Aniversario de Gilbert Keith Chesterton, 1.874 a 1.936. Fue no sólo el creador del Padre Brown, sino un ensayista, un autor de admirables biografías, un historiador y un poeta. Hubiera podido ser un Egdar Allan Poe o un Kafka...

prefirió -deberémos agradecérselo siempre-, ser Chesterton. Nació en Londres en 1.874, en el seno de una familia de clase media. Según recuerda en su “Autobiografía”, el fin del colegio secundario y la consiguiente dispersión de los amigos lo introdujeron en un tiempo lleno de "dudas, morbos y tentaciones". En medio de un ambiente ateo, era él "un completo agnóstico". En 1.895 dejó la Universidad en la que cursaba dibujo, pintura, literatura, francés y latín -sin haber terminado sus estudios- y comenzó a trabajar en Londres para los editores Redway y Fisher Unwin. Inició su carrera literaria redactando artículos sobre arte y política para periódicos.

En el año 1.900 publicó su primer libro: la colección de poemas Greybeards at play. A este lo siguieron las biografías de Robert Browning (1.903) y Charles Dickens (1.906); y las novelas “El Napoleón de Notting Hill” (1.904), que critica al mundo mecanizado moderno destacando las virtudes de épocas anteriores, y “El hombre que fue jueves” (1.908), que denuncia la decadencia cultural de finales del siglo XIX. En el año 1.900 conoció al joven historiador Hilaire Belloc, con el que fundaría un diario para exponer sus ideas. En 1.901 contrajo matrimonio con Frances Blogg, una joven y bella cristiana practicante, a quien conoció durante el otoño de 1.896 y de quien se enamoró a primera vista. En 1.907 conoció al padre O'Connor, un sacerdote católico que igualaba a Chesterton en inteligencia y simpatía. Se sorprendió al comprobar que este había sondeado los abismos del mal con mucha mayor profundidad que él: "Que la Iglesia Católica estuviera más enterada del bien que yo, era fácil de creer. Que estuviera más enterada del mal, me parecía increíble.

El padre O'Connor conocía los horrores del mundo y no se escandalizaba, pues su pertenencia a la Iglesia Católica le hacía depositario de un gran tesoro: “la misericordia". En la figura del padre O’Connor se inspiraría Chesterton para crear al Padre Brown, el personaje principal de una exquisita serie de cuentos policiacos, cuya recopilación más famosa se titula “El candor del Padre Brown”. En 1.909 dejó Londres para radicarse junto a su esposa en Beaconsfield, localidad ubicada 40 kilómetros al oeste de la capital inglesa. Y un año después publicó la novela “La esfera y la cruz”. En 1.919 publicó un poema épico, “La balada del caballo blanco”, sobre las guerras de Alfredo el Grande con los daneses. Ahí hallamos la extraordinaria comparación: “Mármol como luz de luna maciza, oro como un fuego congelado”. Otro poema define así la noche: “Una nube mayor que el mundo y un monstruo hecho de ojos”. No menos admirable es su “Balada de Lepanto”, en la última estrofa el capitán Cervantes envaina la espada y sonríe pensando en un caballero que recorre los infinitos caminos de Castilla. Su obra más famosa la constituyen los cuentos del Padre Brown.

Cada uno de ellos sugiere un hecho fantástico, que luego se resuelve racionalmente. Entre sus estudios críticos citaremos los dedicados a San Francisco, a Santo Tomás, a Chaucer, a Blake, a Dickens, a Browning, a Stevenson y a Bernard Shaw. Escribió asimismo, una espléndida historia universal, cuyo título es “El hombre eterno”. Su obra total supera la cifra de cien volúmenes. Bajo sus bromas hay una profunda sabiduría. Su corpulencia era famosa; se cuenta que en un ómnibus ofreció su asiento a tres damas. Chesterton, el escritor más popular de su tiempo, es una de las figuras más carismática y punzantes de la literatura”.

