Podríamos enumerar una cantidad considerable de elementos que definen las fábulas, pero vamos a destacar sus características más notorias.

Esencialmente, ofrecen un contenido moralizante o didáctico. Siempre tienen una moraleja. 

En las más antiguas, se encuentra escrita al final del texto.

Generalmente, es una obra muy breve con muy pocos personajes.

Posee gran inventiva, riqueza imaginativa y de colorido.

Es sorprendente.

En su exposición de vicios y virtudes es sagaz, irónica, reflexiva, graciosa y, en ocasiones, hasta triste.

La cabra y el lobo
Hace mucho tiempo, caían en Torralba grandes nevadas. Todo estaba cubierto de nieve y no se veía hierba por ninguna parte.

Las cabras se quedaban de noche en los corrales del monte porque en los campos no había nada que comer.

Al amanecer, el pastor de las cabras subía al monte, abría los corrales y las cabras se desparramaban en busca de comida.

Como todo estaba nevado, excepto las peñas más altas, allá se iban a ramonear las pocas hierbas que brotaban en los huecos de los riscos.

En uno de esos inviernos, pasó un lobo por el monte.
Caminaba despacio porque estaba hambriento y olfateaba la presa.

Siguió caminando hasta que vio en lo alto de un risco a una cabra que triscaba por allí.

El lobo se acercó tranquilo, simulando amistad. Antes, había observado con mucha atención el peñasco y la manera de llegar hasta la presa. Pero no pudo.

Cuantas veces lo intentó, otras tantas rodó por la pendiente, magullándose el lomo y las patas.

El lobo se arregló la piel en una de las grandes piedras que por allí había y disimuló que iba de paso, tranquilo y de buen humor.

–¡Cabra, cabratis, baja a beber de estas aguas claras y bonis! –dijo al pasar frente a la cabra.

–¡No, me matarás! –contestó la cabra, que ya había visto venir al lobo desde la altura donde se encontraba.

–¡No, hermana mía! –respondió el lobo–. Desde que se murió mi padre y mi madre, hice juramento juramentatis de no comer más carne de cabratis.

–¡No, mi amigo! ¡Qué va, no me fío de tus juramentos! No bajaré. Si bajo, ¡yo sé que me comerás!

–¡No, por Dios! –replicaba el lobo–. Créeme. Desde que se me murió mi padre y mi madre, hice juramento juramentatis de no comer más carne de cabratis.

Así estuvieron un rato largo. El lobo, endulzando la voz cuanto podía, escondiendo sus afilados colmillos, tratando de ganarse la amistad y confianza de la cabra.

Esta, agazapada tras un pequeño saliente de la roca, asomaba tan solo los cuernos retorcidos y amenazantes.

De vez en cuando, balaba lastimeramente.

Por fin, el lobo logró convencer a la cabra de sus buenas intenciones, y esta bajó despacio y temerosa desde el risco donde se encontraba. Tenía unos ojos grandes y tristes.

Ya en el valle, los dos se dirigieron al río más cercano. La pobre cabra no le quitaba la vista al lobo, en tanto que este afilaba disimuladamente los colmillos.

–¿Y cómo está su familia? –tartamudeó la cabra.

–¡Oh, muy bien, gracias a Dios! En casa hay abundante comida y no hay miedo a la nieve. Precisamente, hoy salí a estirar las patas y a visitar a mis amigos.

¡Qué sol hace! Nos vendrá estupendamente bien refrescarnos un poco en tan hermoso río.

Pero la pobre cabra temblaba de miedo y se arrepintió de haber hecho caso al lobo.

Llegaron al río y se pusieron a beber agua. El lobo echó un gran juramento al tocar el agua, que bajaba helada.

La pobre cabra miraba el lobo y, de repente, vio cómo se le ponían tiesos los bigotes y le miraba con unos ojos muy fieros.

El lobo dio un salto y la agarró por el cuello.

Entonces la cabra, viéndose perdida y con las lágrimas en los ojos, dijo al lobo:

–¿No me decías que desde que se murió tu padre y tu madre hiciste juramente juramentatis de no comer más carne de cabratis?

Pero el lobo echó una gran carcajada y, clavándole los fuertes colmillos, le contestó:

–¡Cuando hay hambre, Sra. cabra, no hay juramento ni juramentatis sino comer carne de cabratis!

