Antropología criminal.

Creencia sin fundamento positivo conocido, pero con eficacia suficiente para determinar la conducta, con abstenciones y acciones que prevengan lo nefasto o, por el contrario, aseguren lo benéfico.

 

Superstición...
Francés e inglés: Superstition.

Italiano: Superstizione.

Alemán: Aberglaube.

Portugués: Supersticão.

Esperanto: Superstico.

(Etimología: del latín superstitio, onis.) f. Creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón.

Creencia ridícula y llevada al fanatismo sobre materias religiosas.

Culto o veneración que se da a quien no se debe o que se da de un modo indebido.

«La superstición representa, dice Bernaldo de Quirós, en general, complejos mentales antiquísimos, de prejuicios, deseos, observaciones insuficientes, asociaciones prematuramente admitidas, transmitidas y fijadas por herencia en los estratos más profundos de la psiquis.

De aquí, precisamente, su poder en las bajas clases sociales, y aun en individuos de cultura relativa y hasta elevada, pues no es dable inhibir enteramente el poder del largo pasado, la historia humana entera, que pesa sobre cada cual, en la conversión y paralelismo de lo filogenético con lo ontogénico, esto es, de lo propio de toda la especie con lo personal del individuo.

Se conoce, en efecto, la remota genealogía de algunas supersticiones, remontándose hasta los tiempos paleolíticos, es decir, los albores de la Prehistoria.

Así, la que da origen, todavía en nuestro tiempo y por muchos siglos del porvenir, a lo que pudiera llamarse el 'homicidio mágico' o 'telepático', o sea, la muerte de un ser odiado traspasando de agujas su imagen o una víscera esencial representativa: el corazón, generalmente.

Esta costumbre nos ha dado la clave para describir el secreto de las representaciones de animales de caza traspasados de azagayas que tan a menudo representan las pinturas rupestres, hoy tan estudiadas.

Jurídicamente, la superstición puede ser estimada como una circunstancia atenuante de la responsabilidad criminal, sobre todo cuando el temor engendrado por ella excede al mal causado y es, además, legítimo.

Así, según el ejemplo puesto por Manzini, si una mujer embarazada hurta alguna cosa para satisfacer un antojo, a fin de evitar el supuesto peligro de una imperfección en su hijo, le será aplicable este atenuante, como uno de los casos de miedo, siempre que el juez compruebe que la mujer en cuestión creía realmente en el peligro.

Otra cosa sería en casos supersticiosos en que faltan aquellas condiciones y que, desgraciadamente, dan tan elevado contingente a la criminalidad todavía, v. gr., la virtud de los baños de sangre, los talismanes de miembros o de productos humanos para la invisibilidad de los malhechores, su ansia más deseada.

El magisterio penal debe ayudar también, a su manera, esto es, con la pena, a la desaparición de la barbarie».

Etnología
Si nos atenemos a su etimología, de super-sto, estar encima o mantenerse sobre, no puede llamarse superstición a todo un sistema religioso, ni a ninguna de sus partes, profesado por un pueblo como norma superior de vida, por muy absurdo que se presente a nuestra razón, ni siquiera un sistema de prácticas y doctrinas mágicas, si él informa la norma superior de los conocimientos prácticos de una colectividad.

Únicamente constituyen superstición cuando se manifiestan como reminiscencias o supervivencias de creencias y prácticas ajenas a las hoy dominantes en el mismo pueblo, residuos de las religiones precristianas y de procedimientos mágicos (adivinaciones, brujerías, hechizos), a veces en híbrido maridaje con fórmulas religiosas (íncubos, votos malignos, oraciones en cadena o invertidas o intercaladas con frases mágicas).

Pero no se consideran como supersticiones las reminiscencias precristianas que han perdido todo sentido trascendente mágico, tales como el carnaval.

Ningún escritor actual llamaría supersticiones a las creencias propias del mahometismo o del judaísmo, como lo hacían algunos escritores castellanos del siglo XVI, y mucho menos admisible nos tiene que parecer la fatuidad con que algunos materialistas aplican aquel concepto a nuestras creencias.

Con el estudio científico moderno de la historia de las religiones, lo que hoy puede mostrársenos en Europa como supersticiones, considerado en la Antigüedad clásica anterior al cristianismo, en una cierta congruencia con las demás creencias del mismo pueblo, no se tratará como superstición.

Por el mismo motivo, por muy ruda o muy extraña que pueda parecer una creencia o una práctica a un erudito neoclásico, al observarla en los indígenas de tal o cual país remoto no debemos señalarla como superstición, si forma parte congruente de un conjunto de creencias y normas de conducta.

No es atinado, por tanto, decir que las supersticiones son tan antiguas como el mundo; otra cosa sería decir esto de la magia, que coexiste con todas las religiones, unas veces en cooperación, otras en oposición, otras en indiferencia.

En donde dominaba el esoterismo tomaba grandes vuelos esta, como sucedía en Egipto, y hoy más aún en muchos pueblos africanos; pero la superstición propiamente dicha no es privativa ni de negros, ni de antiguos egipcios, caldeos o babilonios:

Se manifiesta en todos los pueblos que van a la cabeza de la civilización en unas u otras personas, sin librarse de ellas hebreos, griegos, romanos, chinos, etc.

Pretender, por otra parte, que las artes mágicas se han extendido en Europa por contagio a partir de la dispersión de los magos medos, vencidos por los persas, es no conocer la etnología de la magia, que es universal, en más o menos grado, en una u otra forma; como es también inexacto el decir que la ciencia pitagórica, como de origen egipcio, era supersticiosa.

Que Eurípides atribuyese a la magia la inspiración de Orfeo, llamada con tan poco fundamento divina...

Que Sócrates encargase el sacrificio de un gallo a Esculapio al ir a morir...

Que Platón hiciese figurar al mago Gobyras revelando a Sócrates sagrados misterios...

Que se confunda todo esto con causas sobrenaturales...

Que Efipo achacase la muerte de Alejandro Magno a venganza de Baco, cuyo templo había hecho destruir aquel cuando tomó Tebas...

Que los augures en la Roma pagana gozasen de gran crédito, incluso entre los emperadores; todo ello encaja perfectamente en el paganismo.

Otra cosa es que Juliano el Apóstata consultase a los arúspices y que Plinio se indigne contra tales o cuales supersticiones, a la vez que recopila en su Historia natural un sinnúmero de patrañas, como si se tratase de hechos ciertos; patrañas que persistieron durante toda la Edad Media.

Tampoco Galeno logró escapar a tales errores. Afirmaba muy seriamente que Esculapio le había aconsejado en sueños una sangría.

El mismo dios le había apartado del designio de seguir en su expedición a los emperadores; defendía los encantamientos; pretendía explicar las enfermedades por la influencia de los demonios, de los eones, de las potestades ocultas, y las trataba con ayuda de hechicerías, haciendo llevar piedras de Éfeso, donde estaban escritas las palabras misteriosas que se leían en la estatua de Diana, o bien amuletos o piedras preciosas cargadas de figuras egipcias o símbolos tomados, ora del culto a Zoroastro, ora de la cábala hebraica.

Y Galeno repudiaba a los cristianos por supersticiosos (¡!).

