Protagonista oficiosa, no oficial, de la Historia, durante el siglo XVIII, como en épocas anteriores, la mujer tiene su ámbito de desenvolvimiento por excelencia en la familia.

El reparto de funciones entre los sexos, realizado por el patriarcado en razón del papel reproductor de los individuos, dejaba a la parte masculina de la población la responsabilidad del mundo exterior, el sustento económico, la defensa de la sociedad, su dirección política.

A la femenina, el interior de la casa, la familia, los hijos, los ancianos.

Tal división, que responde a unas necesidades comunitarias concretas, se afirma y enraíza en tanto que principio organizativo de la vida en común por medio de una serie de controles transmitidos de generación en generación a través de la costumbre, la ley y la religión.

Se la hace aparecer como intemporal e incuestionable, pues deriva de la propia naturaleza, la misma que hace de las mujeres seres débiles, de cuya debilidad nacen mil y un defectos.

Según la tradición judeo-cristiana, que está en la base de nuestra cultura occidental, aquéllas son:

Viles, inconstantes, cobardes, frágiles, obstinadas, imprudentes, astutas, incorregibles, fáciles de disgustar, llenas de odio...

Insinceras, frívolas, insaciables sexualmente, además de perezosas, avaras, codiciosas, orgullosas, envidiosas, imprudentes, ...prontas a la ira...

Lo que les falta de fuerza en las manos, lo tienen de veneno en la lengua..., su vivir es un continuo bullicio de cuidados vanos con una perpetua evagación de inútiles pensamientos.

De una naturaleza de este tipo tienen que derivar, no podía menos, fuertes limitaciones para sus portadoras en su capacidad intelectual, alejándolas de las áreas del saber, y en su responsabilidad social, convirtiéndolas en seres siempre dependientes, primero del padre, luego del esposo.

Cierto que esta visión negativa, encarnada por Eva, se contrapesaba por el ideal corrector del modelo natural representado por María.

Pero esta se reducía sólo a eso, un ideal corrector, no el dibujo de un nuevo modelo femenino desde un punto de vista más positivo.

La alternativa no pasaba de proponer el control de los desórdenes naturales mediante la humildad, la sumisión, la piedad y la obediencia.

¿Respecto a quién?

Al varón cabeza de familia, de igual modo que éste se la debía a Dios.

Del ideal mariano había un modelo para cada etapa de la vida femenina.

Las doncellas la imitarán en su vivir con modestia, gravedad, retiro, recato, silencio, decoro; las casadas, centrándose en el cuidado de su familia... (sin) gustar de ver ni de ser vistas... subordinadas a la voluntad de su casto esposo..., en fin, las viudas practicando un retiro inviolable.., una piedad sólida y tea.

Como es fácil colegir de lo anterior, los únicos estados concebidos para la mujer son los relacionados con el matrimonio.

Su misión en la vida, única, exclusiva, excluyente, se cifra en crear una familia y cuidar del esposo e hijos, o en su lugar, ingresar en un convento.

En realidad ambas opciones se corresponden con las únicas oportunidades que se le ofrecían para poder sobrevivir económicamente, y el reducir a ellas los posibles caminos de este sexo en la vida -la soltería se considera un fracaso- hemos de relacionarlo con el hecho de ser una sociedad con alta mortalidad infantil, limitados recursos económicos y necesidad de cuidar a los niños y ancianos.

A esta mujer, considerada de por vida una menor y compendio de defectos, se le encarga un servicio constante dentro de la casa y para sus habitantes.

Éste es su verdadero mundo, donde tiene reconocida una personalidad y un poder que se le niega fuera.

En él es el ama, hace y deshace a su gusto con amplios márgenes de actuación, sobre todo en las capas elevadas donde, incluso, el servicio doméstico quedaba bajo su competencia, estableciéndose, no pocas veces, relaciones de complicidad entre sirvientas y señoras.

Ahora bien, pese a la clara separación de espacios, el interior no constituye un mundo herméticamente cerrado al exterior ni las mujeres permanecen enclaustradas en él.

Existe una solidaridad femenina, reforzada en los barrios urbanos por la promiscuidad en que se vive, activada por la necesidad de buscar fuera cosas esenciales -el agua- y por la existencia de lugares colectivos como lavaderos, fuentes, hornos, molinos.

Tampoco las mujeres desconocían absolutamente la dinámica de aquellos ámbitos de donde se las aparta.

Por ejemplo, excluidas del mundo económico, salvo que se pertenezca a las capas altas o se sea viuda, la gestión de la casa les permite, sin embargo, crear circuitos subterráneos de préstamo de víveres, dinero, ropa a vecinas o amigas, o reunir algunos ahorros sin conocimiento del esposo.

Además de responsable del sustento material de la familia, a las mujeres se les hacía, asimismo y pese a su debilidad espiritual, depositarias del honor propio y del grupo, en razón, de nuevo, de su función maternal.

La idea del honor nace de ese vivir frente a frente familias y sociedad, garantizando las relaciones entre lo público y lo privado.

El honor es un bien tan preciado como la vida misma, el único que escapa al control del Estado o de cualquier otra autoridad y que permite diferenciarse a unos de otros.

De ahí la importancia dada a la injuria, incluso a la simple sospecha, toda vez que rompen el acuerdo consensuado que fundamenta las relaciones sociales.

De ahí, también, el secreto con que intentan envolverse los temas esenciales de la familia, inculcado a los niños desde pequeños, y el que, por su trascendencia socio-personal, se permita usar para defenderlo idénticos medios a los utilizados para salvar la vida, no dudándose en recurrir a la justicia para limpiar la mancha.