- ¿Porqué leer a Chesterton hoy en día? Chesterton se consideraba antes que nada un periodista. Como “jolly journalist” -un alegre periodista- se describió a sí mismo. Durante años escribió una columna semanal en periódicos como el “Daily Mirror”, desde la que fue dejando testimonio del nacimiento del siglo XX, desde su peculiar perspectiva siempre individual. Este es un punto digno de consideración, ya que desde su conversión al catolicismo se le clasifica esencialmente como un conservador, lo que no termina de hacerle justicia. Opuesto al pacifismo, detestaba también el imperialismo, y llegó a decir que el horror ante la guerra es el primer paso en el camino de la santidad. Opuesto al sufragismo, no deja de decir que todo el mundo explota a las mujeres. En una palabra, es un escritor paradójico que nunca deja de sorprendernos. En cualquier caso, observamos en sus escritos los primeros restaurantes de comida rápida, los libros de autoayuda, la defensa de los derechos de los animales o la globalización. Fenómenos que, para bien o para mal no nos han abandonado con el transcurso del siglo XX. Durante la Segunda Guerra Mundial murió su único y amado hermano Cecil. Terminada la Guerra, Chesterton lideró el Movimiento Distributista, que propiciaba la división de la propiedad en partes pequeñas y su distribución pareja entre todas las personas.

En 1.922 dejó la iglesia anglicana para unirse a la católica. Al año siguiente publicó una biografía de San Francisco de Asís y, en 1.925, “El hombre eterno”, que presenta la concepción cristiana de la historia. A petición de los editores de la biografía de San Francisco, escribió diez años después una biografía de Santo Tomás de Aquino: "el mejor libro que se ha escrito jamás sobre Santo Tomás", según palabras de Étienne Gilson. Habiendo publicado en vida cerca de cien libros, murió el 14 de junio de 1.936 en su casa de Beaconsfield. El filósofo rumano Mircea Eliade, a los pocos días del deceso, dijo: "La literatura inglesa ha perdido al ensayista contemporáneo más importante, y el mundo cristiano a uno de sus más preciosos apologistas. Inglaterra está más triste y confusa después de la desaparición de G.K Chesterton". Su contextura física era desproporcionadamente grande, por lo que algunos lo comparan con el "buey mudo" (Tomás de Aquino). Además del enorme físico y la inteligencia punzante, lo caracterizaban el buen humor y la risa franca y contagiosa. Solía bromear con expresiones como "Por lo que respecta a mi peso, nadie lo ha calculado aún". A lo largo de su vida fue distinguido por diferentes instituciones: recibió grados "honoris causa" de las universidades de Edimburgo, Dublín y Notre Dame, y fue hecho Caballero de la Orden de San Gregorio el Grande. -Dos ejemplos de su ingenio- “Una anécdota más bien improbable”. No recuerdo si esta historia es verdad o no. Si la leyese con cuidado, sospecho que decidiría que no.

Pero por desgracia no puedo leerla con cuidado porque aún no la he escrito. Durante gran parte de mi infancia, la idea y la imagen de la misma, permanecieron conmigo. Puede que lo soñase antes de aprender a hablar, o que me la contase a mí mismo antes de saber leer, o que la leyese antes de tener recuerdos conscientes. Sin embargo, estoy completamente seguro de no haberla leído ya que los niños tienen memorias muy claras de cosas semejantes. Y de los libros que me encantaban, recuerdo no solo la forma, el volumen y la encuadernación, sino incluso la posición de las palabras impresas en muchas de las paginas. Teniéndolo todo en cuenta, me inclino a creer que me aconteció antes de mi nacimiento. En cualquier caso, contemos el cuento con todas las ventajas de la atmósfera que lo ha ido empapando. Pueden ustedes imaginarme, por así decirlo, sentado comiendo en uno de esos restaurantes de comida rápida donde la gente come tan rápido que lo que ingieren pierde la categoría de comida, y donde pasan su media hora libre tan deprisa que pierde la categoría de descanso, aunque apresurarse en el descanso es la actitud menos profesional que uno puede adoptar.

