Esforcémonos en desarrollar la generosidad y seamos generosos no solo en las pequeñas cosas de la vida, sino en nuestros pensamientos.  

Esforcémonos en tener buenos pensamientos para cada uno, estando siempre dispuestos a olvidar un defecto aparente de cualquiera, a creer que tiene otras cualidades que contrapesan su imperfección, adoptando una actitud mental largamente generosa con respecto a la Humanidad y a la vida.

Y nos daremos cuenta de que las pequeñas envidias y rencores de la vida cotidiana serán reemplazadas por pensamientos generosos y optimistas.

Nuestra nueva actitud tendrá como efecto, por así decir, poner el mundo a nuestros pies. (Herbert A. Parkin)

La multa
Cuenta una leyenda de la región del Punjab que un ladrón entró en una hacienda y robó doscientas cebollas.

Antes de que pudiera huir, el dueño del lugar lo capturó y lo llevó ante el juez.

El magistrado pronunció la sentencia: pagar diez monedas de oro.

Pero el hombre alegó que era una multa demasiado alta y el juez, entonces, resolvió ofrecerle otras dos alternativas: recibir veinte latigazos o comerse las doscientas cebollas.

El ladrón eligió comerse las doscientas cebollas.

Pero cuando llegó a la vigésimo quinta, sus ojos estaban hinchados de tanto llorar y el estómago le quemaba como el fuego del infierno.

Como aún le faltaban 175 y se dio cuenta de que no aguantaría el castigo, pidió recibir los veinte latigazos.

¡El juez aceptó!

Cuando el látigo golpeó su espalda por décima vez, él imploró que parasen de castigarlo, porque no soportaba el dolor.

La súplica fue obedecida, pero el ladrón tuvo que pagar las diez monedas de oro.

–Si hubieras aceptado la multa, te habrías evitado comer las cebollas y no habrías sufrido con el látigo –le dijo el juez–, pero preferiste el camino más difícil sin entender que, cuando se hace algo mal, es mejor pagar enseguida y olvidar el asunto.

El tomador de luz
Cierto derviche llamado Noorgir –el Tomador de Luz– tenía una vasija de barro que absorbía luz durante el día, incluso la de una vela, y la proyectaba cuando y donde quería.

Un erudito le preguntó:
–Nosotros no negamos las notables características de tu vasija, pero ponemos en duda tu capacidad de ver en el corazón de los hombres.

Si es verdad que puedes percibir el carácter de la gente, ¿cómo es que alguien te acaba de vender un melón que no tiene sabor?

Noorgir dijo:
–¿Quieres venir conmigo y hacer un experimento?

El erudito rehusó, y esparció el rumor de que Nourgir era un charlatán.

Pero, después de muchos meses de esta difamación, ambos se encontraron en la corte del rey de la época, y el rey mostró interés en la disputa.

El rey dijo:
–Ha llegado a mis oídos que este erudito ha desafiado al derviche, pero que no permite que el derviche demuestre sus capacidades.

Tal actitud es una amenaza para el buen orden y la tranquilidad general de los hombres.

El erudito será condenado como un chacal, y confirmado esto por mí, a menos que acceda a cesar de hablar de hechos y permita ser expuesto a realidades.

El derviche y el erudito dijeron:

–Escuchamos y obedecemos.

El derviche llevó al erudito a la cima de la montaña y le hizo permanecer con él durante tres días, escuchando enseñanzas derviches.

Luego, lo bajó a un desfiladero en las montañas, donde una muchedumbre de espectadores, encabezados por el rey, estaban esperando.

Mientras se aproximaban, el derviche dijo:

–Observa, rey y sabio. Colocaré mi mano en el hombro de este erudito, prestándole algo de mi percepción.

Cuando cada persona se acerque a esa curva a lo lejos, él se volverá consciente de sus pensamientos internos.

Persona tras persona pasaban por el lugar indicado y el rostro del erudito se volvía cada vez más demacrado mientras exclamaba:

–¡Ese hombre es aborrecible, aagh! o –¡No hagas lo que intentas hacer, oh hombre, porque te conducirá a tu destrucción!

Sus palabras eran tan confusas que la gente pensó que se había vuelto loco.

