"Un proverbio es una frase corta basada en una larga experiencia" (Miguel de Cervantes).

"Digamos que existen dos tipos de mentes poéticas: una apta para inventar fábulas y otra dispuesta a creerlas" (Galileo). 

El cuento de las arenas

Un río, desde sus orígenes en lejanas montañas, después de pasar a través de toda clase y trazado de campiñas, al final alcanzó las arenas del desierto.

Del mismo modo que había sorteado todos los otros obstáculos, el río trató de atravesar este último, pero se dio cuenta de que sus aguas desaparecían en las arenas tan pronto llegaban a estas.

Estaba convencido, no obstante, de que su destino era cruzar este desierto, y sin embargo, no había manera.

Entonces una recóndita voz, que venía del desierto mismo, le susurró:

–El viento cruza el desierto, y así también puede hacerlo el río.

El río objetó que se estaba estrellando contra las arenas y solamente conseguía ser absorbido, que el viento podía volar y esa era la razón por la cual podía cruzar el desierto.

–Arrojándote con violencia como lo vienes haciendo, no lograrás cruzarlo. Desaparecerás, o te convertirás en un pantano.

Debes permitir que el viento te lleve hasta tu destino.

–Pero ¿cómo podría esto suceder?

–Consintiendo en ser absorbido por el viento.
Esta idea no era aceptable para el río.

Después de todo, él nunca había sido absorbido antes. No quería perder su individualidad.

–Y una vez perdida esta, ¿cómo puede uno saber si podrá recuperarla alguna vez?

–El viento –dijeron las arenas– cumple esta función.

Eleva el agua, la transporta sobre el desierto y luego la deja caer. Cayendo como lluvia, el agua nuevamente se vuelve río.

–¿Y cómo puede uno saber que esto es verdad?

–Así es, y si tú no lo crees, no te volverás más que un pantano, y aun esto tomaría muchos, pero muchos años; y un pantano, ciertamente, no es un río.

–Pero ¿no puedo seguir siendo el mismo río que ahora soy?

–Tú no puedes en ningún caso permanecer así –continuó diciendo la voz–, tu parte esencial es transportada y forma un río nuevamente.

Eres llamado así, aún hoy, porque no sabes qué parte tuya es la esencial.

Cuando oyó esto, ciertos ecos comenzaron a resonar en los pensamientos del río.

Vagamente, recordó un estado en el cual él, o una parte de él (¿cual sería?), había sido transportada en los brazos del viento.

También recordó (¿o le pareció?) que eso era lo que debía hacer, aunque no fuera lo más obvio.

Y el río elevó sus vapores en los acogedores brazos del viento que, fácilmente, lo llevó hacia arriba y a lo lejos, dejándolo caer suavemente tan pronto hubieron alcanzado la cima de una montaña, muchos pero muchos kilómetros más lejos.

Y porque había tenido sus dudas, el río pudo recordar y registrar más firmemente en su mente los detalles de la experiencia.

Reflexionó:
–Sí, ahora conozco mi verdadera identidad.

El río estaba aprendiendo, pero las arenas susurraron:

–Nosotras conocemos, porque vemos suceder esto día tras día, y porque nosotras, las arenas, nos extendemos por todo el camino que va desde las orillas del río hasta la montaña.

Y por eso se dice que el camino en el cual el río de la vida ha de continuar su travesía está escrito en las arenas.

Vida tranquila
Un ciempiés vivía tranquilo, consagrado a sus asuntos, hasta que un día un sapo, que a menudo lo observaba ir y venir, le preguntó:

–Por favor, ¿en qué orden accionas tus pies?

El ciempiés, desconcertado por la pregunta del sapo, se metió en su agujero.

Intentó pensar en una posible respuesta, pero no lo consiguió.

Permaneció bloqueado en su agujero, incapaz de poner en movimiento sus patas, y murió de hambre.

Moraleja: ¿cuántas veces nos dejamos atrapar por cosas o situaciones absurdas que inmovilizan totalmente nuestra voluntad y, por consiguiente, nuestra vida?