El historiador judío Josefo describe seriamente en una de sus obras la baara, planta que mata instantáneamente a los osados que se atreven a descuajarla; Apuleyo, Celio, Calcagrimes, Virgilio y el propio Aristóteles creyeron en las propiedades de los filtros amorosos.

Luculo y Propercio pagaron con la vida su uso, y Lucrecio se suicidó arrebatado por uno de sus accesos. Papiriense aconsejaba precaver los cólicos tomando caldo de cachorro recién nacido; para curar las fiebres agudas, cortar un pedazo de puerta por cuyo umbral hubiese pasado un maniático, y decir sobre la madera un conjuro mágico; para preservarse de todas las enfermedades, comerse tres violetas silvestres.

Marcelo Empírico recomendaba escupir tres veces para quitarse los cuerpos extraños de los ojos; para resolver los orzuelos, tocárselos tres veces con el dedo índice y pronunciar unos latinajos; para curar los panadizos, tocárselos asimismo con los dedos y decir una frase en latín:

Pu, pu, pu, deum quiam ego te deum.

Con la invasión de los bárbaros quedaron abandonadas las ermitas, y se propagó la especie de que los diablos se apoderaban de las campanas y se las llevaban al seno de los estanques, en cuyas misteriosas profundidades había las entradas que conducían al centro de la Tierra, donde guardaban sus tesoros.

Arreberg era el genio que custodiaba aquellas poternas, y, como el basilisco, mataba con su soplo al imprudente que quisiera entrar en ellas.

El médico más eminente de Bizancio era Alejandro de Tralles, autor de un procedimiento para curar los cólicos rebeldes mediante un talismán con la efigie de Hércules ahogando al león nemeo.

Con los árabes la superstición tomó otro aspecto.
Por sus maridajes intelectuales con los judíos, pusieron la ciencia al servicio de quimeras en busca del elixir de larga vida y de la piedra filosofal, y nació la alquimia.

Entre los pueblos cristianos de Occidente, la superstición adquiría vuelos gigantescos.

Aparecieron los saludadores; resurgió el uso de talismanes y amuletos; se hicieron frecuentes los Juicios de Dios con las prácticas más crueles, en las que morían o quedaban mutilados en anticipado castigo quienes no habían conseguido ponerse de acuerdo previamente con los encargados de llevar a término la siniestra ceremonia.

Achacábanse las epidemias a infames pactos de algún réprobo en inteligencia con Satanás, y entre los acusados se señaló a Grimaldi, duque de Benevento, achacándole haber desencadenado una peste sobre Europa para vengarse de ciertas humillaciones que le había hecho sufrir Carlomagno.

San Agaberto, obispo de Lyón, consiguió convencer a las masas de que ningún mortal disponía de tan inconmensurable poder, y sólo así evitó una conflagración contra el calumniado.

Surgió más tarde la plaga de las brujerías, encantamientos, falsas posesiones y aquelarres.

No se libraban ni las personas de más calidad:
Enguereando de Marigny fue ahorcado, bajo la acusación de que había intentado embrujar al rey de Francia; Carlos VI de Francia se volvió loco a consecuencia de otra impostura, en la que se fingió que le aparecía un espectro en la selva de Mans.

En Asia, el Viejo de la Montaña explotaba la credulidad de los fieros montañeses fundando con ellos la secta de los asesinos, después de saturarles de cáñamo indio, provocándoles alucinaciones en las que se les aparecían todas las venturas del paraíso mahometano.

Hasta los sabios más eminentes buscaban efímera celebridad dando apariencia maravillosa a los productos de su ingenio.

Alberto el Magno construyó una cabeza de bronce que emitía sonidos guturales, y fingía que había creado un ser humano; con colores de cobalto había conseguido pintar una decoración de tonos mudables, y el vulgo creía firmemente que podía el sabio mudar a discreción la primavera en otoño.

Roger Bacon se mostraba partidario de que las masas siguiesen ignorando los secretos de la ciencia, considerándolas indignas de interpretarlos.

Con el Renacimiento la sociedad europea se paganizó, y los absurdos y desatinos tomaron una forma todavía más repulsiva y arriesgada.

El resurgimiento de la cultura sirvió para desorientar mucho más al vulgo, ignorante de todo y en condiciones de creer lo más inverosímil.

Cualquier fenómeno meteorológico un poco aparatoso era considerado como algo trascendentalísimo, y las multitudes, por autosugestión, veían en el mismo mil imágenes horripilantes.

Así ocurrió con un cometa aparecido en 1527, descrito por el astrónomo Simón Goulard, y con otro de la misma época, descrito nada menos que por el insigne Ambrosio Paré, el creador de la cirugía moderna.

Púsose en boga la aberración de los íncubos y súcubos, con sus derivaciones de alumbramientos infernales.

Cualquier feto monstruoso se consideraba fruto de diabólicos o bestiales ayuntamientos, y se llegó a clasificar en la misma categoría a los partos de más de tres gemelos.

Realizáronse ejecuciones de perros, gatos y cerdos; en Basilea se quemó un gallo en auto de fe; atribuyose a los brujos la potestad de que los gallos pusieran huevos, por singulares cruzamientos ¡con las culebras!

Con Paracelso, Glocenio, Kattray, Agripa, Cardan, della Porta y otras notabilidades que no desdeñaban sentar plaza de brujos u ocultistas, se difundió la alquimia por los Estados cristianos.

El emperador Rodolfo II fue un convencido, y se prestó a amparar a cuantos petardistas le prometían la piedra filosofal.

Brilló en todo su esplendor la astrología judiciaria, y monarcas y altos dignatarios mantenían y subvencionaban espléndidamente a sus expensas a astrólogos de prestigio.

Catalina de Médicis puso toda su confianza en Nostradamus, y se disputaban a Lucas Gauric príncipes y millonarios.

Las pestes que durante todo el transcurso del siglo XVII asolaron Europa dieron lugar a las más absurdas sugerencias, pretendiendo que las plagas obedecían a malhechores que embrujaban las aguas.

El pueblo se desbordó, inmolando víctimas completamente inocentes, a las que atribuía los males que le afligían, y, entre otros casos, fue descuartizado en Milán un infeliz inspector de sanidad que se frotó las manos manchadas de tinta contra la fachada de un edificio, y unas mujeres le acusaron de que untaba la misma con una grasa hechizada.

Surgió en la corte de Luis XIV otra plaga con las misas negras, extravagantes y sacrílegas ceremonias en las que, para bienquistarse con las potencias infernales, se llegó a sacrificar a tiernas criaturas, quemando después los exangües cuerpecitos para borrar las trazas del delito.

Si bien muchas veces son las supersticiones manifestaciones directas de residuos de culturas inferiores, que renacen con nuevos bríos al descomponerse el freno de la religión superior, otras veces son verdaderas epidemias, hijas de la desesperación o de una transformación económica sin la guía necesaria en la transformación intelectual correspondiente, por donde el antagonismo dualista toma los procedimientos de las religiones inferiores:

La brujería europea de los comienzos de la Edad Moderna, que usaba unturas de plantas narcóticas, capaces de producir diversas alucinaciones, fue en gran parte producto indirecto de las sutilezas de los teólogos o, por lo menos, sistematizada y combatida como beligerante en procesos que asolaron la Europa católica y protestante.