Su cara se surcó como si tuviese una edad muy avanzada y su barba se volvió blanca, cuando antes había sido negra.

Después de una hora, más o menos, el erudito se liberó de la mano del derviche, y se arrojó a los pies del rey. Dijo:

–Majestad, no puedo soportar este conocimiento un segundo más. He visto a gentes que parecen santos, y he percibido que eran farsantes.

Y peor aún, he visto a gentes que pensaba que eran buenos, y su maldad consistía en pensar que estaban en buen sendero.

He visto y sentido cosas que no se debería esperar que ningún hombre experimentase.

El rey dijo:
–¿Qué sabiduría has ganado de este acontecimiento?

El erudito respondió:
–Ahora comprendo que si alguien permaneciese perceptivo constantemente a la verdadera condición del hombre, se volvería loco.

El derviche le dijo:
–Ahora sabes que la ciencia derviche incluye el conocimiento de cuándo estar despierto y cuándo permanecer dormido.

Mis siete yoes
En la hora más tranquila de la noche, cuando estaba ya medio dormido, mis siete "yoes" se sentaron a conversar en voz baja.

Primer yo:
–Aquí, en este loco, he vivido todos estos años sin tener otra cosa que hacer sino renovar su dolor durante el día y recrear su tristeza por la noche.

No puedo soportar más tiempo mi destino y me rebelaré.

Segundo yo:
–Tu suerte es mejor que la mía, hermano, porque a mí se me asignó ser el yo alegre de este loco.

Yo río su risa y canto sus horas felices, y con pies tres veces alados danzo sus más luminosos pensamientos.

Soy yo quien debe rebelarse contra una existencia tan fatigosa.

Tercer yo:
–¿Y qué tendría que decir yo, entonces, yo amoroso, encargado de la antorcha ardiente de pasiones salvajes y fantásticos deseos?

Soy yo, el yo enfermo de amor, quien se rebela contra este loco.

Cuarto yo:
–Entre todos vosotros, yo soy el más desdichado, porque nada me fue dado sino el abominable odio y el destructivo rencor.

Soy yo, el yo tempestuoso, el único nacido en las negras cavernas del infierno, quien debería protestar de tener que seguir al servicio de un loco.

Quinto yo:
–¡No, soy yo, el yo pensante, el yo imaginario, el yo hambriento y sediento, el único condenado a vagar sin descanso en busca de cosas desconocidas y de cosas todavía no creadas.

Soy yo y no vosotros el que debe rebelarse!

Sexto yo:
–¿Y yo? Soy el yo trabajador, el insignificante obrero que, con sus manos pacientes y sus ojos anhelantes, transforma los días en imágenes y da a los elementos amorfos formas nuevas y eternas.

Soy yo, el solitario, quien debe rebelarse contra este inquieto loco.

Séptimo yo:
–Qué extraño es que todos queráis rebelaros contra este hombre por tener cada uno de vosotros un destino determinado que cumplir.

¡Ah, ojalá fuera yo como uno de vosotros y tuviera también un yo con un determinado destino!

Pero no tengo ninguno, soy el yo sin ocupación, el que se sienta en silencio, vacío de tiempo y espacio, mientras vosotros estáis ocupados recreando la vida.

¿Sois vosotros o yo, compañeros, quien debe rebelarse?

Cuando el séptimo yo hubo hablado, los otros seis lo miraron apenados, pero no dijeron nada.

Y cuando la noche se hizo más profunda, uno tras otro se fueron a dormir arropados en una nueva y satisfecha sumisión.

Pero el séptimo yo permaneció despierto, mirando la nada que está detrás de todas las cosas.

Los mil espejos
Tú... ¿con qué cara te levantas?

No eres responsable de la cara que tienes, eres responsable de la cara que pones...

Se dice que hace tiempo, en un pequeño y lejano pueblo, había una casa abandonada.

Cierto día, un perrito, buscando refugio del sol, logró meterse por un agujero de una de las puertas de dicha casa.

El perrito subió lentamente las viejas escaleras de madera.

Al terminar de subir las escaleras se topó con una puerta entreabierta; lentamente, se adentró en el cuarto.

