflejo del interés social por ella.

Más específico y de mayor nivel intelectual van a ser los impulsos recibidos desde las Academias de Ciencias y las Sociedades Científicas que se multiplican a lo largo del período. Todos los gobiernos europeos impulsan la creación de las mismas, siguiendo el modelo de su homónima francesa o de la Royal Society de Londres, cuyo prestigio era universal.

Junto a las academias de carácter general y ámbito nacional, surgirán otras en las ciudades más importantes o dedicadas a un ámbito concreto, las de Medicina. Incluso aparecerán algunas academias disidentes, como las inglesas de Warrington y Daventry.

Respecto a las sociedades científicas, su incremento más notorio corresponde a la segunda mitad de siglo, momento en el que también crece el número de personas con que cuentan.
Citaremos como ejemplo de ellas:

La Sociedad Lunar, de Birmingham, a la que pertenecen, entre otros, el fabricante de hierro Wilkinson, el alfarero Wedwood, Priestley y Watt; la Real Sociedad de Edimburgo (1.789); la Sociedad Filosófica Americana (1.743), de Franklin; la Sociedad Linneana (1.788), de Londres, que adquirió el herbolario, biblioteca y manuscritos de Linneo a su muerte, y la sociedad Literaria y Filosófica de Manchester (1.785).

Academias y sociedades tienen una de sus formas más señalada de colaborar al desarrollo científico en el mantenimiento de publicaciones periódicas que sirven para difundir los trabajos realizados por sus miembros.

Cuando los originales se multiplicaron y la aparición de este tipo de ediciones empezaba a demorarse, surgieron un gran número de revistas para acogerlos, iniciándose, al unísono, un movimiento de especialización en su temática.

De nuevo los años más fructíferos serán los de la segunda mitad de la centuria. Con anterioridad sólo existían cuatro grandes publicaciones: las de la Royal Society (Londres) y la Academia de Ciencias de París; las Nouvelles de la République des Lettres, de Bayle, y el Acta Eruditorum (Leipzig).

Para 1.800 eran 75, de las que casi dos tercios habían nacido a partir de los ochenta. Tres de ellas continúan apareciendo hoy: el Botanical Magazine (1.787), los Annales de Chimie (París, 1.789) y el Philosophical Magazine (Londres, 1.798).

Además de las publicaciones periódicas, el mercado del libro científico vive asimismo un momento expansivo reflejo de la conciencia pública de la ciencia existente. Ella favorece y es favorecida por la aparición de obras de divulgación que intentan expresar las complicadas ideas de las ciencias de la forma más sencilla.

El camino lo inician las Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos (1.686) donde Bernard Fontenelle trata de explicar el sistema copernicano. Durante el siglo XVIII este tipo de obras aumenta, llegando a aparecer algunas especialmente dedicadas a las mujeres y los niños:

"Il newtonianismo per le dame" (1.737), de Francesco Algarotti.

El trabajo más completo será el de Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon: Historia Natural (1.749-1.804).

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No podemos terminar esta brevísima síntesis de los factores que impulsan el desarrollo de la ciencia en el Setecientos sin mencionar: su recepción en ciertas universidades, sobre todo las escocesas; la creación de museos sobre aparatos científicos o de Historia Natural, y el perfeccionamiento de los instrumentos de análisis o experimentación.

A la mejora de su diseño y fabricación dedicaron gran esfuerzo los artesanos, quienes alcanzan gran calidad en sus trabajos y consiguen ser admitidos como miembros de las instituciones científicas oficiales.

Como dijimos al comienzo, las primeras décadas del siglo XVIII son momentos de ralentización del esfuerzo científico. Parecía como si la publicación de los Principia de Newton (1.687), hubiese agostado las mentes por un tiempo.

Sin embargo, existían razones socio-económicas para ello. Los comerciantes que habían subvencionado los avances hasta el momento prefieren ahora invertir en ámbitos más seguros; los manufactureros son aún débiles y no encuentran las ventajas de tales gastos.

Pese a todo, se mantiene una cierta actividad en Francia, bajo la protección de aristócratas y burgueses que ven en la ciencia otro medio para expresar su descontento. Inglaterra prosigue los cambios técnicos que permiten a Escocia el auge de su industria y el intelectual de sus universidades.

En el ecuador de la centuria, la figura y la obra de Benjamín Franklin (1.706/1.790) preludian ya una nueva etapa de aceleración en los progresos científicos.

Desde los años sesenta hasta el final el newtonianismo pasa de los ámbitos estrictamente científicos a los del pensamiento en general, gracias a las obras del inglés Pemberton y los franceses Voltaire y madame Châtelet.

Se establecen los cimientos de la nueva química, los estudios cuantitativos, el calor, la electricidad y el magnetismo; se producen grandes avances en geología y magnetismo, astronomía y mecánica.

El hombre consigue dominar la Naturaleza, sustituir la mano humana por la máquina y las antiguas fuentes de energía por una nueva, el vapor, que abre horizontes de progreso insospechados.

En suma, se pone en marcha otra revolución científica. El desarrollo concreto de los distintos saberes podemos agruparlos, siguiendo a Cepeda Adán, en torno a las tres grandes cuestiones que se plantean los hombres del dieciocho:
"Primero, qué es, cómo es y qué lugar ocupa el Planeta donde habita (en el espectáculo del Universo); segundo, qué fuerzas guarda en su seno... capaces de ser dominadas y utilizadas, y tercero, quiénes son y cómo se comportan los diversos seres que (lo) pueblan...".

