Aniversario: Siendo el 21 de mayo 1906, en Francia, Alfred Dreyfus es reintegrado en el Ejército y condecorado con la Legión de Honor.
El caso Dreyfus conmovió a la opinión pública, y no sólo en Francia.
La intervención del escritor Emile Zola fue el inicio una época de compromiso social y político por parte de intelectuales de prestigio, época que según algunos acabó con Jean Paul Sartre.
Después de Sartre, la situación parece haber cambiado.
Algunos intelectuales han sufrido decepciones (en el campo de las izquierdas), otros se refugian en el escepticismo o el cinismo, para hacer frente a un mundo difícil y agresivo, en el que han sido testigos de las mayores crueldades.
Somos testigos en la imagen de la portada, de la degradación pública del capitán Alfred Dreyfus.
El caso Dreyfus. Zola y los intelectuales
En Francia en 1894 el honor de la nación es puesto en juego al investigarse un caso de espionaje a favor de Alemania.
Alfred Dreyfus, un capitán de ascendencia judía es condenado a prisión; fue degradado por un tribunal militar, y condenado a deportación de por vida, en un proceso muy irregular.
Muchos se alegraron en Francia de la sentencia.
Dreyfus era hijo de un rico fabricante judío de Alsacia, y estaba casado con la hija de un diamantista de París.
Tanto su posición económica como su ascendencia avivaron una violenta campaña de nacionalismo antisemita en gran parte de la prensa, que llegó a formular toda una teoría sobre un complot judeo-alemán contra Francia.
Esa campaña progresó en los medios conservadores y escandalizó a elementos que en sentido amplio se podrían llamar "progresistas".
"El deber moral de los intelectuales -escribe Susan Sontag-, será siempre complejo, porque siempre hay varios 'más altos valores', y es imaginable que, en determinadas circunstancias, no se pueda dar cumplimiento a todo lo que es indudablemente bueno, o que dos valores se presenten como 'incompatibles'.
Un dilema familiar a los intelectuales de este tiempo.
¿Qué intelectual o escritor se ocuparía hoy en Europa de un caso como el de Dreyfus?
Y, lo que es más grave: en el caso de que alguien lo hiciera, ¿a quién le importaría?"
La condena del Consejo de Guerra basada en pruebas falsas, se originó en una cadena de encubrimientos en los altos mandos.
Pero pronto comenzaron a surgir dudas sobre la culpabilidad de Dreyfus, incluso en algunos jefes militares.
Las sospechas comenzaron a centrarse en otro oficial, el comandante Charles Esterhazy, que años más tarde resultó ser coautor de las falsas acusaciones contra Dreyfus, y el verdadero espía.
El hecho de que un tribunal militar declarara inocente a Esterhazy, y destituyera al teniente coronel Picquart, uno de los mandos convencidos de la inocencia de Dreyfus, fue el detonante de una grave intensificación de acres polémicas, disturbios y manifestaciones.
"El caso Dreyfus" se había convertido en un problema político de primer orden.
Numerosas voces se levantaron pidiendo la revisión del proceso, y comenzó a tomar cuerpo la sospecha de un complot de los mandos militares y las fuerzas de derecha para promover un movimiento de carácter nacionalista, chauvinista y antisemita.
En 1897 la valiente denuncia de un complot en el seno del Estado Mayor cobra su primera víctima, el vicepresidente del Senado Scheurer-Kestner es objeto de una despiadada campaña de calumnias.
M. Félix Faure preside el Gobierno.
Intervención de Emile Zola
El famoso escritor Emile Zola toma partido desde el diario "Le Figaro", convencido de la inocencia de Dreyfus; se enfrenta a la opinión pública y el diario le cierra sus puertas.
Zola asume costos y riesgos.
Ha afirmado: 'La verdad está en marcha y nada ni nadie podrá detenerla'. El capitán Esterhazy, el verdadero traidor, es absuelto y aclamado en una parodia de juicio.
Zola dirige una carta abierta al presidente Faure, publicada desde el diario L'Aurore el 13 de enero de 1898 bajo el título de J'Acusse ('Yo Acuso') un texto que ocupaba las seis columnas de la primera plana, y el comienzo de la segunda.