Y sin hacerle más caso, se la zampó.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Moraleja: No confundas una aparente suavidad con la bondad.
Rafael Corres Díaz de Cerio

La vieja y el médico
Una vieja, enferma de la vista, llamó –con la promesa de pagarle– a un médico.

Este se presentó en su casa, y cada vez que le aplicaba el ungüento no dejaba, mientras la vieja tenía los ojos cerrados, de robarle los muebles poco a poco.

Cuando ya no quedaba nada, terminó también la cura, y el médico reclamó el salario convenido.

Se negó a pagar la vieja, y aquel la llevó ante los jueces.

La vieja declaró que, en efecto, le había prometido el pago si le curaba la vista, pero que su estado, después de la cura del médico había empeorado.

–¡Porque antes –dijo –veía todos los muebles que había en mi casa, y ahora no veo ninguno!
Esopo

El perro y el cangrejo
Un perro venía de lo más tranquilo por el camino de Munival.

Era verano y el sol de agosto achicharraba los campos. Seguía con paso lánguido a una carreta de bueyes que acarreaba mies para la trilla.

¡Qué galbana traía!

Al pasar por el río Rama, vio un cangrejo joven, de color oscuro, que trataba de alcanzar la parte superior del río. (El camino parte en dos el riachuelo).

Cuando hace mucho calor, los cangrejos salen a las orillas de los pozos a tomar el fresco.

El perro se le quedó mirando mientras mojaba las patas en la corriente del río.

Hacía mucho tiempo que no veía un cangrejo y le llamó poderosamente la atención su facha, las manos delanteras como pinzas de colgar ropa, las dos filas de extremidades que parecían remos y, sobre todo, su lento y torpe caminar.

No pudo aguantar la risa y soltó una sonora carcajada que molestó mucho al cangrejo. El perro, entre risas y aspavientos, le habló así:

–¡Oiga, amigo! ¿A dónde va Vd. tan de prisa? En mi vida he visto caminar a nadie con tanto garbo.

Y sin más ni más, comenzó otra vez a reírse y a gesticular de manera que las lágrimas se le salían por los ojos y a punto estuvo de tocar las largas aspas del bigote del pequeño cangrejo.

No hay cosa que moleste más a los cangrejos que el hecho de que alguien se meta con sus bigotes.

El cangrejo pues, ya bastante mohíno y enfadado con las palabras y gestos del perro, se apartó a un lado y le lanzó a bocajarro las siguientes palabras:

–Más despacio, Sr. perro. Una cosa es pasear y otra muy distinta, ir de carrera.

Que el que fue por lana volvió “trasquilao”, y no es lo mismo predicar que dar trigo, y el que ríe el último ríe mejor.

El perro se calló en seco y se puso muy serio. Sacudió las orejas y miró fijamente al cangrejo:

–¿Qué quiere Vd. decir con esa cencerrada? Hable claro, muchacho, y entendámonos de una vez.

–¡Lo que le digo y le repito es que el que ríe el último ríe más y mejor, Sr. perro! –contestó el cangrejo en un tono desafiante.

–¡Si no entiendo mal, Vd. me está desafiando o algo muy parecido! –replicó el perro, ahora más serio y asombrado.

–¡Así es. Le apuesto lo que quiera a correr por este río o a campo a través. Elija Vd. mismo y fije la meta!

El perro arrugó el morro, sacudió las orejas y, con unos ojillos como cabezas de alfileres, se quedó mirando al pequeño cangrejo, que reía maliciosamente mientras se arreglaba el bigote con sus fuertes manazas.

–¡Sí... sí, Sr. cangrejo! –acertó a decir el perro–. Pero sepa Vd. que soy el perro más veloz del pueblo y de estos contornos.

No hay perro que me llegue al tobillo y nunca oí que los cangrejos corrieran tanto.

–¡Pues señale la meta y vámonos, que con tanto hablar se nos va a caer la noche encima!

El perro miró al monte y propuso como meta la "fuente del castillo", que se encuentra un poco a la izquierda, monte arriba.

El cangrejo encogió los bigotes ante tanta distancia. Lo menos cincuenta kilómetros de donde se hallaban.

Sin caminos ni atajos conocidos, habría que subir a traviesa, saltando ribazos, esquivando chaparros y ollagas ¡con lo que pinchan!, a través de un monte lleno de maleza.