Y, como dice Juan Arzadun, «¿qué de extraño tiene que hiciera también estragos en el País Vasco, si todos creían a pies juntillas en ella?, chicos y grandes, pescadoras y doctores, alcaldes españoles y magistrados franceses; en una palabra, todos, menos la Inquisición».

Entre los principales campeones contra tales obsesiones persecutorias se cuentan dos jesuitas de aquel mismo siglo, Tanner y Spee.

En cambio, Pierre de l'Ancre, «que pertenecía a la caterva de jueces doctrinarios y ergotistas, que en todos los tiempos han buscado saciar su apetito condenador por medios apropiados a encontrar delincuentes donde no los hay y a excitar las bajas pasioncillas disolventes de pueblos y familias más que la verdadera misión del juez, que ha de ser la investigación de la verdad con la paz social, achicharró en pocos meses a más de 700 personas en el Labourd y reprochaba a los vascos el que comieran manzanas y bebieran sidra.

Reprochaba también a los vascos que vivan la mayor parte del tiempo al aire libre, porque les hace rústicos y poco adecentados y les da aspecto cambiante, el dejar que las doncellas lleven los cabellos sueltos, no tener miedo al mar y lanzarse alegremente a la espuma de las olas, que en otro tiempo engendró a Venus, que renace tan a menudo entre estos marinos a la sola vista de la esperma de ballena, que cogen todos los años (la semiciencia erudita se hace esclava de la palabra y de su etimología por ignorancia del objeto y cae en silogísticas tonterías peores que las mayores supersticiones)».

(Aranzadi, Viajeros rencorosos y ratones de biblioteca o los vascos en el siglo R, Euskalerria 1903).

Llegó a hacerse lugar común la especie de que los vascos son supersticiosos; pero Fr. Michel, después de decir que el pueblo francés es pueblo "d'esprits forts", atribuyó precisamente a los vascos la superstición acerca de los 13 comensales, la del vuelco del salero o los cuchillos cruzados, el grito de lechuza y aullido de perro, afortunado en el juego desgraciado en amores, viaje en viernes, barba roja, saludadores (que hasta en el nombre es importado), mal de ojo, medianoche de san Juan, echadoras de cartas, adivinadoras.

Todas ellas y la de brujería conocidísimas y vigentes fuera del País Vasco a poniente, levante, norte y sur, cerca y lejos, en montañas, valles, llanuras, aldeas, villas y ciudades.

La superstición de las posesiones se aprovechó como recurso de alta política, y así como se tramó la célebre impostura de los hechizos de Carlos II de España, en Francia fue quemada por hechicera Leonor de Galigay, acusándola de que había embrujado a la reina María de Médicis.

Otra de las lacras que desde este punto de vista azotaron a Europa fue el vampirismo, muy difundido hoy en los Balcanes, suponiendo que había muertos que por artes diabólicas resucitaban, filtrándose invisiblemente de sus sepulcros para alimentarse de la sustancia de los vivos.

Por si hubiese sido poco, afirmose, además, que las personas chupadas por los vampiros se convertían asimismo en seres de tal condición, y para combatir la plaga se quemaba a vivos y a muertos.

Por fin, llegó el siglo XVIII y las supersticiones tomaron otro rumbo, si no tan peligroso, no por esto menos perturbador.

La electricidad incipiente se tomó como cosa sobrenatural, se confundió con el magnetismo, y legiones de charlatanes consiguieron explotar el recurso en las principales poblaciones europeas, siendo Cagliostro y Mesmer admirados como semidioses.

Hasta el fin del Imperio romano persistió, según Martindale, un antiguo canto, ininteligible ya de siglos atrás, entre los arvales fratres o sacerdotes de la dea Dia (Ceres).

Hoy persiste el canibalismo en muchos cuentos de ogros y gigantes, y en forma de vampirismo curanderil se ha manifestado en acción en varios casos de Gádor (Almería), Castellón, Asturias, Capellades (Igualada), etc., como en otros la desfloración, lo mismo en las Indias, Rusia y Bohemia que en Alemania, Suecia, Italia y España, se ha creído eficaz para la curación de ciertas enfermedades.

La transmigración en forma de reviviscencia en sus herederos, más regularmente en el nieto, se refleja en la costumbre de poner a este el nombre del abuelo, tan general en Castilla en los tiempos del Cid y de los señores de la casa de Haro.

En el centro de Europa persiste como conseja la creencia de que los niños proceden del bosque, de pantanos, etcétera, sitios en que también habitarían las ánimas y del que los traería la cigüeña; otra costumbre, la de plantar un árbol al nacer un niño, se relaciona con los árboles, en que se ocultan almas infantiles, o los que sangran al herirlos.

También es una reminiscencia de animismo el árbol de mayo o de san Juan; pero no es propio el incluirlo en las supersticiones, pues no conserva el más mínimo rastro de trascendencia mágica, al igual que el carnaval.

Residuos de totemismo o naturalismo se observan, por otra parte, en muchas prácticas curanderiles, talismanes, mascotas, licantropía, pantomimas o mascaradas con disfraces de animales, incluso de peces, como en ciertas fiestas del Rhin y del Danubio.

Alcalde del Río refiere en su trabajo Las pinturas y grabados de las cavernas prehistóricas de la provincia de Santander (publicado en Portugalia, II, pág. 147, 1904), que en esta misma provincia «el último día del año se celebra en determinadas aldeas una fiesta llamada de la vijanera o viejanera, que consiste en ciertas danzas que pudiéramos denominar salvajes.

Al romper el día, los individuos que toman parte activa en el festival, y que suelen ser los dedicados al pastoreo principalmente, se lanzan a la calle cubiertos de pies a cabeza con pieles de animales y llevando colgados a la cintura innumerables cencerros de cobre.

Enmascarados con tan original y salvaje disfraz, corren, saltan y se agitan como poseídos de furiosa locura, produciendo a su paso un ruido atronador e insoportable.

Entregados a este violentísimo ejercicio pasan el día, y entre ellos será el héroe de la fiesta quien haya derrochado mayor energía y agilidad en sus movimientos y sea el último en rendirse al cansancio.

Al caer la tarde se congregan en el límite fronterizo a la aldea vecina, sin traspasar los linderos que las separan, y allí esperan a los danzantes de esta, si en ella se ha celebrado igual festejo.

Cuando se encuentran de frente ambos bandos, se preguntan en alta voz: '¿Qué queréis, la paz o la guerra?'.

Si los interrogados responden 'la paz', avanzan unos y otros, se confunden en fraternal abrazo y dan principio seguidamente a la danza final.

Si, por el contrario, la respuesta es 'la guerra', lánzanse los unos contra los otros y se muelen a golpes hasta que sus cuerpos, ya rendidos y quebrantados por el ejercicio del día, dan por tierra tan bien asendereados y maltrechos que es precisa la intervención de los vecinos pacíficos para irles transportando a sus hogares».