El artículo, una carta abierta al Presidente de la República francesa, Félix Faure, se convirtió en el panfleto más famoso de la historia moderna: sus fulminantes efectos dividirán a Francia durante varias décadas.
El diario que dirige George Clemenceau ha puesto en la calle una tirada de 300.000 ejemplares operando al máximo de sus posibilidades y agotando su edición en pocas horas.
Carta a M. Félix Faure Presidente de la República Francesa
"Señor: Me permitís que, agradecido por la bondadosa acogida que me dispensasteis, me preocupe de vuestra gloria y os diga que vuestra estrella, tan feliz hasta hoy, esta amenazada por la más vergonzosa e imborrable mancha?
Habéis salido sano y salvo de bajas calumnias, habéis conquistado los corazones.
Aparecisteis radiante en la apoteosis de la fiesta patriótica que, para celebrar la alianza rusa, hizo Francia, y os preparáis a presidir el solemne triunfo de nuestra Exposición Universal, que coronará este gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad.
Pero ¡qué mancha de cieno sobre vuestro nombre -iba a decir sobre vuestro reino- puede imprimir este abominable proceso Dreyfus!
Por lo pronto, un consejo de guerra se atreve a absolver a Esterhazy, bofetada suprema a toda verdad, a toda justicia.
Y no hay remedio; Francia conserva esa mancha y la historia consignará que semejante crimen social se cometió al amparo de vuestra presidencia.
Puesto que se ha obrado tan sin razón, hablaré. Prometo decir toda la verdad y la diré si antes no lo hace el tribunal con toda claridad.
Es mi deber: no quiero ser cómplice. Todas las noches me desvelaría el espectro del inocente que expía a lo lejos cruelmente torturado, un crimen que no ha cometido.
Por eso me dirijo a vos gritando la verdad con toda la fuerza de mi rebelión de hombre honrado. Estoy convencido de que ignoráis lo que ocurre.
¿Y a quién denunciar las infamias de esa turba malhechora de verdaderos culpables sino al primer magistrado del país?
Ante todo, la verdad acerca del proceso y de la condena de Dreyfus.
Un hombre nefasto ha conducido la trama; el coronel Paty de Clam, entonces comandante.
Él representa por sí solo el asunto Dreyfus; no se le conocerá bien hasta que una investigación leal determine claramente sus actos y sus responsabilidades.
Aparece como un espíritu borroso, complicado, lleno de intrigas novelescas, complaciéndose con recursos de folletín, papeles robados, cartas anónimas, citas misteriosas en lugares desiertos, mujeres enmascaradas.
Él imaginó lo de dictarle a Dreyfus la nota sospechosa, él concibió la idea de observarlo en una habitación revestida de espejos, es a él a quien nos presenta el comandante Forzineti, armado de una linterna sorda, pretendiendo hacerse conducir junto al acusado, que dormía, para proyectar sobre su rostro un brusco chorro de luz para sorprender su crimen en su angustioso despertar.
Y no hay para que diga yo todo: busquen y encontrarán cuanto haga falta.
Yo declaro sencillamente que el comandante Paty de Clam, encargado de instruir el proceso Dreyfus y considerado en su misión judicial, es en el orden de fechas y responsabilidades el primer culpable del espantoso error judicial que se ha cometido.
La nota sospechosa estaba ya, desde hace algún tiempo, entre las manos del coronel Sandherr, jefe del Negociado de Informaciones, que murió poco después, de una parálisis general.
Hubo fugas, desaparecieron papeles (como siguen desapareciendo aún), y el autor de la nota sospechosa era buscado cuando se afirmó a priori que no podía ser más que un oficial del Estado Mayor, y precisamente del Cuerpo de Artillería; doble error manifiesto, que prueba el espíritu superficial con que se estudió la nota sospechosa, puesto que un detenido examen demuestra que no podía tratarse más que de un oficial de infantería.
Se procedió a un minucioso registro; examinándose las escrituras; aquello era como un asunto de familia y se buscaba al traidor en las mismas oficinas para sorprenderlo y expulsarlo.
Desde que una sospecha ligera recayó sobre Dreyfus, aparece el comandante Paty de Clam, que se esfuerza en confundirlo y en hacerle declarar a su antojo.