El pobre cangrejo dudaba y estuvo a punto de rajarse.

Pero, en uno de los movimientos del perro, vio que este tenía una cola corta y bien poblada de pelos. Rió maliciosamente y se frotó con gusto las pinzas de sus manos.

–¡Aceptado! —dijo el cangrejo. En la fuente lo espero y brindaré por la victoria con un trago de agua fresca.

–¡Eso lo veremos! –gruñó el perro.

Se pusieron a la par y quedaron de acuerdo en que ambos contarían "uno, dos y tres" como señal de partida. El cangrejo pidió a su rival que le permitiera colocarse un poco más atrás, a la altura de su cola, a fin de tomar impulso en la salida.

–¡Bien! –contestó el perro.

A la señal convenida, salieron los dos corredores. El perro arrancó como alma que lleva el diablo. Pegó un salto tremendo y desapareció del río.

En un coser y cantar, dejó atrás la primera cuesta y sonreía con satisfacción.

Pero era bastante atolondrado y no se daba cuenta de que llevaba a cuestas al cangrejo, quien, en el momento mismo de la salida, se había agarrado con sus fuertes tenazas a los pelos de su cola.

El perro volaba monte arriba. Saltaba los ribazos, esquivaba cuantos chaparros y piedras encontraba a su paso.

Ni siquiera volvía la vista para ver dónde se hallaba el cangrejo. Este no soltaba la cola por nada del mundo y ¡qué susto cada vez que el perro brincaba algún ribazo!

Iba diciendo para darse ánimos:

–¡Ando a trancas y barrancas, paso las negras y también las blancas... Un, dos, un, dos!

Muchas veces se arrepintió de la apuesta pero se animaba con la victoria segura y ¡la cara que pondría el perro cuando se viera derrotado!

–¡Ando a trancas y barrancas; paso las negras y también las blancas... Un, dos, un, dos!

El perro corría como un loco monte arriba. Estaba tan seguro y ufano de su futura victoria que no oía los lamentos del cangrejo, ni hacía caso cuando este perdía el equilibrio y se iba de bruces contra las traseras de aquel.

–Alguna ollaga –pensaba para sus adentros.

Cuando estuvo cerca de la fuente, se paró en seco y a punto estuvo de descubrir la treta porque el cangrejo, desprevenido, se fue de narices hacia adelante y clavó sus pinzas en el trasero del perro.

Pero este apenas podía respirar. Dio media vuelta y se quedó mirando la cuesta tomando aliento.

Brincó sobre una de las piedras y comenzó a gritar desaforadamente:

–¡Eeeeeeeeeh, cangrejo! ¿Dónde estás que no te veeeeeeeoooo? ¿Ya saliste del ríooooooo?

¡Cangrejoooooo! ¡Date prisa que se va a hacer de nocheeee! ¡El que ríe el último ríe mejoooooooor!

La voz bajaba retumbando monte abajo y le hacía tanta gracia escuchar el eco de sus gritos que estuvo largo rato voceando, riéndose y haciendo cabriolas y volteretas sobre la piedra.

Como el cangrejo no daba señales de vida, le pareció mejor echarse una buena siesta y esperar a su contrincante. Se durmió feliz de la vida y enseguida estaba roncando.

El cangrejo, en cambio, se frotó una vez más las manos, se pasó la lengua por los bigotes y reanudó la marcha a toda prisa hacia la fuente.

Ya sentía el agua fría del manantial cuando el perro se levantó de un salto, todo nervioso y asustado; miró a su alrededor y otra vez se puso a gritar a pleno pulmón:

–¡Eeeeeeh, cangrejo! ¿Dónde estás que no te veeeeo?

–Aquí estoy, hombre –oyó a sus espaldas. Hace más de media hora que llevo esperando. Me parece que hiciste mal las cuentas.

¿Demasiado dura la subida, o qué? Échate un trago de agua, que estás sofocado. ¡Ji, ji, ji, ji…!

El perro se quedó mudo de vergüenza y de rabia.

¡Qué ojillos ponía!

No podía comprenderlo. Al cangrejo le entró tanta risa que no podía pararla, y de tanto reír y reír se puso “colorao”, “colorao”, como cuando los fríen en la sartén.