Todos tenían puestos sus sombreros de copa, como si no pudiesen perder ni un instante en colgarlos de una percha. Todos tenían un ojo ligeramente hipnotizado por el enorme ojo del reloj. En resumen, eran esclavos de la moderna cautividad y podía escucharse rechinar sus grilletes. Cada uno estaba, de hecho, sujeto por una cadena, la más pesada que nunca ató a un hombre: la cadena de su reloj de chaleco... Ahora bien, entre los que entraban y se sentaban frente a mí, hubo uno que, casi inmediatamente, inició un monólogo que nadie interrumpió. Estaba vestido como todos los demás hombres, sin embargo, su conducta era sorprendentemente distinta. Tenía puestas la chistera y el frac, pero los llevaba de la manera en que objetos tan solemnes deben llevarse. Llevaba el sombrero de seda como si fuese una mitra, y el frac como si fuese la túnica de un gran sacerdote. No solo había colgado su sombrero sino que, era tal su decoro, que casi pareció pedirle permiso y pedir disculpas a la percha por utilizarla. Cuando se sentó en la silla, lo hizo en la manera que lo haría alguien que tuviese en cuenta los sentimientos de la silla, y haciendo una pequeña reverencia a la mesa de madera, como si fuese un altar.

No pude evitar hacer un comentario porque aquel era un hombre robusto, vigoroso y de aspecto próspero y, aun así, trataba las cosas con un cuidado que casi llegaba al nerviosismo. Por decir algo para demostrar mi interés, dije: -Estos muebles parecen sólidos pero, desde luego, la gente los trata demasiado descuidadamente. Mientras le observaba dubitativo me fijé en sus ojos, no pude apartarlos de su mirada apocalíptica. Le había tomado por un hombre corriente al entrar, excepto por su manera de comportarse extraña y cautelosa. Pero si los demás se hubiesen fijado en él, habrían escapado gritando de la habitación. No se fijaron y siguieron haciendo ruido, con el resonar de sus tenedores y el murmullo de su conversación. Pero el rostro de aquel hombre era el de un demente. - ¿Quiere Vd. decir algo con eso? -contestó al rato, y su cara recuperó el color. -Nada en absoluto- repliqué -Aquí nadie dice nada coherente. Amarga la digestión... Se reclinó en su silla y se enjuagó el sudor de su ancha frente con un gran pañuelo, sin embargo, parecía haber una nota de decepción en su alivio. -Supuse que quizá -susurró -otra se había estropeado. -Si se refiere a otra digestión defectuosa -dije- nunca oí que ninguna fuese buena. Este es el corazón del imperio, y los demás órganos están iguales de deteriorados. -No, quise decir otra calle estropeada -dijo lenta y claramente- pero, como supongo que esto no le aclara nada, tendré que contarle la historia. Lo hago con toda tranquilidad al ser consciente de que usted no me creerá. Durante cuarenta años de mi vida, invariablemente me he marchado de mi oficina, que se encuentra en la calle Leadenhall, a las cinco y media de la tarde, llevando en la mano derecha un paraguas y en la izquierda un maletín.

Durante cuarenta años, dos meses y cuatro días abandoné la oficina por la puerta lateral, anduve por la acera izquierda, tomé el primer giro a la izquierda y el tercero a la derecha, compré el periódico de la tarde, seguí por la acera de la derecha rodeando dos ángulos obtusos y terminé saliendo justo al lado de la estación, donde cogía el tren hasta casa. Durante cuarenta años, dos meses y cuatro días, hice esto por la fuerza de la costumbre. No era una calle larga, tardaba en hacer el recorrido cuatro minutos y medio. Después de cuarenta años, dos meses y cuatro días, al quinto día, comencé a hacer lo mismo hasta que noté que andar por la calle de siempre me cansaba más que de costumbre. Cuando doblé la esquina, pensé que me había equivocado. Ahora la calle se levantaba en cuesta, como las que se ven en la parte de Londres que se levanta sobre colinas, y en esa parte de Londres no había colinas. Sin embargo, no me había equivocado, el nombre escrito en la pared era el mismo, las tiendas cerradas, las farolas, toda la perspectiva era idéntica. Pero ahora se inclinaba hacia arriba como un borracho. Olvidándome del agotamiento y la fatiga, eché a correr rápidamente hasta que alcancé la segunda de las esquinas que yo habitualmente doblaba, desde la cual debería poder ver la estación. Cuando giré en la esquina, casi me caigo al suelo. Porque ahora la calle se elevaba como una escalera escarpada, como las de los costados de una pirámide.

