“Como le pasó a aquel grajo que se creyó más listo que los demás. No le gustaba su aspecto, y un día se encontró por casualidad unas plumas preciosas que se le habían caído de la cola a un pavo de esa cola que al abrirse parece un estallido de color

Ni corto ni perezoso las cogió y se adornó con ellas, pensando que de esa manera sería distinto…”. En la época de Augusto, vivió en Roma un esclavo tracio que se había formado en Grecia y que había conocido muy de cerca las fábulas o apólogos del griego Esopo. Este esclavo se llamaba C. Julio Fedro, fue liberto del emperador Augusto, y, aunque no sabemos cuánto tiempo vivió, nos lo encontramos al principio del gobierno de Nerón.

Su género literario fue la fábula, un género con el cual se podía expresar la sátira, la crítica social, incluso criticar a personas concretas, casi con total impunidad. La característica principal de la fábula es su intención moral, su moraleja. Por medio de ejemplos, en los que la mayoría de las veces los protagonistas son animales, ofrece una meditación moral, aplicable siempre a alguna de las actitudes poco recomendables de los hombres. Los animales que son protagonistas de las fábulas son de todo tipo, pero si tuviéramos que decir el que más abunda, diríamos que es el zorro o la zorra. De siempre se ha tenido al zorro como un animal muy astuto. Sus respuestas son acertadas, y esa astucia con que los hombres hemos adornado a este animal le sirve a Fedro para darnos sus lecciones morales.

Contra las apariencias nos cuenta lo que le pasó a una zorra cuando un día se encontró con una máscara de las que se usaban para el teatro. No pudo mantener una conversación coherente con ella, y al final se marchó diciendo entre dientes: “Muy bonito es tu aspecto, eres muy guapa, pero no tienes seso, y no se puede hablar contigo”. Como siempre, al final nos aplica el cuento. Además de las apariencias es necesario tener buen sentido, porque sólo con el aspecto exterior no se va a ninguna parte, enseguida se desenmascara al que por fuera es aparente pero vacío de contenido.

También una zorra es la protagonista de este otro ejemplo. Aquí engaña a un cuervo, alabándole sus cualidades externas. Un cuervo había robado un queso que se estaba oreando en una ventana y se lo había llevado a lo alto de un árbol para comérselo tranquilo. Un zorro que lo vio, se dijo: “Ese queso ha de ser mío”. Se acercó al árbol y comenzó, muy zalamero a saludar al cuervo, a la vez que le alababa su aspecto: “¡Oh, cuervo, qué galanura tienes, qué brillo en tus plumas! No he visto un ave con mejor presencia que tú. ¡Qué rostro, qué porte, qué belleza!”

Esto no fue más que el principio, porque lo que él quería era el queso. Por eso siguió: “Sólo falta que tengas un canto armonioso. Si esto ocurriera no habría pájaro capaz de superarte en nada”. El cuervo cayó en la trampa. Convencido por el adulador zorro, quiso demostrar que su voz era tan fina y delicada como le había hecho creer el zorro. Todos sabemos que el graznido de un cuervo es un sonido muy desagradable, pero en aquel momento el cuervo creyó a su adulador. Así que al intentar cantar abrió su negro pico y dejó caer el queso que cayó a los pies del zorro. Este, después de tener el queso en su poder, se burló del cuervo de este modo: “¿No te has dado cuenta de mis intenciones? Ahora, que te has quedado sin queso, puedes entretenerte y alimentarte con mis adulaciones. ¡Qué! ¿Están ricas?”

El cuervo, mientras tanto, estaba avergonzado, porque había visto que el ingenio vale más que cualquier otra cualidad para salir adelante en la vida. También puso en solfa a los que no están contentos con lo que tienen y quieren parecerse a otros que, en su opinión, tienen mejores cualidades, llegando, incluso a despreciar a sus propios compañeros y renegar de ellos. Resulta que, cuando las aguas vuelven a su cauce, estos se encuentran rechazados por unos y por otros.

Como le pasó a aquel grajo que se creyó más listo que los demás. No le gustaba su aspecto, y un día se encontró por casualidad unas plumas preciosas que se le habían caído de su cola a un pavo real, esa cola que abre y que parece un estallido de color. Ni corto ni perezoso las cogió y se adornó con ellas, pensando que de esa manera sería distinto. Podemos imaginar la facha que tendría, con su plumaje negro brillante y con unas cuantas plumas largas de colores en la cola. Él se sentía disfrazado de aquella manera, y pensaba que los demás no se iban a dar cuenta. Todo decidido se unió al grupo de los pavos. Éstos no estaban dispuestos a permitir tal atrevimiento, y a picotazos le echaron de allí. El grajo, cabizbajo, volvió a donde estaban los suyos, a los que antes había despreciado, y ahora no tenía más remedio que considerar como propios. Allí tampoco le quisieron y le expulsaron. Uno, más sensato que los demás o que fue más compasivo con el desliz que había tenido su conciudadano le hizo pensar con estas palabras. “Si hubieras estado contento con nosotros y hubieras querido disfrutar de aquello que te dio la naturaleza, ahora no te verías en este estado tan lamentable, ni te sentirías rechazado por todos, amigos y enemigos”.