-La Ciencia del XVIII
La evolución de la Física durante la centuria que nos ocupa la podemos caracterizar por dos hechos: los importantes avances realizados en dos terrenos tradicionales: electricidad y calor, y la aparición de un saber nuevo en su seno: la meteorología, ligado hasta ahora a la astronomía.

La investigación sobre el calor fue la primera en obtener resultados. Black (1.728-1.799) estableció esta ciencia sobre bases cuantitativas a comienzos de los sesenta y observó que, al contrario de lo que se pensaba, el termómetro no medía la cantidad de calor sino la intensidad e ideó un método para medir aquélla.

La observación del tiempo distinto que tardaban agua y mercurio en calentarse le llevó a formular la tesis de que las sustancias tienen distinta capacidad de calor, que no depende de su densidad.

Este término lo sustituyó en 1.780 por el de calor específico, establecido siempre por relación al agua. También descubrió el calor latente partiendo de los procesos de fusión y de vaporización.

En ambos casos la temperatura sube al finalizar o antes de comenzar el proceso, respectivamente, pero no durante él. Este descubrimiento fue trascendental para el perfeccionamiento de la máquina de vapor.

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También se intentó saber más sobre la naturaleza del calor, acerca de la cual había dos teorías: la que lo consideraba una forma de movimiento y la que lo creía una sustancia material.

Siguiendo la segunda, sir Benjamín Thompson (1.753-1.814) trató de pesarlo; sus medidas fueron las más exactas, pero al no encontrar cambio al modificar la temperatura del agua, concluyó que debía de ser "algo tan infinitamente raro..., que echa por tierra todos (los)... intentos de descubrir su gravedad".

Por consiguiente, el calor sería más bien alguna forma de movimiento.

Sabido que los termómetros medían la intensidad de calor, se buscaron métodos más exactos que el rudimentario aparato del mismo nombre creado por Galileo.

Los tres tipos de medidas que hoy conocemos aparecieron entonces de la mano de tres sabios de tres países distintos:

El alemán Fahrenheit (1.686-1.736), quien además de construir su escala sustituyó el alcohol de la columna por el mercurio, más estable y visible.

El sueco Celsius (1.701-1.744), que fija una escala distinta, centesimal, y participa en la expedición a Laponia.

Por último, el francés Rèamur (1.683-1.757), cuya escala es de 80 grados y cuyas aportaciones a las industrias del acero y la porcelana fueron, en realidad, más importantes.

Los trabajos sobre electricidad, por su parte, empezaron siendo no más que un divertimento para terminar conduciendo a la construcción de aparatos que la producían y permitían su control.

El británico Priestley (1.733-1.804) resumió sus principios y teorías, estudiando la luz lateral y sugiriendo que la ley de atracción eléctrica era una ley de cuadrado inverso.

Tal hipótesis fue probada por Coulom (1.736-1.806) que le da su nombre. Además, encuentra que la repulsión mecánica y la atracción magnética responden, también, a idéntica ley.

Uno de los experimentos que tendrá mayores consecuencias en el terreno de la electricidad es el del holandés Van Musschenbroeck (1.692-1761) en 1.745.

Con su botella de Leiden, vidrio delgado recubierto con una lámina de estaño de la que sale una varilla metálica que acaba en esfera, consigue por vez primera una descarga eléctrica y el experimento se convierte en moda.

Poco después, el padre Nollet (1.700-1.770) consigue electrificar a 180 soldados y 300 monjes asidos a una barra metálica.

Empero, la aplicación práctica más útil vino de América, donde Benjamín Franklin (1.706-1.790), en 1.752, consigue "arrancar el rayo al cielo", como se dijo en la época, con una cometa terminada en punta de hierro y unida al suelo por un cable.

El pararrayos se había inventado y el primero se colocó ocho años más tarde en el faro de Plymouth. Siguiendo en este terreno, el profesor de la universidad de Bolonia, Galvani (1.737-1.798), observó que si aplicaban descargas eléctricas a la pata de una rana aquélla sufría convulsiones siempre que estuviera conectada a tierra por un conducto eléctrico.

El hecho, considera, es susceptible de doble interpretación: bien puede deberse a la existencia de electricidad animal, bien ser un efecto del contacto entre dos metales distintos.

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Galvani se inclina por la primera explicación, siendo muy pronto contestado por su compatriota Volta (1.745-1.827) para quien la verdadera causa estaba en la segunda.

En 1.800, al construir su famosa pila demostró lo acertado de su idea. Se trataba de una serie de discos de cobre y zinc apilados de forma alternada y separados por rodetes con agua acidulada. Un hilo metálico, a través del cual pasaba la electricidad, unía el primer disco de cobre y el último de zinc.
Se había descubierto la corriente eléctrica y aunque el invento fue perfeccionado en el siglo siguiente, su principio básico permaneció inamovible.

En cuanto a la meteorología, se convirtió en uno de los primeros ejemplos de física aplicada. Luc (1.740-1.815) perfeccionó el barómetro y la determinación a través de él de las altitudes.

El padre Cotte (1.740-1.815), autor de un Tratado de Meteorología (1.774), observó los fenómenos atmosféricos, presentó teorías y publicó datos sobre períodos largos de tiempo.

Lo que más preocupaba era, cómo no, la medición exacta y la recogida de la mayor cantidad de datos posibles.

En este sentido es de destacar la labor de la Sociedad Meteorológica Palatina creada en 1.780 por el elector de Baviera.

Hasta los años noventa estuvo recogiendo las informaciones enviadas por 57 estaciones extendidas desde Siberia a Norteamérica.

Fuente:
http://www.artehistoria.com/frames.htm?http://www.artehistoria.com/historia/personajes/6471.htm
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"Lo más incomprensible del Universo, es que sea comprensible".
-Albert Einstein-

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