¿Qué es el tiempo? ¿Es la imagen móvil de la eternidad? ¿Es el número del movimiento según el antes y el después?

¿Es una extensión y cualidad única del alma? ¿Es algo verdadero, matemático y objetivo? ¿Es el resultado de las relaciones entre la materia?
¿Es la intuición a priori de la razón humana que hace posible el pensamiento? ¿Es la cuarta dimensión del espacio? ¿Por qué es tan complicado entender qué es el tiempo? ¿Cómo puede ser que algo tan familiar y corriente presente tantas dificultades para nuestro intelecto?

El enigma del tiempo representa uno de los quebraderos de cabeza por excelencia de todo filósofo y científico. Y no sin razón. Los incontables interrogantes aún sin resolver acerca del tiempo, de hecho, están profundamente vinculados con nuestra propia vida, con nuestro lugar en el universo, con nuestro libre albedrío y con los aspectos más fundamentales de nuestra propia existencia que nos afectan día a día, y como espero quede de manifiesto en los siguientes párrafos.

Las cosas cambian; es un hecho. Nacemos, envejecemos, morimos. Lo irreversible gobierna nuestras vidas. En el afán por comprender y describir este mundo cambiante, el hombre ha desarrollado la ciencia. Y sin embargo, hemos visto que la física nos dice cosas diametralmente distintas de nuestra percepción cotidiana del tiempo. Las ciencias físicas parecen no establecer una flecha del tiempo objetiva; las ecuaciones más fundamentales no distinguen entre el pasado y el futuro. La relatividad no nos dice nada acerca del ‘paso’ o el ‘fluir’ del tiempo; por el contrario, refleja que el tiempo no es sino parte del espacio, del espacio-tiempo estático, que se limita a estar ahí, sin más. De acuerdo con esto, nuestra extensión en el tiempo –vale decir, nuestra historia pasada y futura– está tan fija y determinada como lo está en el espacio.


Si la naturaleza del tiempo es como la describe la relatividad, simplemente no nacemos ni morimos: en algunos puntos del espacio-tiempo estamos vivos, en otros no, y eso es todo. Nuestra existencia se limita a ocupar estática y eternamente una porción del espacio-tiempo. ¿Cómo puede ser que la ciencia, la encargada de describir el mundo, nos diga semejantes absurdos? ¿Cómo se reconcilia la noción del mundo cambiante y temporal que nos muestra la experiencia con la idea de que todo está fijo e inmóvil en un espacio-tiempo de cuatro dimensiones?
No lo sabemos. Como si volviéramos a la antigua discusión entre Heráclito y Parménides, nuestro sentido común parece apoyar al primero, quien sostenía que todo fluye, nada permanece. Mientras tanto, la física relativista parece acreditar las ideas del segundo, quien argumentaba que el ser es inmóvil y eterno, y que el movimiento es una ilusión. A Karl Popper le gustaba llamar, por este motivo, a Einstein con el nombre de Parménides.

Una buena pregunta que podríamos formularnos en relación con esto sería: ¿hasta qué punto las matemáticas de la física representan la realidad del mundo?
La matemática es una ciencia creada a partir de la abstracción, a priori, de forma apartada de la experiencia. La física, por el contrario, es una ciencia empírica, que se vale de la experimentación. ¿Cómo es posible tan perfecta conjugación entre ciencias de tan distinta especie? Pareciera que, como creía Galileo, el libro de la Naturaleza fue escrito en el lenguaje matemático. Pero con el advenimiento de la mecánica cuántica, estas nociones sufrieron una sacudida tremenda. Como señaló Bohr, la física ya no debe intentar describir cómo es el mundo, sino qué podemos decir sobre él, a fin de obtener resultados medibles. A Einstein no le gustaba para nada esta idea, y la rechazó, quizá por considerarla incómoda, defendiendo, en cambio, la postura de Galileo.

