Jean de La Fontaine, poeta francés, nacido el 8 de julio de 1621 en Château-Thierry, en la región del Aisne; fallecido el 13 de abril de 1695 en París.

Fue capaz de descubrir el fondo de las almas con una delicadeza maliciosa y un seguro sentido de la comicidad.

La Fontaine no se concede el derecho de predicar los grandes sentimientos, solo se limita a dar algunos consejos para hacer al hombre más razonable y feliz.


Además, La Fontaine fue un gran cuentista de fábulas.

Sus cuentos y novelas están inspirados por Ariosto, Boccaccio, François Rabelais y Marguerite de Navarra.

También es autor de "Cuentos galantes" (libertinos), otra faceta de su talento.

En 1683 se convirtió en miembro de la Academia francesa.

Está enterrado en el cementerio parisino de Père Lachaise.

Sus fábulas fueron publicadas en múltiples ediciones ilustradas.

A mediados del siglo XVIII, se lanzó una edición en varios tomos, con grabados basados en diseños de Jean-Baptiste Oudry.

En 1838 J.J. Grandville ilustró las fábulas, Gustavo Doré hizo lo propio en 1867 y Benjamin Rabier lo haría a comienzos del siglo XX.

Los obstáculos en nuestro camino
Hace mucho tiempo, un rey colocó una gran roca obstaculizando un camino.

Entonces se escondió y miró para ver si alguien quitaba la tremenda roca. Algunos de los comerciantes más adinerados del rey y cortesanos llegaron a ella y simplemente la rodearon.

Muchos culparon al rey ruidosamente de no mantener los caminos despejados, pero ninguno hizo algo para quitar la piedra grande del camino.

Entonces un campesino vino, y llevaba una carga de verduras.

Al aproximarse a la roca, el campesino puso su carga en el suelo y trató de mover la roca a un lado del camino.

Después de empujar y fatigarse mucho, lo logró.

Mientras recogía su carga de vegetales, vio una cartera en el lugar, justo donde había estado la roca.

La cartera contenía muchas monedas de oro y una nota del mismo rey indicando que el oro era para la persona que quitara la piedra del camino.

El campesino aprendió lo que los otros nunca entendieron. Cada obstáculo presenta una oportunidad para mejorar la condición de uno mismo.

Un trato diferente
En los días en que un helado costaba mucho, mucho menos, un niño de diez años entró en un establecimiento y se sentó a una mesa.

La mesera puso un vaso de agua en frente de él.

–¿Cuánto cuesta un helado de chocolate con cacahuetes?, preguntó el niño.

–Cincuenta centavos –respondió la camarera.

El niño sacó su mano de su bolsillo y examinó un número de monedas.

–¿Cuánto cuesta un helado solo?, volvió a preguntar.

Algunas personas estaban esperando por una mesa y la mesera ya estaba un poco impaciente.

–Treinta y cinco centavos –dijo ella bruscamente. El niño volvió a contar las monedas.

–¡Quiero el helado solo! –dijo el niño.

La mesera le trajo el helado, puso la cuenta en la mesa y se fue.

El niño terminó el helado, pagó en la caja y se marchó.

Cuando la camarera empezó a limpiar la mesa, le costó tragar saliva por lo que vio...

Allí, puesto ordenadamente junto al plato vacío, había veinticinco centavos... ¡su propina!

Moraleja:

¡Jamás juzgues a alguien antes de tiempo!

Una princesa diferente
Fiorella no era una princesa como todas las demás. Si bien su figura era elegante y esbelta y su rostro muy bello, sus modales dejaban mucho que desear.

Sus padres le habían procurado la mejor educación, pero, a pesar de ello, Fiorella parecía no haber aprendido mucho más que geografía o matemáticas.

La princesa era muy culta realmente, sabía idiomas, leía de forma clara, dominaba las ciencias, pero había algo en ella que no se concebía con su figura de princesa, y eran sus modales.

Comía con la boca abierta, jamás decía "gracias" o "por favor", y mucho menos se escuchaba un "permiso" o "disculpe".

No se tapaba la boca al toser y tampoco cuando estornudaba. En definitiva, la princesa –si bien muy culta– no tenía modales de princesa.