En el carnaval, con sus reminiscencias de las lupercales (Lecuona, Mozorros y lupercos, Euskalerriaren alde, 1927), e incluso sus tostadas, es dudoso si la procedencia primitiva es del Imperio romano como tal, o más bien de difusión más antigua, o característica común aún más inveterada.

Algo semejante ocurre con el Habergeiss del norte, centro y oriente de Europa, y con la tarasca del mediodía de Francia u otras semejantes de Italia y España.

Parece un contrasentido que en regiones agrícolas, desde los Alpes a Escandinavia, aparezca la cabra como presidiendo el cereal, y en Tracia y Grecia desde antiguo asociada a la viña, como no sea supervivencia de un estado pastoril.

Mas es de observar que en todo ello no hay ya influencia mágica, ni relación ninguna con la organización social; sin embargo, el albanés se representa a sus héroes como leones, y en el norte, las fylgias o genios tutelares tienen figura de animales, y el daño que a estos se haga pasa a su protegido.

El cuervo aparece como adivino en los normandos, y los britanos se pintaban en el cuerpo figuras de animales; el héroe irlandés Cuchulain tenía prohibido comer carne de perro, por su propio nombre, pues en su idioma Ku quiere decir perro.

Era frecuente entre los guerreros del norte y occidente de Europa el poner cuernos de toro en el casco; entre los reyes anglosajones, la cabeza de jabalí; entre los celtas, una cabeza de animal puesta sobre la propia.

Las figuras de animales heráldicos pueden también en ciertos clanes escoceses ser reminiscencias totemistas; los lobos de la casa López de Haro semejan también a las figuras de tales clanes.

En la agricultura persisten como fiestas las que en tiempos fueron magia de cosecha o de lluvia; por ejemplo, la joven polaca con corona de espigas y gallo sobre la cabeza...

Los mozos de Pinzgau: con flores artificiales, plumas de gallo y cintas; las abluciones del carnaval argentino; las del madrileño del siglo XVII, y las de la noche de san Juan actualmente en el mismo Madrid, como las de mozas y mozos de la Prusia oriental y Lituania al volver del mercado.

A un círculo cultural celta se ha querido referir la procesión y danzas de gigantones de occidente y mediodía de Europa hasta el oriente de los Alpes.

César y Posidonio refieren que los druidas (casta sacerdotal, probablemente precéltica) cada cinco años hacían sacrificios, construyendo figuras gigantescas de palos, ramas y paja, que llenaban con hombres, niños y animales y les prendían fuego.

Frazer dice que en Francia se llevaban en las procesiones gigantes vestidos de soldados y luego los quemaban. Hoy subsisten los gigantones procesionales en muchas ciudades flamencas, italianas y españolas.

En Londres representaban en otro tiempo a Goliat y David, o a Sansón y Dalila.

En Heinaut se mencionan de 1456 a 1460 en una procesión a causa de una peste.

En Tamweg (Salzburg, Lungau) había uno, llamado Sansón, y acompañado de dos enanos.

También son reminiscencias paganas muchas tortas de figura humana o de animales o sus partes, y los huevos de Pascua.

Más apropiado es incluir en el grupo de las supersticiones lo que conserve algo de trascendencia mágica en la mente de los subyugados por aquellas.

Marett (The threshold of religion) presenta, en antítesis del sacerdote, al partidario de la magia negra, al brujo egoísta, parodia del sistema vigente, y la magia como clase mala de relaciones con lo sobrenatural, que otros dirían preternatural, a que el hombre se acerca imperioso, dominante, para explotarlo individualmente.

En los dólmenes y menhires bretones pueden a veces verse símbolos e imágenes cristianos, pero estos son ardides para contrarrestar las reminiscencias, aún subsistentes en otros muchos de la región, con sus leyendas de hadas y enanos, sus prácticas curanderiles y adivinatorias; de supuestos príapos figurados se raspa una pequeña porción para mujeres estériles.

En Plouarzel iban los recién casados a pie al menhir, se desnudaban y se frotaban el vientre contra el saliente de la piedra (cada uno en el del lado correspondiente) para asegurarse posteridad.

En Italia valen ciertos restos prehistóricos como amuletos contra el mal de ojo.

En Albania, ciertas figuras de espigas cruzadas como talismanes para la buena cosecha, y en Inishire, islas de Aran, la cruz de santa Brígida con sus cinco zarzos se cuelga sobre la cama por un año desde el día de la santa, o del gorro del niño se cuelgan símbolos de porvenir (mano, bastón, cuchara, tijera, fusil, hacha, escala, sable, gallo, medialuna, estrellas, pistola, guitarra, martillo), y hasta se utilizan en Austria y otros países menudas estampas de santos para tragarlas contra los males de garganta.

También se conservan con carácter de hechizos, amuletos o talismanes las raíces con figura remotamente humana, por ejemplo, la mandrágora.

Muñecos de paja, por ejemplo, en figura de cigüeña contra el rayo en Vierlanden junto a Hamburgo; rama con trapos contra la enfermedad en Irlanda.

Muñequitos de trapo (Nénette et Rintintin) no comprados ni recibidos de regalo contra los bombardeos aéreos en la llamada cerebro del mundo.

De procedimientos mágicos subsiste, por ejemplo, en muchos países, el hacer pasar a un niño quebrado por la grieta de un árbol expresamente hendido, que después se ha de unir y curar, o tiene también significación el pasar por una grieta estrecha entre dos peñas, o en un árbol ahorquillado, o, en Escandinavia, por el hueco de una raíz extrañamente torcida.

Los trofeos de cabezas de enemigos han sido y son realidades hasta en las guerras más recientes, sin que se necesite, por tanto, hacer alardes de erudición con citas históricas, que únicamente servirían para ponerlos en relación con la significación trascendental que tuvieron en otro tiempo.

Por ejemplo, en la epopeya irlandesa, al caer herido por una flecha envenenada el héroe Bran, mandó que se hiciese un festín en honor de su cabeza; por último, la llevaron a Londres y la colocaron en White Hill de cara a Francia, sirviendo de talismán más tarde contra una invasión francesa.

La colocación de calaveras de animales sobre el vallado del cortijo en los Balcanes, en las casas o en palos en países alemanes, es más que dudoso que tengan la misma significación, o sean sustitutivos, pues Aranzadi (Espantajos de ingenio y monigotes de superstición, San Sebastián 1923) menciona de los pastores de las montañas vascas calaveras de vaca y cabra colocadas sobre varas más o menos movibles por la acción del viento y que sirven para defender de las aves de rapiña a los gallineros, motivo este que no tiene nada de supersticioso.

Se ha intentado relacionar con la magia del cráneo el plato con la cabeza de san Juan tallado en madera y que, puesto sobre la propia y pasando alrededor del altar, preserva de dolores de aquella, según se practica en Hohe Salve (norte del Tirol).

Problemático es también relacionar con antiguo culto de cráneos la conservación de calaveras en osarios de Bretaña, Salzburgo, norte del Tirol, etc.

Es creencia bretona que podían en ciertos días hablar y por Todos los Santos nombrar a quienes habían de morir el año siguiente; en Carintia y Bohemia, la fascinación de cráneos en que se hubiesen escrito números de la lotería daba éxito en el sorteo.