Aparecen también el Ministro de la Guerra, el general Mercier, cuya inteligencia debe ser muy mediana, el jefe de Estado Mayor, general Boisdeffre, que habrá cedido a su pasión clerical, y el general Gonse, cuya conciencia elástica pudo acomodarse a muchas cosas.
Pero en el fondo de todo esto no hay más que el comandante Paty de Clam, que a todos los maneja y hasta los hipnotiza, porque se ocupa también de ciencias ocultas, y conversa con los espíritus.
Parecen inverosímiles las pruebas a que se ha sometido al desdichado Dreyfus, los lazos en que se ha querido hacerle caer, las investigaciones desatinadas, las combinaciones monstruosas... ¡qué denuncia tan cruel!
¡Ah! Por lo que respecta a esa primera parte, es una pesadilla insufrible, para quien está al corriente de sus detalles verdaderos.
El comandante Paty de Clam prende a Dreyfus y lo incomunica.
Corre después en busca de la señora de Dreyfus y le infunde terror, previniéndola que, si habla, su esposo esta perdido.
Entre tanto, el desdichado se arranca la carne y proclama con alaridos su inocencia, mientras la instrucción del proceso se hace como una crónica del siglo XV, en el misterio, con una terrible complicación de expedientes, todo basado en una sospecha infantil, en la nota sospechosa, imbécil, que no era solamente una traición vulgar, era también un estúpido engaño, porque los famosos secretos vendidos eran tan inútiles que apenas tenían valor.
Si yo insisto, es porque veo en este germen, de donde saldrá más adelante el verdadero crimen, la espantosa denegación de justicia, que afecta profundamente a nuestra Francia.
Quisiera hacer palpable como pudo ser posible el error judicial, como nació de las maquinaciones del comandante Paty de Clam y como los generales Mercier, Boisdeffre y Gonse, sorprendidos al principio, han ido comprometiendo poco a poco su responsabilidad en este error, que más tarde impusieron como una verdad santa, una verdad indiscutible, desde luego, sólo hubo de su parte incuria y torpeza; cuando más, cedieran a las pasiones religiosas del medio y a prejuicios de sus investiduras.
¡Y van siguiendo las torpezas!
Cuando aparece Dreyfus ante el Consejo de Guerra, exigen el secreto más absoluto.
Si un traidor hubiese abierto las fronteras al enemigo para conducir al emperador de Alemania hasta Nuestra Señora de París, no se hubieran tomado mayores precauciones de silencio y misterio.
Se murmuran hechos terribles, traiciones monstruosas y, naturalmente, la Nación se inclina llena de estupor, no halla castigo bastante severo, aplaudir la degradación pública, gozar viendo al culpable sobre su roca de infamia devorado por los remordimientos...
¿Luego es verdad, que existen cosas indecibles, dañinas, capaces de revolver toda Europa y que ha sido preciso para evitar grandes desdichas enterrar en el mayor secreto? ¡No!
Detrás de tanto misterio sólo se hallan las imaginaciones románticas y dementes del comandante Paty de Clam.
Todo esto no tiene otro objeto que ocultar la más inverosímil novela folletinesca. Para asegurarse, basta estudiar atentamente el acta de acusación leída ante el Consejo de Guerra.
¡Ah! ¡Cuanta vaciedad! Parece mentira que con semejante acta pudiese ser condenado un hombre.
Dudo que las gentes honradas pudiesen leerlas sin que su alma se llene de indignación y sin que se asome a sus labios un grito de rebeldía, imaginando la expiación desmesurada que sufre la víctima en la Isla del Diablo.
Dreyfus conoce varias lenguas: crimen. En su casa no hallan papeles comprometedores: crimen. Algunas veces visita su país natal: crimen Es laborioso, tiene ansia de saber: crimen. Si no se turba: crimen.
¡Todo crimen, siempre crimen...!
¡Y las ingenuidades de redacción, las formales aserciones en el vacío! Nos habían hablado de catorce acusaciones y no aparece más que una: la nota sospechosa.
Es más: averiguamos que los peritos no están de acuerdo y que uno de ellos, M. Gobert, fue atropellado militarmente porque se permitía opinar contra lo que se deseaba.