El perro agachó la cabeza, bajó las orejas y, con el rabo entre las patas, se fue monte abajo.

Moraleja: No confundas cantidad con calidad; tu adversario puede que sea diferente a ti, pero eso no implica que sea inferior a ti.
Rafael Corres Díaz de Cerio

La mujer y el marido borracho
Tenía una mujer un marido borracho. Para librarle de este vicio imaginó la siguiente treta.

Esperando el momento en que su marido se quedaba insensible como un muerto a causa de la embriaguez, cargó con él sobre sus espaldas, lo llevó al cementerio y allí lo dejó.

Cuando juzgó que ya se le habría pasado la mona, volvió y llamó a la puerta del cementerio.

–¿Quién llama ahí? –dijo el borracho.

–¡Soy yo, que traigo la comida a los muertos! –contestó la mujer.

–¡No me traigas comida; prefiero que me traigas de beber! –replicó el borracho.

Y la mujer, golpeándose el pecho, exclamó:

–¡Qué desdichada soy, ni siquiera mi treta ha hecho sobre ti el menor efecto, marido mío, pues no solo no te has corregido, sino que te has agravado, convirtiéndose tu vicio en una segunda naturaleza!
Esopo

La razón
Había una vez dos monjes que paseaban por el jardín de un monasterio taoísta. De pronto, uno de los dos vio en el suelo un caracol que se cruzaba en su camino.

Su compañero estaba a punto de aplastarlo sin darse cuenta cuando le contuvo a tiempo. Agachándose, recogió al animal.

–Mira, hemos estado a punto de matar este caracol, y este animal representa una vida y, a través de ella, un destino que debe proseguir.

Este caracol debe sobrevivir y continuar sus ciclos de reencarnación.

Y, delicadamente, volvió a dejar el caracol entre la hierba.

–¡Inconsciente! –exclamó furioso el otro monje–.

Salvando a este estúpido caracol pones en peligro todas las lechugas que nuestro jardinero cultiva con tanto cuidado.

Por salvar no sé qué vida, destruyes el trabajo de uno de nuestros hermanos.

Los dos discutieron entonces bajo la mirada curiosa de otro monje que por allí pasaba. Como no llegaban a ponerse de acuerdo, el primer monje propuso:

"Vamos a contarle este caso al gran sacerdote; él será lo bastante sabio para decidir quién de nosotros dos tiene la razón".

Se dirigieron entonces al gran sacerdote, seguidos siempre por el tercer monje, a quien había intrigado el caso.

El primer monje contó que había salvado un caracol y por tanto había preservado una vida sagrada, que contenía miles de otras existencias futuras o pasadas.

El gran sacerdote lo escuchó, movió la cabeza, y luego dijo:

–Has hecho lo que convenía hacer. ¡Has hecho bien!

El segundo monje dio un brinco.

–¿Cómo? ¿Salvar a un caracol devorador de ensaladas y devastador de verduras es bueno?

Al contrario, habría que aplastar al caracol y proteger así ese huerto gracias al cual tenemos todos los días buenas cosas para comer.

El gran sacerdote escuchó, movió la cabeza y dijo:

–Es verdad. Es lo que convendría haber hecho. ¡Tienes razón!

El tercer monje, que había permanecido en silencio hasta entonces, se adelantó.

–¡Pero si sus puntos de vista son diametralmente opuestos! ¿Cómo pueden tener razón los dos?

El gran sacerdote miró largamente al tercer interlocutor. Reflexionó, movió la cabeza y dijo:

–¡Es verdad. También tú tienes razón!

Los viandantes y el oso
Marchaban dos amigos por el mismo camino. De repente se les apareció un oso.

Uno se subió rápidamente a un árbol ocultándose en él; el otro, a punto de ser atrapado, se tiró al suelo, fingiéndose muerto.

Acercó el oso su hocico, oliéndole por todas partes, pero el hombre contenía su respiración, porque se dice que el oso no toca a un cadáver.

Cuando se hubo alejado el oso, el hombre escondido en el árbol bajó de este y preguntó a su compañero qué le había dicho el oso al oído.

–¡Que no viaje en el futuro con amigos que huyen ante el peligro! –le respondió.
Esopo
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"Seamos conscientes de la diferencia entre análisis amigable y crítica destructiva" (María Bestard).

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