Para su sorpresa, se dio cuenta de que dentro de ese cuarto había mil perritos más observándolo tan fijamente como él los observaba a ellos.

El perrito comenzó a mover la cola y a levantar sus orejas poco a poco. Los mil perritos hicieron lo mismo.

Posteriormente, sonrió y le ladró alegremente a uno de ellos. El perrito se quedó sorprendido al ver que los mil perritos también sonreían y ladraban alegremente con él.

Cuando el perrito salió del cuarto, se quedó pensando para sí mismo:

–¡Qué lugar tan agradable, voy a venir más a menudo a visitarlo!

Tiempo después, otro perrito callejero entró al mismo sitio y se encontró entrando al mismo cuarto.

Pero, a diferencia del primero, este perrito, al ver a los otros mil perritos del cuarto, se sintió amenazado, ya que lo estaban mirando de una manera agresiva.

Después empezó a gruñir; vio cómo los mil perritos le gruñían a él. Comenzó a ladrarles ferozmente, y los otros mil perritos le ladraron también.

Cuando este perrito salió del cuarto pensó:

–¡Qué lugar tan horrible es este, nunca más volveré a entrar allí!

Al frente de dicha casa se encontraba un viejo letrero que decía:

“¡La casa de los mil espejos!”.

Todos los rostros del mundo son espejos...

Decide qué rostro llevarás por dentro y ese será el que mostrarás. El reflejo de tus gestos y acciones es lo que proyectas ante los demás.

Las cosas más bellas del mundo no se ven ni se tocan, solo se sienten con el corazón.

¡Nadie se lo dijo...!
Había una vez dos niños que patinaban sobre una laguna helada.

Era una tarde nublada y fría, pero los niños jugaban sin preocupación.

De pronto, el hielo se quebró y uno de los niños cayó al agua, quedando atrapado.

El otro niño, viendo que su amigo se ahogaba bajo el hielo, tomó una piedra y empezó a golpear con todas sus fuerzas hasta que logró romper la helada capa, agarró a su amigo y, con mucho esfuerzo, logró sacarlo de las gélidas aguas salvándolo.

Cuando llegaron los bomberos y vieron lo que había sucedido, se preguntaban cómo lo hizo, pues el hielo era grueso, muy grueso.

–¡Es imposible que lo haya podido romper con esa piedra y con sus manos tan pequeñas! –afirmaban.

En ese instante, apareció un anciano y les dijo a los presentes:

–¡Yo sé cómo lo hizo!

–¿Cómo? –preguntaron todos.

El anciano respondió:

–¡No había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo!

La caravana de la libertad
Una larga caravana de camellos avanzaba por el desierto hasta que llegó a un oasis y los hombres decidieron pasar allí la noche.

Conductores y camellos estaban cansados y con ganas de dormir, pero cuando llegó el momento de atar a los animales, se dieron cuenta de que faltaba un poste.

Todos los camellos estaban debidamente estacados, excepto uno.

Nadie quería pasar la noche en vela vigilando al animal pero, a la vez, tampoco querían perder el camello.

Después de mucho pensar, uno de los hombres tuvo una buena idea.

Fue hasta el camello, cogió las riendas y realizó todos los movimientos como si atara el animal a un poste imaginario.

Después, el camello se sentó, convencido de que estaba fuertemente sujeto, y todos se fueron a descansar.

A la mañana siguiente, desataron a los camellos y los prepararon para continuar el viaje.

Había uno, sin embargo, que no quería ponerse en pie.

Los conductores tiraron de él, pero el animal no quería moverse.

Finalmente, uno de los hombres entendió el porqué de la obstinación del camello.

Se puso de pie delante del poste de amarre imaginario y realizó todos los movimientos con que normalmente desataba la cuerda para soltar al animal.

Inmediatamente después, el camello se puso en pie sin la menor vacilación, creyendo que estaba libre.

Aunque el camello había estado libre todo el tiempo, se había convencido de que estaba atado.

Lo mismo ocurre con la mente humana; también es potencialmente libre, pero mucha gente se deja convencer de que está atada por sus problemas mentales y las aparentemente opresivas responsabilidades.