Háblase también de veintitrés oficiales, cuyos testimonios pasarían contra Dreyfus.
Desconocemos aún sus interrogatorios, pero lo cierto es que no todos lo acusaron, habiendo que añadir, además, que los veintitrés oficiales pertenecían a las oficinas del Ministerio de la Guerra.
Se las arreglan entre ellos como si fuese un proceso de familia, fijaos bien en ello: el Estado Mayor lo hizo, lo juzgó y acaba de juzgarlo por segunda vez.
Así, pues, sólo quedaba la nota sospechosa acerca de la cual los peritos no estuvieron de acuerdo.
Se dice que, en el Consejo, los jueces iban ya, naturalmente a absolver al reo, y desde entonces, con obstinación desesperada, para justificar la condena, se afirma la existencia de un documento secreto, abrumador...
El documento que no se puede publicar, que lo justifica todo y ante el cual, todos debemos inclinarnos: ¡el Dios invisible e incognoscible!
Ese documento no existe, lo niego con todas mis fuerzas.
Un documento ridículo, si, tal vez el documento en que se habla de mujercillas y de un señor D... que se hace muy exigente, ¡algún marido, sin duda, que juzgaba poco retribuidas las complacencias de su mujer!
Pero un documento que interese a la defensa nacional, que no puede hacerse público sin que se declare la guerra inmediatamente, ¡no, no! Es una mentira, tanto mas odiosa y cínica, cuanto que se lanza impunemente sin que nadie pueda combatirla.
Los que la fabricaron, conmueven el espíritu francés y se ocultan detrás de una legítima emoción; hacen enmudecer las bocas, angustiando los corazones y pervirtiendo las almas.
¡No conozco en la historia un crimen cívico de tal magnitud!
He aquí, señor Presidente, los hechos que demuestran como pudo cometerse un error judicial.
Y las pruebas morales, como la posición social de Dreyfus, su fortuna, su continuo clamor de inocencia, la falta de motivos justificados, acaban de ofrecerlo como una víctima de las extraordinarias maquinaciones del medio clerical en que se movía, y del odio a los puercos judíos que deshonran nuestra época.
Y llegamos al asunto Esterhazy. Han pasado tres años y muchas conciencias permanecen turbadas profundamente, se inquietan, buscan, y acaban por convencerse de la inocencia de Dreyfus.
No historiaré las primeras dudas y la final convicción de M. Scheurer-Kestner. Pero mientras él rebuscaba por su parte, acontecían hechos de importancia en el Estado Mayor.
Murió el coronel Sandherr y sucedióle como jefe del Negociado de informaciones, el teniente coronel Picquart, quien por esta causa, en ejercicio de sus funciones, tuvo un día ocasión de ver una carta telegrama dirigida al comandante Esterhazy por un agente de una potencia extranjera.
Era su deber abrir una información y no lo hizo sin consultar con sus jefes, el general Gonse y el general Boisdeffre y luego con el general Billot, que había sucedido al de la Guerra.
El famoso expediente Picquart, de que tanto se ha hablado, no fue más que el expediente Billot, es decir, el expediente instruido por un subordinado cumpliendo las ordenes del ministro, expediente que debe existir aún en el ministerio de la Guerra.
Las investigaciones duraron de mayo a septiembre de 1896, y es preciso decir bien alto que el general Gonse estaba convencido de la culpabilidad de Esterhazy y que los generales Boisdeffre y Billot no ponían en duda que la célebre nota sospechosa fuera de Esterhazy.
El informe del teniente coronel Picquart había conducido a esta prueba cierta. Pero el sobresalto de todos era grande, porque la condena de Esterhazy obligaba inevitablemente a la revisión del proceso Dreyfus; y el Estado Mayor a ningún precio quería desautorizarse.
Debió haber un momento psicológico de angustia suprema entre todos los que intervinieron en el asunto; pero es preciso notar que, habiendo llegado al ministerio el general Billot, después de la sentencia dictada contra Dreyfus, no estaba comprometido en el error y podía esclarecer la verdad sin desmentirse.
Pero no se atrevió, temiendo acaso el juicio de la opinión pública y la responsabilidad en que habían incurrido los generales Boisdeffre y Gonse y todo el Estado Mayor.