Algo parecido le pasó a una rana que tenía su nido en la orilla de un gran prado. A ese prado solía ir a pacer un buey de un buen tamaño. La rana se pasaba mucho tiempo como fuera de sí, admirando el tamaño de ese buey, que visto desde su pequeñez parecía todavía más grande, enorme. Se obsesionó con el tamaño del buey, hasta tal punto que quiso ser como él. Empezó a comer y a comer, de forma que se fue hinchando. Cuando creyó que ya era lo bastante grande preguntó a sus hijos: “¿Quién creéis que es más grande, el buey o yo?” Ellos respondieron que, naturalmente, el buey era más grande que su madre. Todavía siguió comiendo y comiendo, hinchando cada vez más su piel, y volvió a preguntar a sus hijos. Lógicamente, la respuesta fue la misma: “Todavía es más grande el buey”. Se llenó de indignación, al ver que todavía no había conseguido su objetivo, y se dedicó a ello con más empeño. Tanto comió, y tanto se hinchó que reventó, y quedó en el prado con todo su cuerpo destrozado. Eso les pasa a los que quieren imitar a los poderosos sin contar con sus propias fuerzas y sus limitaciones. Porque no es la apariencia lo importante, ya que la belleza es algo pasajero, mientras que la bondad, que dura siempre, es la auténtica belleza.

Un padre tenía un hijo muy guapo, mientras que su hermana era de una fealdad extrema. Un día, mientras jugaban, los dos hermanos se miraron en un espejo que tenía su madre en el tocador. La reacción de cada uno fue diferente. Mientras el chico no cesaba de alabar su hermosura, la chica se enfadó muchísimo porque se dio cuenta de lo fea que era. Su hermano se burlaba de ella, pero cuanto más el otro se reía, ella se enfadaba más y se veía ofendida y agraviada. La pobre muchacha acude corriendo a su padre para decirle que se sentía herida en su vanidad por su hermano, y que tenía mucha envidia de su hermosura. Ella pensaba que tenía que haber sido al revés, que la guapa debía haber sido ella, que en los hombres no tiene tanta importancia la belleza. El padre los recibió con todo su cariño, porque vio el problema que tenía su hija. Los abrazó a los dos, y los consoló con unas palabras, que tuvieron que sonar a la chica como música celestial: “A partir de ahora quiero que los dos utilicéis cada día el espejo”. Se volvió al hijo: “Tú, para que te des cuenta de que eres hermoso y no estropees tu belleza con malas acciones”. A continuación se dirigió a su hija: “Tú, para que sepas corregir tu aspecto con tus buenas acciones”.

En muchas ocasiones no sabemos que lo que nosotros tenemos por menos valioso puede ser tan importante hasta el punto de salvarnos la vida, y que lo que creemos importante, va a ser nuestra perdición. Como le pasó a aquel ciervo que estaba bebiendo agua en un manantial. Su imagen se reflejó en el agua y se quedó prendado de la belleza de su cornamenta, que, con sus múltiples ramificaciones, adornaba su cabeza. Al mismo tiempo vio también sus patas, delgadas, huesudas, y, a su parecer, feas. Descuidado estaba en estas reflexiones, cuando le despertó de ellas un ruido que se acercaba y que cada vez se parecía más al ladrido de los perros de una partida de caza. Se asustó y salió huyendo. Los ciervos corren mucho y dan la impresión de que corren saltando como que vuelan. De esa manera se escapó de los perros, que no pudieron alcanzarle. Eso le pasó mientras corría por campo abierto. En seguida entró en una zona con bosque y matorral. Allí sus cuernos empezaron a enredarse con la maleza. No pudo avanzar y los perros le alcanzaron. Todos se abalanzaron sobre el pobre ciervo, y, a mordiscos, lo mataron. Mientras exhalaba el último suspiro, tuvo tiempo de hacerse estas reflexiones. “¡Estúpido de mí! Yo que despreciaba mis patas porque eran delgadas y feas, y gracias a ellas he podido escaparme de los perros. ¡Cómo he sido tan estúpido de no darme cuenta de que lo que yo veía hermoso iba a ser mi perdición!”

La superioridad de la fuerza es también muy criticada por Fedro. Se conoce que él se caracterizaba más por la astucia, y la imaginación que por la fuerza. Advierte contra los que utilizan la fuerza con malas artes para conseguir su objetivo y oprimen a lo más débiles. En el ejemplo que vamos a contar a continuación, los protagonistas son un lobo y un cordero. Sabido es que los lobos tienen en los corderos, desde siempre, sobre todo en la literatura popular, su bocado más exquisito. Pues bien: Un lobo y un cordero tenían sed y habían los dos bajado a beber al mismo río. El lobo estaba aguas arriba y el cordero bastante más abajo. El lobo no sabía cómo tener un motivo para comerse al cordero, y empezó a pensar. - “¡Oye, cordero! ¿Por qué me estás enturbiando el agua? ¿No ves que de esa forma no puedo beber y me sentará mal? El cordero, temeroso, le respondió con palabras entrecortadas: - “¿Cómo puedo yo hacer eso? Te quejas sin motivo. El agua no va de mí hacia ti, sino al revés”.