En millas a la redonda, no existen cuestas como las de Ludgate Hill. Y esta era como el Matterhorn. Toda la calle se elevaba como en una única ola, pero cada mota y cada detalle eran idénticos. Identifiqué en las alturas, como si estuviesen en un pasaje alpino, las letras rosas del cartel de mi papelería. Entonces corrí como loco, dejando atrás las tiendas, y llegué a una parte de la calle en que hay una larga fila de chalets grises. Tuve, no sé por qué, el presentimiento irracional, de que era un largo puente de hierro extendiéndose sobre el vacío. Me dejé llevar y alcé la tapa de una carbonera. Al mirar hacia abajo, vi el espacio vacio y las estrellas. Cuando levanté la vista, había un hombre de pie en el jardín de la puerta de su casa. Estaba mirándome apoyado en la verja. Nos encontrábamos solos en esa calle de pesadilla. Su rostro estaba en penumbras, su ropa era corriente y de un color discreto, pero de alguna manera supe que no pertenecía a este mundo. Las estrellas que había detrás de su cabeza, eran mayores y más brillantes de lo que deberían soportar los ojos de los hombres. Si es usted un ángel amable”, -dije o un sabio demonio o si tiene algún vínculo con la humanidad dígame que sucede en esta calle poseída. Tras un largo silencio replicó diciendo, - ¿Qué calle cree que es? Es la calle Bumpton, por supuesto -le contesté en el acto, va a la estación Oldgate. “Sí, a veces va allí” reconoció muy serio”pero en este preciso momento, va al paraíso”. “¿Al paraíso? ¿Por qué?” -Dije yo. “Porque busca justicia. La debéis haber maltratado. Recuerda siempre que hay algo que no puede ser soportado por nada ni por nadie. Esa cosa insoportable es ser explotado y despreciado. Por ejemplo, se puede explotar a las mujeres. Todo el mundo lo hace. Pero te desafío a que encima las desprecies. Puedes despreciar a los vagabundos, a los gitanos y a todos los demás marginados mientras no los explotes. Ni una bestia del campo, ni un caballo, ni un perro pueden soportar por mucho tiempo que les exijan que hagan más trabajo del que les corresponde pero que, al mismo tiempo, tengan algo menos que su honor. Es lo mismo con las calles.

Debéis haber agotado a esta calle hasta la muerte, sin recordar nunca su existencia. Si tuvieseis una democracia saludable, aunque fuese pagana, habríais decorado esta calle con guirnaldas y la habríais alabado como una diosa. Entonces se habría quedado tranquila. Pero al fin se ha cansado de vuestra incansable arrogancia. Corcovea y levanta la cabeza hacia el cielo. ¿Has montado alguna vez en un caballo que corcovea?” Miré la larga calle gris, durante un instante tuvo el aspecto del largo cuello de un caballo alzado hacia el cielo. Pero al instante, mi cordura regresó. “Pero todo esto no es más que tonterías” -dije “Las calles van a donde deben ir. Toda calle debe llegar a su fin”. “¿Porqué piensa eso de las calles?”, preguntó, muy quieto. “Porque siempre la he visto hacer la misma cosa”, contesté razonablemente enfadado. “Día tras día, año tras año, siempre ha conducido a la estación Oldgate. Día tras...”. Paré al notar que había erguido su cabeza con la furia de la calle rebelde. “¿Y usted?” -dijo con un grito terrible” ¿Qué cree que piensa de usted la calle? ¿Piensa la calle que usted está vivo? ¿Está vivo? Día tras día, año tras año, siempre te has dirigido a la estación Oldgate...”. Desde entonces he respetado los objetos a lo que llaman inanimados. Y haciendo una leve reverencia al bote de mostaza, el hombre se fue del restaurante.