Fue un combate librado entre su conciencia de hombre y todo lo que suponía el buen nombre militar.
Pero luego acabó por comprometerse, y desde entonces, echando sobre sí los crímenes de los otros, se hace tan culpable como ellos; es más culpable aún, porque fue árbitro de la justicia y no fue justo.
¡Comprended esto! Hace un año que los generales Billot, Boisdeffre y Gonse, conociendo la inocencia de Dreyfus, guardan para sí esta espantosa verdad.
¡Y duermen tranquilos, y tienen mujer e hijos que los aman!
El coronel Picquart había cumplido sus deberes de hombre honrado.
Insistió cerca de sus jefes, en nombre de la justicia, suplicándoles, diciéndoles que sus tardanzas eran evidentes ante la terrible tormenta que se les venía encima, para estallar, en cuanto la verdad se descubriera.
Moinseur Scheurer-Kestner rogó también al general Billot que por el patriotismo activara el asunto antes de que se convirtiera en desastre nacional.
¡No! El crimen estaba cometido y el Estado Mayor no podía ser culpable de ello.
Por eso, el teniente coronel Picquart fue nombrado para una comisión que lo apartaba del ministerio, y poco a poco fueron alejándose hasta el ejército expedicionario de África, donde quisieron honrar un día su bravura, encargándole una misión que le hubiera la vida en los mismos parajes donde el marques de Mopres encontró la muerte.
Pero no había caído aún en desgracia; el general Gonse mantenía con él una correspondencia muy amistosa. Su desdicha era conocer un secreto de los que no debieran conocerse jamás.
En París la verdad se abría camino, y sabemos ya de qué modo la tormenta estalló. M. Mathieu Dreyfus denunció al comandante Esterhazy como verdadero autor de la nota sospechosa; mientras M.Scheurer-Kestner depositaba entre las manos del guardasellos una solicitud pidiendo la revisión del proceso.
Desde ese punto el comandante Esterhazy entra en juego.
Testimonios autorizados lo muestran como loco, dispuesto al suicidio, a la fuga. Luego, todo cambia, y sorprende con la violencia de su audaz actitud.
Había recibido refuerzos: un anónimo advirtiéndole los manejos de sus enemigos; una dama misteriosa que se molesta en salir de noche para devolver un documento que había sido robado de las oficinas militares y que le interesaba conservar para su salvación.
Comienzan de nuevo las novelerías folletinescas, en la que reconozco los medios ya usados por la fértil imaginación del teniente coronel Paty de Clam.
Su obra, la condenación de Dreyfus, peligraba, y sin duda quiso defender su obra.
La revisión del proceso era el desquiciamiento de su novela folletinesca, tan extravagante como trágica, cuyo espantoso desenlace se realiza en la Isla del Diablo. Y esto no podía consentirlo.
Así comienza el duelo entre el teniente coronel Picquart, a cara descubierta, y el teniente coronel Paty de Clam, enmascarado.
Pronto se hallaran los dos ante la justicia civil. En el fondo no hay más que una cosa: el Estado Mayor defendiéndose y evitando confesar su crimen, cuya abominación aumenta de hora en hora.
Se ha preguntado con estupor cuáles eran los protectores del comandante Esterhazy.
Desde luego, en la sombra, el teniente coronel Paty de Clam, que ha imaginado y conducido todas las maquinaciones, descubriendo su presencia en los procedimientos descabellados.
Después los generales Boisdeffre, Gonse y Boillot, obligados a defender al comandante, puesto que no pueden consentir que se pruebe la inocencia de Dreyfus, cuando este acto habría de lanzar contra las oficinas de la Guerra el desprecio del público.
Y el resultado de esta situación prodigiosa es que un hombre intachable, Picquart, el único entre todos que ha cumplido con su deber, será la víctima escarnecida y castigada.
¡Oh justicia! ¡Qué triste desconsuelo embarga el corazón! Picquart es la víctima, se lo acusa de falsario y se dice que fabricó la carta telegrama para perder a Esterhazy.
Pero, ¡Dios mío!, ¿por qué motivo? ¿Con qué objeto?
Que indiquen una causa, una sola.
¿Estar pagado por los judíos? Precisamente Picquart es un apasionado antisemita.