Por los antiguos tratados manuscritos de geomancia que se conservan de la Edad Media conocemos el método y disposición con que era aplicada la ciencia adivinatoria en los diversos actos y vicisitudes de la vida.

Tenían todos carácter cabalístico y simbólico y, por medio de palabras hebraicas mutiladas o corrompidas, daban título a una sección o agrupación de métodos determinados.

En el "Manuscrit namurois" du XV siècle, publicado en 1895 por el catedrático de Turín, Julio Camins, en la Revue de langues romanes (IV serie, t. VIII, pág. 27), se hallan unos 400 vaticinios o pronósticos geománticos, repartidos en 36 agrupaciones, en que cada una ostenta, respectivamente, títulos como: Gozal, Zona, Chove, Duzon, Gorsal, Cother, Arnagon, Mery...

En la agrupación I, o sea Gozal, se proponen preguntas, o, mejor dicho, respuestas, que presuponen una pregunta hecha por un sujeto a quien interesa saber algo...

Ante todo, en el Tratado se advierte que nadie ose hacer una pregunta que no sea necesaria, y que tampoco deben preguntarse cosas ya sabidas o previstas con certeza, así como tampoco las imposibles o quiméricas.

Para el éxito y exactitud de la respuesta era preciso al demandante hacer oración primero; abrir un libro cualquiera al acaso, y, según fuese la primera letra del mismo, consultar la inicial de la agrupación antes enumerada.

También podía cogerse a la suerte un signo del Zodiaco, y buscar la respuesta en la inicial de la misma agrupación...

En las voces Adivinación, Alquimia, Astrología, Nigromancia, Quiromancia y otras similares hallará el curioso toda la variedad de procedimientos y sistemas de que para adivinar lo futuro, lo lejano y lo oculto se servían los geománticos de la Antigüedad.

El erudito Pablo Meyer estudió el manuscrito de la Biblioteca Nacional de París núm. 7349 (sección latina), que es un tratado de geomancia escrito en lengua provenzal, probablemente en los siglos XIV o XV.

Está escrito en verso y contiene preguntas tan curiosas como las siguientes: "D'ome près, dich si exirá – De la prezó, o si morrá – De femma dich gran mervilla – Si es prenys de fill o de filla".

Carlos V de Francia tenía una rica biblioteca de obras de nigromancia, astrología, adivinación y geomancia, donde, al lado de curiosos tratados escritos en lengua latina, no faltaban libritos prácticos escritos en lengua vulgar, para uso de brujas de aldea y embaucadores urbanos.

El bibliófilo medieval de las supersticiones más absurdas fue indudablemente Juan I de Aragón, llamado el Amador de la Gentileza.

José María Roca, en su tratado "Les supersticiones médiques en temps de Isax I", expone documentalmente todas las prácticas y creencias supersticiosas del tiempo.

En la biblioteca de Martín I de Aragón se hallaban los tratados de geomancia siguientes:

"De la propietat de les planetes"; "Quadripartit de Tolomeo de juhís"; "Libre de les ymages del Cel, destres e sinistres"; "Significacions e propietats domorum", "De juhís temporals advenidors", y "De Strologia signorum alia".

Todos eran manuscritos en pergamino y con encuadernaciones riquísimas. Fueron destruidos en 1835 en el incendio y saqueo del monasterio de Poblet.

Pero, en cuanto a la superstición actual adivinatoria, no hay para qué emprender disquisiciones históricas:

El Verdadero Zaragozano, con los pronósticos del año, y más todavía el "Oráculo de Napoleón I", la "Estrella de la Fortuna", el "Libro de los Sueños", etc., son los mayores éxitos de librería, y no serán ciertamente analfabetos los compradores.

Ni son solo gitanas que embauquen a cándidas muchachas de servicio quienes tienen un lucrativo medio de vida en estas artes: en 1919 existían en París 35.000 adivinadoras, algunas de ellas domiciliadas en el barrio aristocrático de los Campos Elíseos y con clientela de la clase alta de la sociedad.

Estas modernas pitonisas de París y Nueva York se anuncian en los periódicos al nivel de los específicos infalibles, y sus noticias ocupan lugar preferente.

De París hemos mencionado ya los muñequitos Nénette et Rintintin, como podríamos mencionar un sinfín de porte-bonheur, entre ellos el trébol de cuatro hojas (que no sea sembrado expresamente), y podríamos decir que en París se evita, recurriendo a diversos subterfugios, el cuarto número 13 en los hoteles, o el cajón número 13 en los de servicio de parroquianos...

Aveces es difícil aquilatar la parte que haya de superstición o que sea mera influencia de la moda, en la propagación de los medallones con el trébol susodicho o con el número 13, o figuritas de cerdos o elefantes, etc., impropiamente llamados mascotas, pues este nombre se aplica más bien a un animal, en estado de vida, que acompaña y da buena sombra a un regimiento, principalmente inglés.

Se ha solido repetir muchísimas veces, en todos los tonos, que la superstición persiste en las clases sociales en que abundan los analfabetos, la incultura y la rusticidad...

¡Esto no es así!

Ya hemos tenido ocasión de mencionar hechos que están en flagrante contradicción con semejante prejuicio, y otra prueba ejemplar es que los mismos escritos destinados a exponer las supersticiones como tales, combatiéndolas a la vez, no osan arrostrarlas, sea porque se han escrito en el país en que rige el ejemplo, sea porque el escritor es de ese país y, a pesar de comprender la falta de fundamento de la superstición del caso, no logra vencer la repugnancia de la subconsciencia...

Puede servir de ejemplo el que los andaluces dicen «nombrar la bicha», y el escritor no se atreve más que a intercalar unos puntos suspensivos entre el artículo y el sustantivo, cuando, en realidad, dicho así, no da ocasión a ninguna alarma ni conjuro.

Pero si nombra uno la culebra, inmediatamente, sea a ojos vistas, sea de ocultis en el bolsillo, extenderán el índice y el meñique de una mano (figura adjunta), haciendo a la vez movimientos laterales con la muñeca y diciendo: «lagarto, lagarto».

Y si ven tres curas juntos, procurarán anular la «mala pata», escupiendo fuerte tres veces.

Para que se marche una visita pesada o importuna pondrán detrás de la puerta una escoba hacia arriba; o atraerán la «buena sombra» colgando de la puerta una herradura vieja encontrada, o pasarán la mano o el billete de lotería por la espalda de un giboso.

Además del ejemplo antes citado, puede mencionarse, como superstición o moda, el nombre de la guigne (cereza mollar) y de la veine, que se conjura en Francia tocando madera; como en Inglaterra el mentar al cerdo o la liebre, mientras se pesca, obliga a contestar cold iron, y los demás han de tocar hierro frío.

La Revue des Revues de 1898 mencionaba, muy en serio, como una de las causas de las desgracias de una nación, el número de orden del nombre de su rey (Aranzadi, Etnología, 1899).

Al final del primer cuarto del siglo XX se ha visto en Burdeos un proceso por haber apaleado a un archimandrita varias personas, entre ellas un agente de cambio, un inspector de seguridad, un director de orquesta y un empleado de banco, quienes por este procedimiento curaron a una madama, que decían hechizada por aquel, y a la vez le substrajeron documentos referentes a una imagen llorona.