------- “La mentira del éxito”. Han surgido en nuestros días, un tipo en particular de libros y artículos que creo firmemente que pueden considerarse los más idiotas que ha conocido la humanidad. Son más descabellados que la novela de caballerías más absurda, más aburridos que el más soporífero panfleto religioso. Con la agravante de que las novelas de caballerías trataban del ideal del caballero andante, los panfletos religiosos de la religión, pero estos no tratan de nada. Tratan de lo que llaman triunfar. En cada quiosco y en cada revista, encuentras obras que le explican a la gente como triunfar en lo que sea. Están escritos por gente que ni siguiera triunfa en escribir un libro. Para empezar, no existe, por supuesto, el éxito. O, por así decirlo, no hay nada que no lo sea. Decir que algo es un éxito sencillamente es decir que existe. El millonario es un éxito siendo un millonario y un asno siendo un asno. Cualquier persona viva triunfa en la empresa de seguir viviendo, y cualquier muerto puede decirse que ha tenido éxito suicidándose.

Pero, al igual que hacen estos escritores, pasemos por alto la mala filosofía y deficiente lógica de la frase, usaremos el sentido común de la expresión que dice que el éxito es ganar mucho dinero o triunfar en sociedad. Estos escritores pretenden decirle a un hombre corriente cómo puede triunfar en su trabajo o negocio. Si es un albañil, cómo triunfar poniendo ladrillos. Si es un agente de bolsa, cómo triunfar negociando valores. Pretenden decirle cómo, si es un tendero, se convertirá en el dueño de un yate, si es un periodista de tercera, en un par del reino, si es un alemán, en un inglés. Es una clara proposición mercantil, y creo que la gente que compra estos libros, si es que alguien lo hace, tiene el derecho moral, si no legal, de exigir que les devuelvan el dinero. Nadie se atrevería a publicar un manual sobre electricidad que literalmente no dijese nada sobre la electricidad, o una articulo de botánica que dejase claro que el escritor no sabe qué extremo de la planta echa raíces en el suelo. Sin embargo, el mundo actual esta repleto de libros sobre el éxito y los triunfadores que, hablando estrictamente, no contienen idea alguna, y apenas están redactados coherentemente. Está muy claro que en cualquier trabajo honrado, como poner ladrillos o escribir libros, sólo hay dos maneras de triunfar. Una es trabajando muy bien, otra engañando a la gente. Las dos son demasiado sencillas como para requerir que las expliques en un libro. Si te dedicas al salto de altura, o saltas más alto o de alguna forma aparentas que lo has hecho.

Si quieres triunfar jugando al “whist”, o juegas muy bien o llevas cartas marcadas. Puedes desear un libro sobre el salto de altura, puedes desear un libro sobre cómo jugar al “whist”, puedes desear un libro sobre la manera de hacer trampas jugando al “whist”. Lo que no puedes desear es un libro sobre el éxito. Y menos como los que encuentras por centenares esparcidos por el mercado editorial. Puede que desees saltar o jugar a las cartas, pero lo que no puedes desear es leer frases inconexas que te dicen que saltar es saltar o que los juegos los ganan los ganadores. Si, por poner un ejemplo, esta gente escribiese algo sobre el éxito en el salto de altura, sería algo así: El saltador debe tener un objetivo definido en frente de sí. Debe desear saltar más alto que los demás competidores. No debe permitir que patéticos sentimientos de piedad, propios de pacifistas o partidarios de los Boers, le frenen a la hora de dar lo mejor de sí mismo. Debe recordar que una competición de salto es competitiva y como Darwin ha declarado para su gloria: “Los débiles al paredón”. Esto es lo que pondría en un libro de estos. Podría resultar sin dudarlo, muy útil. Sobre todo, si se lee en voz baja y tensa, a un hombre joven que estuviese a punto de participar en una competición de salto.