Verdaderamente asistimos a un espectáculo infame; para proclamar la inocencia de los hombres cubiertos de vicios, deudas y crímenes, acusan a un hombre de vida ejemplar.
Cuando un pueblo desciende a esas infamias, esta próximo a corromperse y aniquilarse.
A esto se reduce, señor Presidente de la República, el asunto Esterhazy, un culpable a quien se trata de salvar haciéndole parecer inocente, hace dos meses que no perdemos de vista esa interesante labor.
Y abrevio porque solo quise hacer el resumen, a grandes rasgos, de la historia cuyas ardientes páginas un día serán escritas con toda extensión.
Hemos visto al general Pellieux, primero, y al comandante Ravary, mas tarde, hacer una información infame, de la cual han de salir transfigurados los bribones y perdidas las gentes honradas.
Después se ha convocado al Consejo de Guerra. ¿Cómo se pudo suponer que un Consejo de Guerra deshiciese lo que había hecho un Consejo de Guerra?
Aparte la fácil elección de los jueces, la elevada idea de disciplina que llevan esos militares en el espíritu, bastaría para debilitar su rectitud.
Quien dice disciplina dice obediencia. Cuando el Ministro de la Guerra, jefe supremo, ha declarado públicamente y entre las aclamaciones de la representación nacional, la inviolabilidad absoluta de la cosa juzgada, ¿queréis que un Consejo de Guerra se determine a desmentirlo formalmente? Jerárquicamente no es posible tal cosa.
El general Billot, con sus declaraciones, ha sugestionado a los jueces que han juzgado cómo entrarían en fuego a una orden sencilla de su jefe: sin titubear.
La opinión preconcebida que llevaron al tribunal fue sin duda esta:
'Dreyfus ha sido condenado por crimen de traición ante un Consejo de Guerra; luego es culpable y nosotros, formando un Consejo de Guerra, no podemos declararlo inocente.
Y como suponer culpable a Esterhazy, sería proclamar la inocencia de Dreyfus, Esterhazy debe ser inocente'.
Y dieron el inicuo fallo que pesará siempre sobre nuestros Consejos de Guerra, que hará en adelante sospechosas todas sus deliberaciones.
El primer Consejo de Guerra pudo equivocarse; pero el segundo ha mentido. El jefe supremo había declarado la cosa juzgada inatacable, santa, superior a los hombres, y ninguno se atrevió a decir lo contrario.
Se nos habla del honor del ejército; se nos induce a respetarlo y amarlo.
Cierto que sí; el ejército que se alzara en cuanto se nos dirija la menor amenaza, que defenderá el territorio francés, lo forma todo el pueblo, y sólo tenemos para él ternura y veneración.
Pero ahora no se trata del ejército, cuya dignidad justamente mantenemos en el ansia de justicia que nos devora; se trata del sable, del señor que nos darán acaso mañana.
Y besar devotamente la empuñadura del sable del ídolo.
¡No, eso no!
Por lo demás queda demostrado que el proceso Dreyfus no era más que un asunto particular de las oficinas de guerra; un individuo del Estado Mayor, denunciado por sus camaradas del mismo cuerpo, y condenado, bajo la presión de sus jefes.
Por lo tanto, lo repito, no puede aparecer inocente sin que todo el Estado Mayor aparezca culpable. Por esto las oficinas militares, usando todos los medios que les ha sugerido su imaginación y que les permiten sus influencias, defienden a Esterhazy para hundir de nuevo a Dreyfus.
¡Ah!, qué gran barrido debe hacer el Gobierno republicano en esa cueva jesuítica (frase del mismo general Billot).
¿Cuándo vendrá el ministerio verdaderamente fuerte y patriota, que se atreva de una vez a refundirlo, y renovarlo todo?
Conozco a muchas gentes que, suponiendo posible una guerra, tiemblan de angustia, ¡porque saben en qué manos esta la defensa nacional!
¡En qué albergue de intrigas, chismes y dilapidaciones se ha convertido el sagrado asilo donde se decide la suerte de la patria!
Espanta la terrible claridad que arroja sobre aquel antro el asunto Dreyfus; el sacrificio humano de un infeliz, de un puerco judío.