Sus padres estaban muy preocupados, pues ya no sabían qué hacer para que su hija aprendiese cómo debía comportarse.

Los reyes sabían que la educación no se adquiere solo por los libros que uno lee, o por lo que estudia, sino de muchas otras maneras.

Tal era la desazón de los reyes que trataban de que la princesa no saliese demasiado del palacio. En realidad, sentían un poco de vergüenza por los modales de su hija.

–Si sigue así, jamás se casará –decía la reina muy preocupada.

–¿En manos de quién dejaremos el reino el día de mañana?
¿Quién querrá casarse con una princesa que se limpia la nariz con la manga del vestido y escupe a más de un metro de distancia cuando come?

Más allá de la falta de modales de la princesa, los reyes estaban preocupados, pues no tenían hijos varones, por lo cual, la princesa debería casarse para poder acceder al trono junto con su esposo.

Fiorella no se preocupaba ni por cuidar sus formas ni por su futuro matrimonio.

Creía que era muy joven para casarse y que adquirir buenos modales no sería tan difícil, si algún día tuviese ganas de hacerlo.

Sin embargo, hay ocasiones en que la vida nos demuestra que estamos equivocados, y esto le ocurrió a la princesa.

El rey enfermó gravemente. A pesar de todos los cuidados y las medicinas que recibía, empeoraba día a día. Todos pensaban que ya no habría cura para él.

Fue así como la reina mandó llamar a su hija y le dijo:

–Hija querida, es necesario que contraigas matrimonio cuanto antes, el reino no puede quedar sin rey.

Fiorella no prestó mucha atención a las palabras de su madre.

Tal era la tristeza de la princesa que poco le importaba poder acceder al trono. Ella lo único que quería era que su padre sanase.

La reina insistió una y mil veces, hasta que convenció a la princesa de que, para tranquilidad de su padre, debía buscar un futuro esposo.

No fue fácil explicarle a Fiorella que, más allá de no poder demorarse en la búsqueda, debía modificar sus malos modales.

Debía hacer muchas cosas en poco tiempo, encontrar un novio, a ser posible enamorarse y, como si esto fuese poco, aprender todo aquello que sus padres habían querido enseñarle durante años y que ella no había aprendido.

Decidieron que la princesa viajaría para estrechar vínculos con los diferentes reinos y ver si en alguno de ellos conocía a algún príncipe del cual se enamorase.

–Esto no será tarea fácil, mi niña –dijo Ana, la dama de compañía de la princesita.

–¿Por qué lo dices? No soy fea, visto muy bien, soy limpita y, como si esto fuese poco, soy una princesa –contestó Fiorella.

–Una princesa con modales un poco extraños, si me lo permite –replicó tímidamente Ana.

–Ahora va a resultar que para que alguien se enamore de mí debo comer con la boca cerrada, saludar a cada rato, taparme para estornudar, ¡eso no es amor! –gritó la princesa.

–Para poder enamorarse de alguien, hay que poder acercarse a él y conocerlo, mi niña, y con todo respeto… con sus modales no serán muchos los que se le acerquen

–Ya verás cuán equivocada estás.

En cuanto vean que soy joven y bella, a nadie la importará si saludo o no –contestó Fiorella y dio por terminada la conversación.

FABYPDE

 

Imagen: La Fontaine

El viaje comenzó...

Fiorella iba en el carruaje real junto con su dama de compañía y un par de sirvientes.

Llegó el turno de visitar el primer reino vecino.

Al llegar al palacio, los sirvientes la esperaban para conducirla hasta el rey y su hijo. Entró sin siquiera decir buenos días.

No dio las gracias cuando le abrieron la puerta, y mucho menos pidió permiso al entrar en el gran salón real.

Tanto el rey como su hijo se molestaron mucho y se sorprendieron por la actitud tan poco educada de Fiorella.

La vieron bella y culta, pero no les pareció suficiente.

El príncipe, especialmente, lo lamentó, pues algo de la princesa le había gustado mucho, pero en su reino tales modales no estaban permitidos.

La princesa se retiró, dándose cuenta de que no había podido entablar un buen vínculo, pero no pensó que fuese por sus modales.

Al visitar el segundo reino, bastante más alejado que el primero, la esperaba la familia real para cenar. Todo estaba dispuesto, velas, los mejores manteles y copas de metal plateado.