En el brevetín o los evangelios que se cuelgan al niño en muchos puntos de España, además de contener, por ejemplo, el principio del Evangelio de san Juan, suelen acompañar a este pedacitos de carbón, coral, etc.

Resabios no tan frecuentes ya son: el de que quien se pesa o retrata a menudo, morirá pronto; la resistencia a dejarse retratar por perder en ello parte de su sustancia o apoderarse de parte de su personalidad el poseedor del retrato; las curas a distancia de los pastores franceses sin más base de diagnóstico que un mechón de pelos.

Zola tuvo el número 3 por de buena sombra (porte bonheur) y luego lo cambió por el 7; todas las noches cerraba herméticamente las ventanas de su casa de campo con disposiciones especiales para que no entrasen los espíritus (Journal des Goncourts, VII, 37, 1894).

En Francia y Alemania son muy frecuentes los zahoríes que, con una varita de avellano bifurcada, descubren la existencia de aguas subterráneas o filones, y esta cuestión se presenta con formas más o menos científicas y se discute en las revistas de ciencias e industrias.

Más trascendentes son las modernas difusiones espiritistas, con su telepatía, sus materializaciones, levitación, doble vista, etc., sistematizadas en la llamada ciencia metapsíquica y ocultismo.

Ejemplo de supersticiones, que parasitariamente se amalgaman con prácticas más o menos devotas, tenemos en el robo de la imagen del Niño Jesús a la de san Antonio para forzarle a que halle una cosa perdida o devuelva el cariño del novio.

En el chapuzón a la imagen que se lleva en procesión de rogativa de lluvia.

En la idea conminativa que se atribuye al conjuro ritual, etc. La devoción a imagen determinada suele a veces degenerar en idolatría, y aun va más allá en casos como los de los gitanos de Balaguer, que invocan al Santo Cristo para maldiciones o para éxito en sus trapacerías.

Una gitana subía descalza, de rodillas, la rampa con los brazos en cruz, y le dijo el custodio:

–Buena mujer, haces una penitencia muy pesada.

–Sí, señor, pero muy a gusto.

–¿El Santo Cristo te ha hecho algún beneficio muy grande?

–Ya lo creo; como que en todo el mundo no hay una imagen tan poderosa; figúrese que le hice esta promesa, si me concedía lo que le pedía, y se ha hecho como yo quería: le prometí que subiría de rodillas si un tío mío se moría descalabrado y no habría curas en el entierro (Serra Boldú, Calendari folklóric d'Urgell, 16 Mayo 1914).

Tales son también los encargos de misas con oculta intención malévola.

Superstición
1. Etimología y definición. Proviene esta palabra de la latina superstitio; mas no todos los autores están conformes en asignar el origen y la semántica de la misma.

Cicerón, a quien sigue san Isidoro, la deriva de superstes (sobreviviente), diciendo que en un principio se llamaban supersticiosos aquellos que cada día hacían oraciones y sacrificios para que los dioses les conservasen la vida (ut superstites essent).

Lactancio se conforma con esta etimología, mas da otra explicación en cuanto al sentido, pues cree que eran llamados supersticiosos aquellos que daban culto a los antepasados, como sobrevivientes (superstites) en sus manes o en sus imágenes.

Esta misma etimología la explica Servio en otra forma, afirmando que el nombre de supersticiosas se daba a ciertas mujeres que alcanzaban muy larga edad, porque sobrevivían (superstitis) a otros muchos de su tiempo ya fenecidos.

Y como estas viejezuelas suelen ser dadas a excesivas prácticas de piedad y de religión, de ahí procede el que se dé ese nombre a todo el que abusivamente o con exceso se da a dichas prácticas.

Finalmente, Lucrecio sigue otro camino y enseña que superstición es el excesivo y vano temor de las cosas que están sobre nosotros (super stantium, de donde super statio = superstitio), como son los astros y los dioses.

Esta etimología parece ser la más verdadera, aunque la explicación no sea del todo exacta.

Cualquiera que sea el sentido primitivo de la palabra, todos estos autores convienen en que superstición significa un exceso en las prácticas de religión y de culto.

Ya se ve que este exceso no ha de entenderse cuantitativamente, pues nunca podemos dar a Dios todo lo que Él se merece por razón de ser nuestro primer principio y último fin; sino que el exceso ha de estar en la cualidad o modo del mismo culto.

Así, santo Tomás dice que «la superstición es un vicio opuesto a la virtud de la religión, por exceso, no porque la superstición conceda al culto divino más que la verdadera religión, sino en cuanto se da culto divino a quien no debe darse o de la manera que no debe darse».

Este es el sentido teológico de la palabra superstición, comprendiendo en ella, por tanto, cualquier exceso en las prácticas de la religión o en lo referente al culto divino.

Y como todo culto a Dios ha de estar fundado en la verdad, de ahí es que se considera también como superstición la creencia en cualquier falsedad o superchería referente a cosas sobrenaturales o religiosas, y esta es la acepción vulgar en que hoy se toma generalmente esa palabra.

Es de advertir aquí que alguna vez encontramos la palabra superstición empleada en buen sentido, como cuando el apóstol san Pablo dice a los atenienses que ha visto que son muy supersticiosos (superstitiosiores), como si dijera muy religiosos; mas esto no es frecuente, ni hoy se la toma nunca en esa acepción.

2. Especies. La superstición tiene dos especies principales, según se desprende de la definición citada del angélico maestro: o bien se da culto religioso a quien no debe darse, o bien se da de un modo que no debe darse.

En esta segunda especie se da culto al verdadero Dios, mas en la manera de darlo se mezcla alguna cosa falsa o inconveniente.

Así escribe el mismo doctor común de la Iglesia, santo Tomás de Aquino:

«Si hay alguna cosa en el culto o prácticas religiosas que de suyo no se ordene a la gloria de Dios, ni a elevar a Dios la mente del hombre, o refrenar las desordenadas concupiscencias de la carne, y, de igual modo, si no es conforme a lo establecido por Dios y por su Iglesia, o está contra la costumbre universal del pueblo cristiano, todo esto debe reputarse por superfluo y supersticioso».

Por este concepto, sería supersticioso proponer al pueblo como cosa de fe cualquier falsedad o invención humana, lo mismo que creer esas falsedades sabiendo que no pertenecen a las enseñanzas de la fe católica.

Es de igual suerte supersticioso añadir a las prácticas del verdadero culto ciertas circunstancias, pormenores o modalidades que en nada se refieren al fin del verdadero culto, como si alguno quisiera oír la misa de un sacerdote porque se llamara Pedro, y no la de otro porque se llamara Pantaleón...

O si creyera que para alcanzar lo que pide tendría que rezar tal o cual oración cierto número determinado de veces, ni una más ni una menos, o que sería preciso recitarla en tal o cual postura, como mirando al oriente, etc.

Supersticiones de estas hay muchas en el pueblo.

Mas es de advertir que en muchas ocasiones estos pormenores o circunstancias están determinados o aprobados por la Iglesia, y en ese caso no son supersticiosos, pues tienen un valor simbólico o representativo de alguna verdad concerniente a la religión, aunque a veces ese valor simbólico no sea tan conocido del pueblo cristiano.