O supongamos que estos filósofos del éxito, en uno de sus paseos, se encontrasen con nuestro segundo ejemplo. Eso es lo que dirían: jugando a las cartas, es necesario evitar el error, en el que incurren con frecuencia humanitarios sentimentales y partidarios del libre comercio, de permitir ganar al contrario. Hacen falta agallas y entrar para ganar. Los tiempos del idealismo y la superstición han pasado. Vivimos en una época de ciencia y sentido común, y se ha demostrado científicamente que en un juego para dos personas, Gana Uno de los Dos. Por supuesto, todo esto es muy emocionante. Pero jugando a las cartas, preferiría tener un librito que explicase las reglas del juego. Más allá de las reglas del juego, es cuestión de talento o de falta de escrúpulos. Ya me ocuparé yo de proporcionar uno u otra. Aunque no diré cual. Cogiendo un ejemplar de una revista de amplia circulación, me encuentro con un ejemplo raro y divertido. Es un artículo titulado: “El instinto que enriquece a la gente”, en su primera pagina hay un retrato enorme de Lord Rothschild. Hay mucho métodos concretos, honrados y fraudulentos, de amasar una fortuna. El único instinto que conozco que haga esto, es el instinto que la teología cristiana llama, con tanta ordinariez, “el pecado de avaricia”.

Lo que, por supuesto, queda al margen de la cuestión que nos ocupa. Citaré un párrafo, una muestra exquisita del típico consejo sobre la manera de triunfar. Es tan práctico, que apenas deja lugar a la duda sobre cuál debe ser el siguiente paso. El apellido Vanderbilt es sinónimo de riqueza amasada por empresas modernas. Cornelio, el fundador del clan, fue el primer gran magnate americano del comercio. Empezó en la vida como el hijo de un granjero pobre, terminó siendo veinte veces millonario. Suyo era el instinto de ganar dinero. Atrapó al vuelo las oportunidades que le proporcionaron las maquinas de vapor, el comercio trasatlántico y el nacimiento del sistema de ferrocarriles en Estados Unidos, dotados de recursos materiales que estaban por explotar. Por todo ello, amasó una fortuna inmensa. Por supuesto, está claro que no se pueden seguir exactamente los pasos de este monarca de los ferrocarriles. Las oportunidades concretas que se le aparecieron no surgen ante nosotros. Las circunstancias han cambiado. Pero aunque esto sea así, en nuestro entorno podemos aplicar sus métodos generales. Podemos atrapar las oportunidades que se nos ofrecen, y así darnos a nosotros mismos una buena posibilidad de alcanzar la riqueza. En estos comentarios tan raros, vemos claramente lo que subyace en estos artículos y libros. No es simplemente el mundo de los negocios, ni siquiera el puro cinismo. Es misticismo, el horrible misticismo del dinero.

El autor de ese párrafo, resulta evidente que no tenía la más remota idea de cuál fue la manera en que Vanderbilt amasó su fortuna ni de la manera en que nadie lo hace. Termina su argumentación defendiendo una especie de plan que no tiene nada que ver con Vanderbilt. Simplemente, ansiaba postrarse a los pies del misterio de un millonario. Porque cuando de verdad se adora algo, amamos tanto su claridad como su obscuridad. Nos sentimos exultantes ante su invisibilidad. Por ejemplo, un hombre que ama a una mujer encuentra un placer especial incluso en los momentos en que ella se muestra poco razonable. O, por poner otro ejemplo, un poeta místico muy piadoso, alabando a su creador, se enorgullece al decir que misteriosos son sus caminos. Ahora bien, el autor de este párrafo, es evidente que no quiere saber nada de Dios, y a juzgar por lo poco practico de su carácter, es dudoso que alguna vez conociese, de verdad, el amor de una mujer. Pero trata al objeto de su adoración, Vanderbilt, con idéntico misticismo. Se regodea en que su dios, Vanderbilt, le oculta algo. Tiene el alma embelesada de astucia, un éxtasis propio de un sacerdote, con la pretensión de que va a revelar a las multitudes el terrible secreto que él mismo ignora. Hablando del sentido que enriquece, el mismo autor escribe: En la antigüedad, su existencia era claramente reconocida. Los griegos la sacralizaron en la historia de Midas, que convertía en oro cuanto tocaba.