De aquel modo de pensar de Bohr –y de algunos otros contemporáneos como Heisenberg– surgió la postura de que el concepto del espacio-tiempo es quizá un truco matemático para obtener resultados medibles, y que no necesariamente representa la realidad de la Naturaleza. En otras palabras, surgió la idea de que el tiempo, en efecto, fluye, aunque la física necesite ‘pararlo’ y combinarlo con el espacio para estudiar con mayor facilidad los sucesos físicos de nuestro universo. Si bien esta parece una solución elegante a un problema insondable, no resuelve el núcleo de la cuestión: ¿acaso el ‘flujo’ del tiempo rebasa las posibilidades de la descripción de la física? ¿Descubrirá algún día la ciencia qué es realmente el tiempo?

Nada podemos argumentar acerca de esto, así que será mejor que retomemos lo que veníamos diciendo antes. Además de hacer tambalear esos conceptos de la relatividad, hemos visto cómo la mecánica cuántica parece comprometer otras nociones fundamentales: ¿cómo se reconcilia el futuro estático y determinista de la relatividad con el futuro abierto a posibilidades indeterminables de la cuántica? ¿El futuro está escrito o no? De ser correcto el determinismo, los seres humanos resultaríamos no ser más que aparatos mecánicos, no muy diferentes que relojes de engranajes, cuyo pensamiento, conciencia y voluntad serían simplemente ilusiones aparentes, como si nos engañáramos a nosotros mismos.

Descartes consideraba que si ponemos completamente todo en duda (lo que nos muestran los sentidos sobre el mundo, nuestras creencias, etc.), lo único que podemos afirmar con certeza absoluta es el hecho de que estamos dudando, y por lo tanto, pensando y ejerciendo conciencia. Pero si el determinismo finalmente es cierto, deberíamos dudar de nuestra propia conciencia, dudar de nuestra propia duda, y caer así en un círculo que no conduce a ninguna parte. Ya no habría ningún principio irrefutable a partir del cual apoyarnos. Si nuestra conciencia fuese ilusoria, ¿habría algo de lo que podamos estar completamente seguros?

En cambio, si el indeterminismo es cierto (en el sentido de que es algo propio del universo y no de nuestra incapacidad de predecir los sucesos futuros con certeza arbitraria), el panorama sigue siendo turbio.


El indeterminismo del que nos habla la cuántica no implica necesariamente el libre albedrío.
Alguien podría llegar a pensar que las partículas que conforman nuestro cerebro se comportan de manera aleatoria e impredecible, dando lugar a la “libertad de conciencia”.  La mayoría de los procesos cerebrales son prácticamente macroscópicos en comparación con las partículas subatómicas en donde se da la indeterminación cuántica. Si arrojamos una roca al río, este seguirá su curso indiferentemente. Sin embargo, alguien podría interrumpir aquí y argumentar que, por el efecto mariposa, una minúscula perturbación puede producir un efecto mayor, y así sucesivamente hasta alcanzar una consecuencia considerable, que tenga incidencia en nuestro pensamiento, tal como el aleteo de una mariposa en Brasilia puede desencadenar un tornado en Lisboa.
Efectivamente, es posible, pero esto resultaría ser un fenómeno muy poco probable y, por tanto, insuficiente para justificar la libertad de la conciencia.

Asumamos, sin embargo, que nuestro cerebro fluctúa aleatoriamente: ¿cómo se supone que podríamos ‘controlar’ esas aleatoriedades, a fin de tener la voluntad de pensamiento? Con un cerebro fluctuante, ¿el pensamiento de la persona acaso no estaría más bien a merced de los caprichos cuánticos? Lo cierto es que en la actualidad comprendemos muy poco acerca del funcionamiento cerebral. De hecho, conocemos mucho más sobre nuestro Sol (que está a 150 millones de km de distancia) que sobre nuestro propio cerebro.

Es interesante señalar que el hecho de que el futuro esté indeterminado no implica que no exista como tal; o dicho más específicamente, que el hecho de que los sucesos futuros estén indeterminados quizá no significa que no forman parte del espacio-tiempo, sino que al menos no pueden deducirse a partir de los sucesos presentes. De ser así, el universo sería determinista pero no determinable, pues la cadena de la causalidad estaría entrecortada: los efectos no se derivarían de sus causas. Pero claro, si no son determinables, por definición escapan de los límites de la ciencia, y en ese caso, muchos alegarían que no tiene sentido hablar sobre su existencia o no (nos referimos a los sucesos futuros).