El origen del mal
En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban.

Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.

En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente.

A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.

–El mal procede del hambre –declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema.

Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa.

Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la Naturaleza.

¡Qué desasosiego!

¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso.

Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente.

Ni palos, ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa.

¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre!
No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.

El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.

–Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas.

Mas ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella.

“¿Habrá comido?”, nos preguntamos.

“¿Tendrá bastante abrigo?”.

Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera.

Empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red.

Y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar.

¡Cuántos mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.

–No; el mal no viene ni del hambre ni del amor –arguyó la serpiente.

El mal viene de la ira. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien.

Pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca.

Solo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos.

Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien.

En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos.

Sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.

El ciervo no fue de este parecer.

–No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien.

Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes.

Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror.

El corazón palpita como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr.

Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro.

A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte.

Dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror.

No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.

Finalmente, intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:

–No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza mal dirigida.

¡Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo!
(León Tolstoi).

Las dos mujeres
Las dos mujeres de Nasrudín le preguntaron un día a cuál de las dos quería más.

Evitando pronunciarse, el mulá contestó con prudencia; dijo que las quería a las dos por igual.

Ellas insistieron, él persistió. Entonces la más joven de las dos le preguntó:

–Si las dos estuviésemos en una barca y esta volcase, ¿a cuál de las dos salvarías primero?

Nasrudín miró a la de más edad y le preguntó:

–Tú sabes nadar un poco, ¿no?

Los jóvenes y las ranas
Varios jóvenes, jugando cerca de un estanque, vieron un grupo de ranas en el agua y comenzaron a apedrearlas.

Habían matado a varias cuando una de las ranas, sacando su cabeza gritó:

"Por favor, parad muchachos, que lo que es diversión para vosotros es muerte y tristeza para nosotras".

Antes de emprender una acción que creas que te beneficia, ve primero que no perjudique a otros.
(Esopo).

Decisión equivocada
Una viuda muy trabajadora que tenía sirvientas jóvenes acostumbraba a despertarlas para el trabajo casi de noche con el canto del gallo.

Estas, rendidas del continuo cansancio, decidieron ahogar al gallo de la casa, pues pensaban que él era el causante de sus males al despertar de noche a la señora.

Y les ocurrió que, después de hacerlo, cayeron sobre ellas desgracias aún peores, pues la señora, al no saber la hora por los gallos, las despertaba para el trabajo mucho antes de la madrugada.

"Así, para muchas personas sus propias decisiones se convierten en la causa de sus males" (Esopo).

El ciervo en la fuente
Un ciervo se miraba
en una hermosa cristalina fuente;
placentero admiraba
los enramados cuernos de su frente,
pero al ver sus delgadas y largas piernas,
al alto cielo daba quejas tiernas.

"¡Oh, dioses! ¿A qué intento,
a esta fábrica hermosa de cabeza
construís su cimiento
sin guardar proporción en la belleza?

¡Oh, qué pesar! ¡Oh, qué dolor profundo!

¡No haber gloria cumplida en este mundo!".

Hablando de esta suerte
el ciervo vio venir a un lebrel fiero.

Por evitar su muerte,
parte al espeso bosque muy ligero;
pero el cuerno retarda su salida,
con una y otra rama entretejida.

Más libre del apuro
a duras penas, dijo con espanto:

"Si me veo seguro,
pese a mis cuernos, fue por correr tanto;
lleve el diablo lo hermoso de mis cuernos,
haga mis feos pies el cielo eternos".

Así frecuentemente
el hombre se deslumbra con lo hermoso;
elige lo aparente,
abrazando tal vez lo más dañoso;
pero escarmiente ahora en tal cabeza.

El útil bien es la mejor belleza.
(Félix María Samaniego).

Fuentes:
http://www.islamyal-andalus.org/publicaciones/
http://elcajondesastre.blogcindario.com
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"Cuando no sabemos a qué puerto nos dirigimos, todos los vientos son desfavorables" (Séneca).

 

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