Efectivamente, era verdad, y por eso el lobo quedó de momento sin saber qué decir. Pero la presa era demasiado apetitosa para dejarla escapar. - ¡Oye, cordero! ¿Tú fuiste el que hace seis meses ibas diciendo toda clase de mentiras y maldiciones contra mí? Pues, prepárate ahora, porque me la vas a pagar. - “Pero, si yo no había nacido hace seis meses. No pude ser yo”. - “Entonces sería tu padre, ¡por Hércules!” Ya había encontrado un motivo para comerse al cordero, se abalanzó sobre él y se lo comió. Y termina diciendo Fedro: “Esta fábula ha sido escrita para todos aquellos hombres que oprimen a los inocentes con causas falsas”.

Parece que no han pasado los años para este tipo de cuestiones. El hombre será siempre igual. Ya lo dice el aforismo latino: “Nihil novum sub sole”: Que no hay nada nuevo bajo el sol. Vuelve a la carga con otro ejemplo. En este previene contra lo que le puede pasar a una persona cuando está en tratos con otra que es más poderosa que él. Hubo en cierta ocasión una extraña sociedad de caza. Los socios eran, nada menos, un león, una vaca, una cabra y una oveja. Ya sabemos que las ovejas aguantan lo que les echen, aunque sea injusto. Este grupo de cazadores había cobrado pieza: un ciervo de gran tamaño. Como buenos socios hicieron cuatro partes iguales. En este momento, tomó la palabra el león y dijo: “Mi nombre es León, por lo tanto yo soy el primero en elegir, y elijo la primera parte. También voy a tener la segunda, porque vosotros sois tan buenos que me la vais a conceder. A ver quién se atreve a medirse con mis fuerzas. Yo soy el más fuerte, y también me quedo con la tercera. Y, si alguno de vosotros toca la cuarta parte, le advierto, lo pasará mal”.

Añade Fedro: “Así se quedó con toda la presa, pero debido a su maldad y a la razón de la fuerza”. Por eso, huye de una sociedad tan desigual, en que uno sea muy poderoso y los demás no. Por desgracia, los hombres no nos damos cuenta de cómo somos, de nuestros defectos, mientras que de los demás vemos todo con una rapidez pasmosa. Es aquello del Evangelio, que somos capaces de ver y criticar la paja en el ojo ajeno, pero no vemos la viga que tenemos en el propio. Esto lo dijo Fedro con una fábula sobre los vicios de los hombres, indicando que el amor propio es ciego para sus propios defectos, pero no para los de los demás. Júpiter, al distribuir los defectos y virtudes los colocó en dos alforjas que entregó a todos los hombres. Estas alforjas las colocó de manera que delante de los ojos estuviera la que tenía los vicios de los demás, mientras que la que tenía los vicios propios la colocó a la espalda.

Dice Fedro que de esta manera nosotros no podemos ver nuestros propios defectos, pero si los demás meten la pata, como lo tenemos delante de los ojos, en seguida se lo reprochamos y se lo echamos en cara. Porque para nuestros defectos y limitaciones tenemos siempre una excusa. ¿Quién no ha oído o incluso dicho alguna vez eso de que “no están maduras”? Así hacen los que no pueden conseguir lo que se proponen, que dicen que no les interesa, que no está suficientemente preparado para cogerlo. Estos no son sino unos pocos ejemplos de los temas y críticas que hacía Fedro, con un género literario original, que nadie en Roma había utilizado antes que él. A veces cogía una frase de otro autor, y de ello hacía un comentario en forma de fábula.

En esta ocasión la frase era del gran poeta Horacio. Es uno de los tópicos horacianos. Bien es sabido que Horacio es el autor de muchos pensamientos que luego se han convertido en tópicos que han tenido fortuna en la literatura y la filosofía posterior. La frase es “Parturient montes, nascetur ridiculus mus”. Es decir: “Los montes se han puesto de parto, y han parido un ratoncillo”. Se refiere a las personas que prometen el oro y el moro, ya sea con sus prólogos, los escritores, o con sus preparativos. Cuando llega la realidad no es más que una ridiculez.

Eso es lo que quiso expresar Fedro, con esta fábula: “Un monte estaba pariendo, lanzando unos enormes gemidos, y en la Tierra había una enorme expectación. Pero el monte parió un ratón. Esto ha sido escrito para ti, que, aunque amenazas con grandes males, no haces nada”. En el siglo XVIII tuvo muchos imitadores. Era el momento de moralizar a la sociedad, y por eso La Fontaine en Francia, y Samaniego (en la imagen) e Iriarte en España escribieron a imitación de Fedro muchas fábulas, con su moraleja. Algunas tenían el mismo argumento, los mismos protagonistas y la misma moraleja.

Fuente: http://users.servicios.retecal.es * * * * *

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