Lo que quiero poner en relieve es que el problema del determinismo e indeterminismo nos muestra cuán vinculada está la cuestión del tiempo con los aspectos fundamentales de nuestra propia vida, como el libre albedrío, la voluntad, la vida y la muerte, por mencionar algunos. En este ámbito, quizá cuesta trazar la línea que divide a la física de la filosofía. Como ha quedado de manifiesto, estas dos ramas del conocimiento guardan un profundo vínculo, y probablemente ninguna sería fructuosa sin la otra. Es importante, sin embargo, tener en cuenta que filosofía no significa metafísica. La filosofía no es la encargada de continuar el camino, cuando la física ya no puede hacerlo; de eso trata la metafísica. La filosofía, en su sentido más puro, es más bien una compañera imprescindible de la física –y claro está, de la ciencia en general–, una compañera que no va adelante ni atrás, sino junto con ella, y que la ayuda a no desfallecer, a lo largo del escalonado trayecto que debe recorrer.

Antes de Galileo y sus contemporáneos, se entendía que la reflexión pura era un medio suficiente para comprender el mundo. Los antiguos consideraban que hallando el más alto grado de pensamiento, sería posible entender el funcionamiento del cosmos en sus más íntimos detalles.

Sin embargo, en ausencia de una ciencia experimental, empírica, el desarrollo de la filosofía de la Naturaleza se vio entorpecido: no contaba con aquella compañera fundamental que es la física. ¿Quiere decir esto que las reflexiones de los antiguos son vanas? De ninguna manera. Es impresionante cuánta convergencia existe entre la filosofía antigua y la física moderna. Como mencionamos más arriba, el debate entre Heráclito y Parménides hoy continúa vivo y refulgente, por poner un ejemplo.
Pero, a fin de cuentas, resulta curioso e inquietante el hecho de que las ciencias físicas no puedan dar una respuesta clara y concisa al enigma del tiempo.
Estamos hablando de un concepto que oscila entre la física y la filosofía, o que abarca ambas a la vez.

Desde Galileo hasta hoy, en tan solo cuatro siglos, los seres humanos hemos adquirido una cantidad de conocimientos sobre el funcionamiento del universo muchísimo mayor a la acumulada durante el resto de la existencia del hombre. Hoy comprendemos cosas que hasta hace algunos pocos años parecerían totalmente fantásticas, como la formación y el comportamiento de los planetas, las estrellas y las galaxias. Todo ello, conseguido sin siquiera salir de nuestro planeta, gracias a nuestra capacidad intelectual. Quizá, después de todo, los antiguos tenían razón al considerar que la herramienta última que el ser humano dispone para comprender el mundo es su pensamiento.

Pero, como decía Albert Einstein, comparada con la realidad, nuestra ciencia está en pañales. De hecho, es eso justamente lo que nos mueve: el saber que todavía nos queda mucho por descubrir. Y el concepto del tiempo ilustra esta situación claramente. Allá por el siglo XVII, Descartes decía: "Nunca, por ejemplo, llegaremos a ser matemáticos por mucho que nuestra memoria esté en posesión de todas las demostraciones hechas por otros, si nuestro espíritu no es capaz de resolver toda clase de problemas; no llegaremos a ser filósofos por mucho que hayamos leído todos los razonamientos de Platón y Aristóteles, sin ser capaces de formular un juicio sólido sobre lo que se nos propone."

De tal manera, invito al lector a sacar sus propias conclusiones y reflexionar sobre estas cuestiones.
Y para concluir, unas palabras que son dignas de relectura indefinida:

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos.
Nuestro destino no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro.
El tiempo es la sustancia de que estoy hecho.
El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río;
es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;
es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.
El mundo, desgraciadamente, es real;
yo, desgraciadamente, soy Borges.
— Jorge Luis Borges.
“Nueva refutación del tiempo”.


FUENTE:

http://eltamiz.com/elcedazo/2009/09/22

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