La cena fue un desastre...

Los reyes y los príncipes quedaron estupefactos al ver cómo comía la princesa.

Arrancó la pata de pollo con la mano; con la misma, siguió comiendo y sin cerrar la boca, todo esto al tiempo que escupía mientras hablaba.

De más está decir que también fracasó en su intento de acercase a los miembros del reino.

–¡Qué lástima! –comentaron los reyes– una princesa tan bella y con esos modales no será digna de ningún trono.

El viaje fue un fracaso...

En todos los reinos visitados pasó lo mismo. La princesa debía emprender el regreso con las manos vacías.

Desconsolada por no poder llevar tranquilidad a su padre enfermo, se puso a pensar en todo lo ocurrido.

–Le dije que esto pasaría, mi niña, se lo advertí –dijo Ana.

Lejos de molestarle tal comentario, Fiorella reconoció por primera vez que su dama de compañía tenía razón.

Recordó cada escena en cada palacio y se sintió avergonzada.

La princesa no tenía buenos modales, pero le sobraba amor por su padre. Decidió que empezaría todo otra vez, pero de otra manera.

Volvió al primer reino, donde una vez más la esperaban los sirvientes en la puerta.

Con gran esfuerzo de su parte, se escuchó un "muy buenos días", tras un "gracias" y "permiso" un poco tímidos y entrecortados, pero sinceros.

El rey y su hijo quedaron asombrados; no era la misma persona que los visitara tiempo atrás.

El príncipe estaba feliz y se dio cuenta de que Fiorella estaba haciendo un gran esfuerzo por cambiar la imagen que de ella se habían hecho.

Conversaron largamente sin problemas. La princesa estaba nerviosa y pidió que cerrasen las ventanas, no fuera cosa que una corriente de aire la hiciera estornudar y no se tapara la boca.

Nada de eso ocurrió; incluso, la invitaron a cenar y, con un poco de miedo, aceptó la invitación.

Mucho empeño puso la princesa en masticar bien y no hablar con la boca llena, pero al ver la sonrisa del príncipe, pensaba que este y cualquier otro esfuerzo valían la pena.

No les sorprenderá si les digo que Fiorella y el príncipe se enamoraron.

Llegó el momento de regresar al palacio. Fiorella no volvió con las manos vacías, no solo porque había conocido a quien sería su esposo, sino porque había aprendido una lección muy importante.

Es cierto que el amor no depende de los buenos modales, pero no tenerlos hace que las personas se alejen de nosotros, perdiendo así la oportunidad de hacer amigos, relacionarnos con los demás o incluso de enamorarnos.

Un buen modo es mucho más que un "gracias" o un "por favor", es respetar a los demás y ganarnos el respeto ajeno –que no la adulación–.

Para la princesa fue necesario tener que atravesar un momento difícil para aprender lo que con tanto amor sus padres le habían inculcado, pero lo aprendió.

Lo importante es que gracias a su esfuerzo, Fiorella encontró el amor, dio tranquilidad a su padre y, como si esto fuese poco, adquirió modales de princesa, que no son –ni más, ni menos– que los que tenemos que tener todos aunque no vivamos en un palacio.

Para pensar con los demás:

–¿Tienes buenos modales?

–¿Te parece importante tenerlos?

–¿Te das cuenta de que tener buenos modales es más que decir gracias y por favor?

–Si no los tienes, ¿podrías hacer el esfuerzo, como la princesa, y pensar en adquirirlos?

Lo que el olvido perdió
–¡Aún no ha venido y espero con impaciencia! -se oyó una voz desgastada por los años.

–No se preocupe, señor, llegará, seguro, solo hay que esperar.

–No creo –dijo el anciano mirando a los ojos a la enfermera–, no creo que venga ya, ya soy un viejo, ya no tengo frescura, ya no tiene motivos para prestarme atención, ya lo he vivido todo.

Ha estado tanto tiempo lejos de mí..., es lógico, se cansó de que no quisiera llamarla nunca, de no querer verla, se cansó de esperar, desapareció de mi vida para siempre.

–No diga eso, no se entristezca, por favor, la verá aparecer por ese pasillo, con su carita sonriente, con su melena desordenada, con ese esplendoroso brillo de cielo en su mirada.