Su vida era un paseo por entre la riqueza. Convertía en metal precioso todo lo que se le ponía por delante. Una leyenda estúpida, dijeron los sabios victorianos. Una verdad, decimos hoy en día. Todos conocemos hombres semejantes. Siempre estamos leyendo sobre hombres capaces de convertir todo en oro, incluso les vemos en persona. El éxito les sigue como un perro faldero. El sendero de su vida siempre les conduce a las alturas. Son incapaces de fracasar... Pero, desgraciadamente, Midas podía fracasar. ¡Fracasó! El sendero de su vida no le condujo siempre hacia las alturas. Se murió de hambre por que cada vez que tocaba una galleta o un bocadillo de jamón se convertían en oro. Eso era lo fundamental de la historia por más que el autor lo censure. Lo que me parece de muy buena educación al escribir al pie de un retrato de Lord Rothschild. Las viejas fábulas de la humanidad son, en verdad, insondablemente sabias, no debemos permitir que las censuren para favorecer a Lord Rothschild. No debemos tolerar que nos pongan a Midas como modelo de éxito.

Fue un fracaso de un tipo raro por lo doloroso. Además tenía orejas de burro. Como otras personas prominentes y ricas, intentó ocultarlo. Si no recuerdo mal, buscó a este respecto la confianza de su barbero. Y fue su barbero, quien en lugar de comportarse como un triunfador de la escuela del éxito a toda costa y chantajear a Midas, fue y susurró este magnifico cotilleo a los juntos, que disfrutaron del mismo enormemente. También se dice que los juncos se lo susurraron a los cuatro vientos mientras estos les mecían. Contemplo admirado el retrato de Lord Rothschild, leo admirado sobre las andanzas del Sr.Vanderbilt. Sé que no puedo convertir en oro cuanto toco. Pero es que nunca lo he intentado porque prefiero otras cosas, como la hierba o el buen vino. Sé que estas personas ciertamente han triunfado en algo, es seguro que han derrotado a alguien, sé que son monarcas de una manera en que ningún hombre lo fue previamente, que crean mercados y dominan los continentes. Sin embargo, me parece a mí que nos están ocultando alguna pequeña anécdota de su intimidad doméstica, y, a veces, he creído escuchar en el viento las carcajadas de los juncos. Esperemos al menos que viviremos para ver estos absurdos libros cubiertos del escarnio que merecen y siendo olvidados. No enseñan a la gente a triunfar pero sí a ser arrogantes sin razón.

Enseñan una poesía maligna de lo mundano. Si los puritanos siempre están atacando los libros que excitan la sexualidad, ¿qué haremos con libros que excitan las pasiones más mezquinas del orgullo y la codicia? Hace cien años, contábamos con el ideal del aprendiz trabajador. Se decía a los muchachos que si trabajaban mucho y ahorraban llegarían a ser senadores. Era mentira, pero era viril. Contenía al menos algo de verdad moral. En nuestra sociedad, la templaza no ayuda a un hombre pobre a enriquecerse pero eleva su autoestima. Un trabajo bien hecho no le hará rico, pero le convertirá en un buen trabajador. El aprendiz trabajador ascendía por medio de virtudes que eran estrechas y angostas. Pero eran virtudes. ¿Pero qué se puede hacer con este nuevo evangelio del aprendiz trabajador que asciende, no por medio de sus virtudes, sino dejándose llevar descaradamente por sus vicios?

Fuentes: Chesterton http://www.geocities.com http://www.luventicus.org

* * * * * “Bebed porque sois felices, pero nunca porque seáis desgraciados”. -Anónimo-