Tú eres realmente libre, igual que el camello sin atar, a pesar de que los condicionamientos y los prejuicios te hacen creer que estás firmemente sujeto.

Te comparas con los demás, al igual que lo hacía el camello y automáticamente crees que estás limitado.

Debemos entender que somos realmente libres.

Todo lo que tenemos que hacer es desatarnos, dejar ir los problemas mentales, el poste imaginario de nuestro cautiverio.

¡Todo lo que debemos hacer es cambiar de actitud, de pensamientos!

El miedo
Un sultán decidió hacer un viaje en barco con algunos de sus mejores cortesanos.

Se embarcaron en el puerto de Dubai y zarparon en dirección al mar abierto.

Entretanto, en cuanto el navío se alejó de tierra, uno de los súbditos, que jamás había visto el mar y había pasado la mayor parte de su vida en las montañas, comenzó a tener un ataque de pánico.

Sentado en la bodega de la nave, lloraba, gritaba y se negaba a comer o a dormir.

Todos procuraban calmarlo, diciéndole que el viaje no era tan peligroso, pero, aunque las palabras llegasen a sus oídos, no llegaban a su corazón.

El sultán no sabía qué hacer, y el hermoso viaje por aguas tranquilas y cielo azul se transformó en un tormento para los pasajeros y la tripulación.

Pasaron dos días sin que nadie pudiese dormir con los gritos del hombre.

El sultán ya estaba a punto de mandar volver al puerto cuando uno de sus ministros, conocido por su sabiduría, se le aproximó diciéndole:

–¡Si su alteza me da permiso, yo conseguiré calmarlo!

Sin dudar un instante, el sultán le respondió que no solo se lo permitía, sino que sería recompensado si conseguía solucionar el problema.

El sabio, entonces, pidió que tirasen al hombre al mar.

Al momento, contentos de que esa pesadilla fuera a terminar, un grupo de tripulantes agarró al hombre, que se debatía en la bodega, y lo tiraron al agua.

El cortesano comenzó a forcejear, se hundió, tragó agua salada, volvió a la superficie, gritó más fuerte aún, se volvió a hundir y de nuevo consiguió reflotar.

En ese momento, el sabio ministro pidió que lo alzasen nuevamente hasta la cubierta del barco.

A partir de aquel episodio, nadie volvió a escuchar jamás ninguna queja del hombre, que pasó el resto del viaje en silencio, llegando incluso a comentar con uno de los pasajeros que nunca había visto nada tan bello como el cielo y el mar unidos en el horizonte.

El viaje, que antes era un tormento para todos los que se encontraban en el barco, se transformó en una bella experiencia de tranquilidad y armonía.

Poco antes de regresar al puerto, el sultán fue a buscar al ministro:

–¿Cómo pudiste adivinar que, arrojando a aquel pobre hombre al mar, se calmaría?

El ministro, muy pausadamente, le respondió:

–A causa de mi matrimonio. Yo vivía aterrorizado con la idea de perder a mi mujer, y mis celos eran tan grandes que no paraba de llorar y gritar como este hombre.

Un día ella no aguantó más y me abandonó, y yo pude sentir, de verdad, lo terrible que sería la vida sin ella.

Solo regresó después de prometerle que jamás volvería a atormentarla con mis miedos y celos estúpidos.

De la misma manera, este hombre jamás había probado el agua salada y jamás hubiera podido darse cuenta de la agonía de un hombre a punto de ahogarse.

Tras conocer eso, entendió perfectamente lo maravilloso que es sentir las tablas del barco bajo sus pies.

–Sabia actitud –comentó el sultán.

A lo cual añadió el sabio:

–¡Está escrito en un libro sagrado:

"Todo aquello que yo más temía terminó sucediendo".

Las personas solo conseguimos valorar realmente lo que tenemos cuando nos enfrentamos a nuestros miedos de perderlo todo, aunque, desgraciadamente, algunas personas son tan necias que únicamente consiguen valorar lo que tienen cuando experimentan en sus propias carnes su pérdida.

El discípulo
Era un discípulo honesto y de buen corazón, pero todavía su mente era un juego de luces y sombras y no había recobrado la comprensión amplia y conciliadora de una mente sin trabas.