Tampoco serán supersticiosas, por la misma razón, aquellas condiciones o circunstancias que sean medio adecuado para aumentar la devoción de los fieles o tengan alguna relación verdadera con Dios o con las verdades de la religión.

Por ejemplo, el querer oír la misa de un sacerdote con preferencia a otro porque se le tiene en gran concepto de santidad, o porque la dice con mayor pausa y gravedad, lo cual puede mover más a devoción.

De suerte que la regla para conocer si ciertas prácticas son supersticiosas es, ante todo, ver si están o no aprobadas por la Iglesia, y, si no lo estuvieran, examinar si tienen fundamento racional en las verdades de la religión o son de suyo aptas para mover la devoción de los fieles, pues, en caso contrario, como supersticiosas han de reputarse.

La otra especie de superstición consiste en dar culto religioso a quien no se debe dar, especialmente al demonio, de una manera más o menos explícita.

Se subdivide esta segunda especie en idolatría, adivinación y vana observancia.

La idolatría consiste en dar culto a dioses falsos (ver Idolatría).

La adivinación, cual la entendemos aquí, es «una especie de superstición por la cual se invoca al demonio explícita o implícitamente para conocer con su auxilio las cosas ocultas».

La vana observancia es también «una especie de superstición, en la cual, para conseguir un efecto determinado, se emplean ciertos medios que ni por su naturaleza ni por disposición de Dios o de la Iglesia son aptos para el fin que se intenta conseguir (Prümmer) (V. Observancia).

A esta vana observancia pertenece lo que los antiguos llamaban ars notoria, en virtud de la cual pretendían aprender alguna ciencia como por infusión de alguna causa sobrenatural, empleando para ello ciertos medios inadecuados y ridículos.

El ars notoria apenas se distingue de la adivinación.

Pertenece también a la vana observancia el arte de curar enfermedades o prevenirse contra ellas, así como contra cualquier otra desgracia o contrariedad, por medio de ensalmos, amuletos y otras prácticas semejantes, que aún hoy se usan en muchos puntos de Europa.

Por último, se incluye asimismo en la vana observancia la creencia en futuros acontecimientos prósperos o adversos por cualquier accidente fortuito que sobrevenga en determinadas circunstancias y que no puede tener relación ninguna con los acontecimientos subsiguientes.

También pertenecen a estas supersticiones las ordalías del agua y del fuego, tan frecuentes en la Edad Media; lo mismo que la magia, el maleficio, el espiritismo y el ocultismo, pues todas estas artes suponen algún pacto más o menos explícito con el demonio.

Es preciso advertir, sin embargo, que en la práctica habrá muchas veces dificultad en discernir si ciertos efectos maravillosos deben atribuirse a causas naturales de hipnotismo, magnetismo, etc...

O a la intervención del demonio, y en estos casos de duda, con tal que se proteste de que no se quiere trato ni comunicación alguna con los espíritus malignos y no haya inmoralidad alguna ni en los efectos que se intenta conseguir ni en los medios que para ello se emplean, debemos considerarlos como fenómenos naturales y no como prácticas supersticiosas.

3. Gravedad y malicia. Toda superstición es de suyo pecado grave, como contraria a la virtud de la religión; mas es muy distinta su malicia en cada una de las especies de superstición que hemos señalado.

La idolatría es la más grave de todas, ya que por ella se niega al verdadero Dios el culto que le es debido en reconocimiento de nuestra sumisión y total dependencia, para dar ese culto a una criatura, como si ella tuviera razón de primera causa o de último fin.

Dios no puede renunciar jamás al derecho absoluto que tiene sobre nosotros y sobre todo nuestro ser, ya que de Él dependemos totalmente en cuanto al ser y en cuanto al obrar, y si, por un imposible, Él renunciara a este derecho, en el mismo instante quedaríamos reducidos a la nada.

Por consiguiente, el reconocer ese derecho en una cualquiera criatura, dándole culto religioso como si fuera el verdadero Dios, es un delito de lesa majestad contra la Majestad infinita de Dios; es como querer despojarle a Él de su soberanía inalienable para colocar otro en su lugar.

De las otras especies de superstición, las más graves son aquellas que suponen un pacto explícito con el demonio, como sucede a veces en la adivinación y vana observancia, pues esto implica también cierto culto, sumisión y vasallaje al enemigo perpetuo de Dios y de nuestras almas, o cuando menos algún trato amistoso con él, lo cual es como una traición que se hace a Dios pactando con su enemigo.

Por este motivo es siempre pecado mortal esta especie de superstición.

En los otros casos de superstición, en que no hay pacto explícito con el demonio, no deja de haber también pecado mortal si se tiene conocimiento de que el espíritu malo puede intervenir en tales prácticas supersticiosas, mas la ignorancia fácilmente excusa aquí de pecado grave.

Igualmente se librará de pecado grave el que ejecute cualquiera de estas prácticas, por ejemplo, echar las cartas y otras semejantes, como por broma y sin prestarles crédito, aunque siempre es peligroso, pues el demonio fácilmente se inmiscuye en perjuicio de las almas.

En cuanto a la otra especie de superstición, que consiste en dar culto al verdadero Dios de un modo inconveniente, será más o menos grave el pecado según la importancia de las inconveniencias o falsedades que se introduzcan en el culto, teniendo presente que también la ignorancia y buena fe pueden excusar de pecado en muchas ocasiones.

Evitar un gato negro, esquivar una escalera abierta o no derramar la sal son algunas de las supersticiones más conocidas, pero hay otras muchas que afectan, incluso, a colectivos mucho más amplios.

Se trata de ancestrales creencias que difícilmente pueden ser desterradas del inconsciente colectivo.

Por ello, profundizando en su origen y justificación, tal vez podamos aprender algo más sobre nosotros mismos.

El escultor Ponciano Ponzano sentía aprensión por la escultura de animales. Creía que reproducirlos en el mármol traía alguna desgracia.

No obstante, aceptó el encargo de esculpir los leones de la fachada del Congreso de los Diputados de Madrid con el bronce fundido de los cañones tomados a los moros en la guerra de África del año 1860.

No pudo terminar su obra. Falleció el 15 de septiembre de 1877 y los supersticiosos se apuntaron así un tanto.

Es conocido el binomio superstición-ignorancia. El político irlandés Edmund Burke lo resumió en una frase lapidaria:

"La superstición es la religión de los espíritus débiles".

Y el racionalista Voltaire, en su Diccionario filosófico, expresó: "Siempre esperaré que sea más justo el que crea en Dios que el que no crea; pero también esperaré más disgustos y persecuciones de los que sean supersticiosos".

Sin embargo, grandes personajes de la cultura fueron unos supersticiosos de tomo y lomo.

El escritor Somerset Maugham tenía el símbolo del mal de ojo grabado en la repisa de la chimenea y lo hizo imprimir en sus papeles y libros.

Samuel Pepys creía que la pata de conejo era un buen remedio a sus accesos de cólico.

El pintor Cornelius Van der Ville tenía las patas de su cama metidas en platos llenos de sal para que le guardaran de los espíritus del mal.