¡Ah! se han agitado allí la demencia y la estupidez, maquinaciones locas, prácticas de baja policía, costumbres inquisitoriales; el placer de algunos tiranos que pisotean la nación, ahogando en su garganta el grito de verdad y de justicia bajo el pretexto, falso y sacrílego, de razón de estado.
Y es un crimen más apoyarse con la persona inmunda, dejarse defender por todos los bribones de París, de manera que los bribones triunfen insolentemente, derrotando el derecho y la probidad.
Es un crimen haber acusado como perturbadores de Francia a cuantos quieren verla generosa y noble a la cabeza de las naciones libres y justas, mientras los canallas urden impunemente el error que tratan de imponer al mundo entero.
Es un crimen extraviar la opinión con tareas mortíferas que la pervierten y la conducen al delirio.
Es un crimen envenenar a los pequeños y a los humildes, exasperando las pasiones de reacción y de intolerancia, y cubriéndose con el antisemitismo, de cuyo mal morirá sin duda la Francia libre, si no sabe curarse a tiempo.
Es un crimen explotar el patriotismo para trabajos de odio; y es un crimen, en fin, hacer del sable un dios moderno, mientras toda la ciencia humana emplea sus trabajos en una obra de verdad y de justicia.
Esa verdad, esa justicia que nosotros buscamos apasionadamente, ¡las vemos ahora humilladas y desconocidas!
Imagino el desencanto que padecerá sin duda el alma de M. Scheurer-Kestner, y lo creo atormentado por los remordimientos de no haber procedido revolucionariamente el día de la interpelación en el Senado, desembarazándose de su carga, para derribarlo todo de una vez.
Creyó que la verdad brilla por si sola, que se lo tendría por honrado y leal, y esta confianza lo ha castigado cruelmente.
Lo mismo le ocurre al teniente coronel Picquart que, por un sentimiento de dignidad elevada, no ha querido publicar las cartas del general Gonse...
Escrúpulos que lo honran de tal modo que, mientras permanecía respetuoso y disciplinado, sus jefes lo hicieron cubrir de lodo instruyéndole un proceso de la manera más desusada y ultrajante.
Hay, pues, dos víctimas; dos hombres honrados y leales, dos corazones nobles y sencillos, que confiaban en Dios, mientras el diablo hacía de las suyas.
Y hasta hemos visto contra el teniente coronel Picquart este acto innoble: un tribunal francés consentir que se acusara públicamente a un testigo y cerrar los ojos cuando el testigo se presentaba para explicar y defenderse.
Afirmo que esto es un crimen más, un crimen que subleva la conciencia universal. Decididamente, los tribunales militares tienen una idea muy extraña de la justicia.
Tal es la verdad, señor Presidente, verdad tan espantosa, que no dudo quede como una mancha en vuestro gobierno.
Supongo que no tengáis ningún poder en este asunto, que seáis un prisionero de la Constitución y de la gente que os rodea; pero tenéis un deber de hombre en el cual meditaréis cumpliéndolo, sin duda honradamente.
No creáis que desespero del triunfo; lo repito con una certeza que no permite la menor vacilación; la verdad avanza y nadie podrá contenerla.
Hasta hoy no principia el proceso, pues hasta hoy no han quedado deslindadas las posiciones de cada uno; a un lado los culpables, que no quieren la luz; al otro los justicieros que daremos la vida porque la luz se haga.
Cuanto mas duramente se oprime la verdad, más fuerza toma, y la explosión será terrible. Veremos como se prepara el más ruidoso de los desastres.
Señor Presidente, concluyamos, que ya es tiempo.
Yo acuso al teniente coronel Paty de Clam como colaborador, quiero suponer inconsciente, del error judicial, y por haber defendido su obra nefasta tres años después con maquinaciones descabelladas y culpables.
Emile Zola
Acuso al general Mercier por haberse hecho cómplice, al menos por debilidad, de una de las mayores iniquidades del siglo.
Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas de la inocencia de Dreyfus, y no haberlas utilizado, haciéndose por lo tanto culpable del crimen de lesa humanidad y de lesa justicia con un fin político y para salvar al Estado Mayor comprometido.
Acuso al general Boisdeffre y al general Gonse por haberse hecho cómplices del mismo crimen, el uno por fanatismo clerical, el otro por espíritu de cuerpo, que hace de las oficinas de Guerra un arca santa, inatacable.