–No, ya no me queda mucho tiempo más, ya gasté todo el tiempo de su compañía, apenas quedan segundos y ya todo se desvanecerá.

–No diga eso, por favor, no sea tan pesimista, quizá esta misma tarde, dentro de un rato la vea.

De repente, como un vendaval, alguien se asomó por la puerta de la habitación:

–¡Hola, mi lindo viejecito! ¿Cómo va todo?, ¿qué tal estamos hoy?

–¡Es ella!, ¡ella!, ha venido –dijo el viejo con un hilillo de voz sujetando el brazo de la enfermera…

El anciano fijó su débil vista en ella… la recorrió con su mirada, la desgastó con infantil ilusión.

Ella vestía una chaqueta color verde azulado, vaqueros desgastados rematados en un estrecho cinturón, elegantes botas de punta color azul con bolso de piel a juego, ajustado.

En su cuello, un sedoso pañuelo de tono verde azulado, cuidadosamente anudado, pelo recogido hacia atrás por unas gafas de sol y labios pintados con el color de su latente ilusión.

–No he podido llegar antes, pero ¡aquí estoy!

–¡Gracias, gracias por venir! –dijo el anciano temblando de emoción–, gracias por venir, no me has fallado, por fin te viiii…

Las últimas letras cayeron al suelo en silencio mientras cerraba sus ojos para siempre dejando en sus labios una sonrisa de satisfacción.

La cara de ella, al notarlo, se estrujó de dolor; de sus ojos brotaron lágrimas suaves que hicieron surcos en su piel.

–¡Llegaste tarde! –se oyó la voz de la enfermera.

–¿Tarde?, ¿qué tratas de decirme?

–¡Que apenas ha podido verte unos segundos… se murió!

–¡No, no, no, no, no hables así, no digas eso, no puede ser, me he dado prisa; apenas me llamó salí corriendo, lo dejé todo, vine en cuanto pude!

–¡Pues tardaste demasiado…! –repitió con desgana la enfermera.

–No creí que estuviera tan al borde de…

Cuando me llamó me dijo que estaba bien, que me esperaba tranquilamente para charlar un rato, tomarnos una copa, hablar de los viejos tiempos, me dijo que quería darme un beso, que quería verme.

–¡Pues lo lamento, ya es tarde para esa charla, ya se marchó! –concluyó la enfermera sin variar su tono de voz–.

Salgamos, dejemos a los enfermeros que hagan su trabajo.

Y aquella figura trajeada de verde, con sus labios de entristecida ilusión, salió de la habitación y se alejó con la cabeza baja pensando para sus adentros:

–¿Cuántas veces deseé que me llamara y no me llamó?, ¿cuantas veces paseaba por delante de su habitación y, al ver la puerta cerrada, al no escuchar nada, no me atrevía a entrar y pasaba de largo…?

Y él, en el último momento, en ese instante en que ya alguien como yo resulta inútil ¡pensó en mí!

Siempre fue tan especial, tan distinto, me llamó, trató de que estuviera a su lado, como si hubiera sido esa fiel compañera que nunca le falló; necesitando que me llamara durante tantos años y en ese último instante… me llamó… y yo… yo apenas llegué a tiempo para dedicarle una última sonrisa.

¿Qué me detuvo?, ¿qué me pasó? –inquirió con profunda tristeza y desasosiego la ESPERANZA.

–¡Ah, ya lo recuerdo! –dijo brotando de ella de nuevo una lágrima de dolor–.

Me encontré con el OLVIDO y me entretuve unos minutos charlando con él; me dijo que había perdido algo, nos pusimos a buscarlo pero no encontramos nada, solo sé que me lió, me entretuve con él demasiado tiempo.

Si hubiera estado menos tiempo con el olvido… ni tan siquiera llegué a saber qué había perdido.

–¡Había perdido la ESPERANZA… porque la necesitaba yo! –se oyó una voz dulce surgiendo de los cielos.

La esperanza, mirando al cielo, comprendió y sonrió.

Este es un cuento que quiero dedicar a toda esa gente que a veces se detiene a buscar en el olvido lo que solo se puede encontrar en la esperanza.
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"Para saber hablar es preciso saber escuchar" (Plutarco).

 

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