Y Pascal llevaba cosidas en el forro de sus trajes inscripciones místicas que creía eficaces contra la duda y la desesperación.

Para los etnógrafos la superstición es una mina a la hora de encontrar antiguos ritos y tradiciones, en parte precristianas, siendo un elemento mal interpretado en el mundo de la fe.

Un buen ejemplo lo tenemos en los presagios de los espejos rotos. Romper uno de ellos, dicen, es causa de siete años de mala suerte.

El origen es muy simple. Los espejos siempre han sido instrumentos de adivinación y, por consiguiente, romperlos equivale a destruir un medio de conocer la voluntad de los dioses.

Casi nadie está dispuesto a admitir públicamente que es supersticioso, pero en la intimidad y en nuestro fuero interno caemos en algunas de esas prácticas.

Si se derrama sal en la mesa, recogemos un poco de la misma arrojándola por encima del hombro izquierdo; si en nuestro camino se interpone una escalera abierta, la bordeamos.

Desde las culturas más primitivas se conoce el empleo de la sal para la conservación de los alimentos y para evitar la corrupción de los cadáveres al embalsamarlos.

Es decir, se le otorgaba un misterioso poder purificador. Por tanto, resulta lógico que el derramar sal constituyera un indicio de mala suerte. Se llegaba a echar sal en la puerta de una casa para conjurarla de los malos espíritus.

Para esta superstición también hay que buscar algunos de sus posibles orígenes en hechos bíblicos.

Para contrarrestar estos malos augurios (más bien sugestión) se acostumbra a echar una pizca de sal derramada sobre el hombro izquierdo tres veces, ya que, según la tradición, este hombro es elegido para apaciguar al diablo.

El negarse a pasar por debajo de una escalera obedece a una vieja creencia de la Humanidad: la del triángulo sagrado, símbolo matemático constituido, en este caso, por el suelo, la escalera y el muro contra el que se apoya, identificado con la Santísima Trinidad por el cristianismo.

Triángulo que no se podía romper so pena de sacrilegio.

La superstición que impide que dos o tres fumadores enciendan sus cigarrillos con una misma cerilla tiene su origen en la Guerra del Transvall (1899-1902), donde los bóeres eran tan buenos tiradores que los ingleses en facción sobre la línea de fuego no tenían tiempo para encender tres cigarrillos con la misma cerilla sin que el centinela enemigo apuntase y matase al último a quien se daba lumbre.

Con respecto a "tocar madera", Roberto Keller, en su obra "La Quincena" (1952), asegura que cuando tras una frase demasiado optimista tocamos madera aludimos a la religión de los parsis (surgida más de mil años antes de Cristo), según la cual las vetas de la madera estarían habitadas por el genio del fuego y de la vitalidad.

Otro posible origen se refiere al Lignum Crucis, es decir, a los trozos supuestamente auténticos que se han conservado de la cruz en la que murió Cristo. Tocar una de estas reliquias era síntoma de buena suerte.

¿Y qué decir de la fascinación que han sentido muchas culturas por el gato?

En algunas le han convertido en una deidad (como en Egipto, representado por una diosa) o en uno de los animales a evitar, como durante la Edad Media en Europa, al asociarse a las brujas y los aqueelarres.

Para los egipcios, su muerte era motivo de duelo familiar. Pero el gato negro no siempre es sinónimo de mala suerte:

Winston Churchill acariciaba a los gatos negros para atraerse la buena suerte.

Napoleón, en cambio, padecía de ailurofobia, es decir, temía más a un gato que a un ejército.

La expresión: un pájaro de mal agüero
Hay expresiones que resultan accesibles a ciertos niveles de hondura antropológica.

Tal es el caso de la fórmula Eres un pájaro de mal agüero, advertencia que sirve para decir a otro que actúa como un gafe o como un inductor de pesares y desdichas.

En realidad, un agüero o augurio es un anuncio, un presagio de acontecimientos del porvenir.

En el caso del dicho acá comentado, tal presagio se refiere a sucesos desfavorables. La mala suerte está al caer y parece que con ese conjuro pretendemos sortear la adversidad.

¿Una superstición? Por supuesto que sí, pero no ha de extrañarnos, porque el botín del refranero está repleto de ellas.

Al decir de los historiadores, el modismo tiene su venero en tiempo de los romanos. Aunque prácticos, estos eran también gente crédula, incluso en exceso.

La intuición mágica que da lugar a la práctica del agüero es bien expresiva: los augures o maestros de la predicción quisieron que el comportamiento de las aves se conformase en metáforas.

Un revuelo hacia el norte, el bullir de las alas o cierto modo de trinar admitieron una interpretación profética; y en adelante, el graznido del cuervo se convirtió en signo de graves predicciones.

Desde luego, también hubo augures con habilidades de carnicero, que cifraron el código del futuro en las entrañas de un pollo sagradamente trinchado.

En todo caso, fueron estas aves de la suerte las que sirvieron para retratar los acontecimientos venideros con fidelidad especular.

Ya lo insinuamos al comienzo: el mensaje solapado del chamán debe interesar al antropólogo. No obstante, también puede ser útil para el amante de las etimologías.

Así lo confirma la Real Academia Española, y concretamente una de sus primeras entregas, el Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua (tomo primero, Imprenta de Francisco del Hierro, 1726).

Ahí se define el agüero con fundamento histórico:

«Los gentiles llamaban así a cierto género de adivinación por el canto, el vuelo y otras señales, que tenían observadas en las aves, y se llamaban augures los que formaban estos pronósticos».

Luego añade la RAE que, entre nosotros, «se toma esta voz por los pronósticos buenos o malos, que neciamente se forman de algunas casualidades, que no pueden tener conexión alguna para inferir de ellas los sucesos que son libres, y penden de superior providencia, en que se cometen muchas supersticiones».

En clave etimológica, el vocablo «viene del latino augurium, que significa esto mismo».

En Estar al loro. Frases y expresiones del lenguaje cotidiano (Alianza Editorial, 2005), el estudioso José Luis García Remiro cita varias anécdotas en torno al mismo asunto.

Menciona, por ejemplo, a Cicerón, que en "De divinatione" mostraba su interés en saber por qué era signo propicio el aleteo del cuervo hacia la derecha y también el de la corneja hacia la izquierda.

Se ve que Plutarco, con afán racionalista, se hacía la misma pregunta, sin hallar otra respuesta que el escepticismo.

García Remiro destaca que no todos los antiguos se tomaban en serio los augurios.

De hecho, algunos personajes de aquel tiempo demostraron que era posible manipular el destino reinterpretando los signos del vaticinador.

En la misma monografía leemos que Platón se asombraba de que un arúspice pudiera ver a otro «sin que a ambos les entrase la risa».

Tiempo después, Quevedo analizó con humor esta misma superstición en "El libro de todas las cosas... ".
Arturo Montenegro

Fuentes:
http://cvc.cervantes.es
http://www.filosofia.org
http://mis-remedios-caseros.com
http://www.cuentometro.com.ar
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"Los arquitectos tapan sus errores con enredaderas. Los médicos, con tierra" (Cantervill).

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