Acuso al general Pellieux y al comandante Ravary por haber hecho una información infame, una información parcialmente monstruosa, en la cual el segundo ha labrado el imperecedero monumento de su torpe audacia.
Acuso a los tres peritos calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard por sus informes engañadores y fraudulentos, a menos que un examen facultativo los declare víctimas de una ceguera de los ojos y del juicio.
Acuso a las oficinas de Guerra por haber hecho en la prensa, particularmente en L'Eclair y en L'Echo de París una campaña abominable para cubrir su falta, extraviando a la opinión pública.
Y por último, acuso al primer Consejo de Guerra, por haber condenado a un acusado, fundándose en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra, por haber cubierto esta ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver conscientemente a un culpable.
No ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que se refieren a los delitos de difamación. Y voluntariamente me pongo a disposición de los Tribunales.
En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social.
Y el acto que realizo aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia.
Sólo un sentimiento me mueve: sólo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz.
Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma. Que se atrevan a llevarme a los Tribunales y que me juzguen públicamente. Así lo espero".
Emile Zola. París, enero 13 de 1898.
El escritor sabía a lo que se exponía...
Los temores del escritor eran justificados. El 7 de febrero de 1898 comenzaba el proceso contra Emile Zola, acusado de difamación por el ministro de la Guerra.
El dramático juicio se prolongó hasta el 23 del mismo mes. Zola fue condenado a un año de prisión y al pago de 3.000 francos de multa.
Huyó a Inglaterra, y pasó un año en el exilio, con el falso y filosófico nombre de Sr. Pascal.
De todas formas, la denuncia del escritor tuvo enormes consecuencias.
En agosto de 1898 se suicidó el mayor Hubert Joseph Henry, tras confesar que había falsificado documentos en los que se basaba la acusación de Dreyfus.
A partir de ahí, la revisión de la causa se hizo inevitable.
La polémica sobre el caso Dreyfus amenazaba con acabar con el consenso básico de la República, provocando una división de una violencia hasta entonces insólita entre los partidarios de la reivindicación y los de la condena de Dreyfus, conflicto que concernía a valores elementales como la justicia y el honor nacional.
El antisemitismo alcanzó una efervescencia inaceptable para muchos. En esa situación, era necesario zanjar el caso. En 1899, Dreyfus regresó del exilio.
Tras una serie de procesos, fue rehabilitado en 1906, ascendido a comandante y condecorado con la Legión de Honor, pasando posteriormente a la reserva con el rango de Mayor.
Al estallar la Primera Guerra Mundial fue llamado a filas y tomó el mando de una columna de aprovisionamiento como teniente coronel. Murió en el anonimato en 1935.
Condena a Emile Zola
El escándalo que es seguido por la prensa extranjera trasciende Europa, y su causa movilizará durante su destierro forzoso crecientes adhesiones y reconocimientos de franceses y extranjeros.
La verdad finalmente no se detendrá, Dreyfus será nuevamente juzgado y condenado a una pena menor en medio de nuevos desórdenes.
Las evidencias de la conspiración comienzan a salir a la luz, uno de los conjurados se suicida.
Muerte de Zola
En 1902 la muerte encuentra finalmente a Emile Zola en su patria, en sus exequias resuena el reconocimiento de Francia.
En su entierro, en representación de sus amigos, Anatole France, quien recibirá el Premio Nobel de Literatura en 1921, pronuncia un emotivo discurso.
"... La indoblegable lucha tras la verdad y la justicia de Zola en defensa de Alfred Dreyfus, le han valido los mayores ultrajes 'que hayan producido jamás la estupidez, la ignorancia y la maldad' por lo cual será recordado por muchos como un monumento de la conciencia humana".
Como escritor la grandeza de su obra solo será comparada con la de Tolstoi, abarcando tanto la novela como la critica, el teatro y la política, legando entre sus principales obras "Germinal", "Tres Ciudades", "La Bestia humana" y los "Cuatro Evangelios".
Fuentes:
http://www.informarn.nl
http://www.paralibros.com
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“Un pedante, es un estúpido adulterado por el estudio".
-Miguel de Unamuno-