Como su motivación era sincera, estudiaba sin cesar y comparaba credos, filosofías y doctrinas. Realmente, llegó a estar muy desconcertado al comprobar la proliferación de tantas enseñanzas y vías espirituales.

Así, cuando tuvo ocasión de entrevistarse con su instructor espiritual, dijo:

–¡Estoy confundido! ¿Acaso no existen demasiadas religiones, demasiadas sendas místicas, demasiadas doctrinas si la verdad es una?

Y el maestro repuso con firmeza:

–¡Qué dices, insensato! Cada hombre es una enseñanza, una doctrina.

Aunque haya muchas vías, en última instancia sigue tu propia senda interior.

El café de la vida
Un grupo de ex estudiantes, ya muy establecidos en sus respectivas carreras, se reunió para visitar a su viejo profesor de la universidad.

Una vez en casa del maestro, la conversación se concentró en quejas sobre el estrés en el trabajo y la vida.

Al ofrecerles café a sus visitantes, el profesor fue a la cocina y regresó con un termo de café y una variedad de tazas –de porcelana, plástico, vidrio, cristal, algunas comunes, algunas caras, otras exquisitas– y les pidió que se sirvieran el café caliente.

Cuando todos los visitantes tenían su taza en la mano, el profesor dijo:

–¿Se han fijado que todas las tazas bonitas y caras han sido cogidas, dejando atrás las comunes y baratas?

Aunque es normal que quieran solo lo mejor para ustedes, ese es el origen de sus problemas y de su estrés.

Y continuó diciendo:

–Lo que en realidad todos ustedes querían era café, no la taza, pero conscientemente tomaron las mejores tazas y las estuvieron comparando con las tazas de los demás.

Fíjense bien –prosiguió–: la vida es el café, pero sus trabajos, el dinero y su posición social son las tazas.

Las tazas son solo herramientas para sostener y contener vida, pero la calidad de la vida no cambia.

A veces –concluyó–, al concentrarnos solo en la taza, dejamos de disfrutar el café que hay en ella.

Por lo tanto, no dejemos que la taza nos guíe... mejor, gocemos el café.

Compartiendo
Comparte tus conocimientos, tus sueños, tus pensamientos, tus sentimientos.

Si te los guardas, los estancas y enmohecen; si los expresas, germinan, suscitan nuevas emociones, despiertan inquietudes, cobran movimiento, crecen, estremecen.

Compartir no es restarte, compartir es multiplicar, compartir es prolongar tu ser, es causar sensaciones, es irradiar, dejar huellas que perduren en la memoria y en los corazones de los demás.

Compartir es engarzar tu propio eslabón en una cadena que propague una corriente de generosidad, esperanza, gratitud, alegría, energía, aprecio, aceptación y superación.

Compartir ayuda a recomponer los pedazos desintegrados por la soledad, a cicatrizar las heridas de la desdicha, a amortiguar los golpes del destino, a tapar las grietas de la desconfianza, a asentar los cimientos de la amistad.

Compartiendo ganas mucho más de lo que puedas recibir a cambio, porque el afán de tener algo que ofrecer, te lleva a nutrirte tú mismo, a elevarte, a enriquecerte.

Para poder compartir te esfuerzas en mejorar, en aprender, en potenciar la imaginación, en alertar tus sentidos, en cultivar tus valores, en engrandecer tus virtudes, en fortalecer tu espíritu, en emanar vitalidad.

El anhelo de compartir te esculpe con un martillo y cincel guiados por la minuciosidad de la sensibilidad, por la belleza de entregar, por la magia de emocionar.

Brinda tu sonrisa, ofrece una palabra amable, siembra ilusiones, contagia entusiasmo, provoca palpitaciones...

Reparte consuelo, inspira confianza, derrocha ternura, transmite comprensión, estimula comunicación, motiva complicidad.

¡Vive creciendo, vive compartiendo!
(Adelaida Delgado)

Fuente:
http://nulladiessinnemeditatione.com
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"Si haces bien para que te lo agradezcan, mercader eres, no bienhechor; codicioso, no caritativo" (Francisco de Quevedo y Villegas).

 

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