Ese honor está hecho de compostura y fidelidad para el sexo femenino y ponerlo en duda constituye uno de los medios más utilizados cuando se desea atacar a otro, especialmente si se trata de la esposa.

Su vida cotidiana en el s. XVIII
La idea del contraste entre los recursos físicos, emocionales e intelectuales de los sexos, tan desfavorable a las mujeres, se mantiene mayoritariamente en el siglo XVIII tanto a nivel popular como de élite, entre el común de la población analfabeta y entre la minoría cultural de los filósofos.

"La querelles des femmes", o debate sobre la valía y naturaleza femeninas, desarrollado en las cortes europeas desde el siglo XV, no variará mucho sus términos.

Ni la revolución científica ni los cambios ideológicos, que cuestionan, como hemos visto, verdades y principios intocables hasta entonces, que hacen tambalearse los cimientos de la fe y el conocimiento humano, apenas modifican el pensamiento que ahora nos ocupa, al menos de forma esencial.

Antes al contrario, apoyan sus justificaciones con la argumentación objetiva que deriva de la observación directa, del estudio empírico de la naturaleza de los hombres y del análisis racional.

Si seguimos lo que Jancourt escribe en "La Enciclopedia", la mujer constituye el mejor ornamento social, su misión es tener hijos y alimentarlos.

Esta, también, constituía para Rousseau, junto con la dependencia del hombre, la esencia natural femenina.

Por ello, defensor de la educación de los individuos conforme a su naturaleza, establece diferencias tan considerables entre la que preconiza para "Emilio" y la de "Sofía", cuya formación se completará tras el matrimonio de la mano de su esposo.

Incluso, habrá quien justifique las desfavorables condiciones de la mujer, por estar derivadas del plan divino para la humanidad.

Aunque tales actitudes no pueden por menos que considerarse antifeministas desde la perspectiva de hombres y mujeres occidentales en vísperas del siglo XVIII, no es esta la óptica de la labor investigadora, sino la de tratar de colocarlas en su aquí y su ahora.

En este sentido, hemos de reconocer que respondían a las exigencias de su época, a las necesidades de las sociedades en que nacen.

De igual modo que lo hicieron aquellos otros escritos, también aparecidos a lo largo de la centuria, sobre todo, en la segunda mitad, donde algunos prohombres ilustrados alzaron la voz para cuestionar la justeza de tales ideas y, lo que es más importante, su carácter de verdades incuestionables.

Se hizo constar la falsedad del principio de que la inferioridad de las mujeres tiene por causa su imperfecta naturaleza.

Antes al contrario, su origen no es otro que el mal uso que se ha dado a sus facultades, de ningún modo peores que las masculinas, y la deficiente educación recibida.

Por otra parte, impulsados, si se quiere casi obligados, por las ideas y proyectos de desarrollo económico, por la creciente demanda de mano de obra generada por la revolución industrial, se comienza a difundir la idea de permitir a las mujeres el ejercicio de la actividad laboral no como hasta ahora, en calidad de ayuda familiar casi o totalmente gratuita, sino de forma remunerada y, siendo preciso, fuera de los muros hogareños.

Finalmente, la fe ilustrada en la educación en tanto que instrumento transformador del género humano y la sociedad, la necesidad que sienten de ella sus defensores, hará que traten de extender sus beneficios al sexo femenino, si bien los resultados prácticos quedaron, al igual que en otros terrenos, lejos de los ideales y el impacto real de tales propuestas en la vida de sus beneficiarias son aún un tema a debate...

Se ha dicho, porque es cierto, que los ilustrados entendieron la educación femenina antes como formación del carácter que de la inteligencia; primaron la instrucción doméstica sobre cualquier otra, e introdujeron diferencias en los contenidos de los programas no sólo respecto a los de los varones, sino también entre las mujeres del pueblo y las de las capas sociales superiores.

Los de aquéllas atendían, sobre todo, a preparar para el ejercicio de un trabajo que les permitiera sobrevivir o contribuir al pecunio familiar.

Los de las segundas, a dotarlas de lo que en terminología de la época se conocía como "savoir faire", conjunto de conocimientos que permitían dominar a la perfección los modales sociales, y daban una leve cultura intelectual para que sus receptoras salieran airosas en las reuniones, pero, sin espantar a los futuros maridos o humillar al ya existente por la altura de sus saberes.

Ahora bien, si tenemos en cuenta que, los ilustrados sólo buscaban recursos homeopáticos para salvar un mundo que se desvanecía, y que el objetivo que ellos dan a la educación es el de preparar mejor a quienes la reciben para cumplir con las funciones asignadas por la sociedad, y que no cambian para contribuir a su progreso, entenderemos porqué mayoritariamente no van más allá en sus propuestas, ni sus peticiones sobrepasan el terreno de los cambios legales.

Sin embargo, tampoco se les puede negar el que dieron pie a la creación de centros de enseñanza femenina escuelas, conventos...

Algunos, incluso, llegaron a hablar de la igualdad de los sexos, si bien su número resulta tan escaso como la fuerza social que alcanzaron sus escritos, debido a la ausencia de un ambiente receptor favorable y a la lejanía mantenida por sus historias, situadas por lo general en un mundo utópico de héroes -Reinhard (1767)- o en remotas islas -Marivaux (1750)-, lo que venía a ser lo mismo.

Sólo al final de siglo, el afán de los escritores por extender los bienes de la Ilustración a los grupos sociales hasta entonces alejados de ellos les lleva a hacer propuestas más cercanas.

Citemos, a modo de ejemplo, las ideas igualitarias de Condorcet; las de Theodor Gottlieb (1792) aplicadas a la educación y para quien el matrimonio es una técnica de control social, o las palabras de Kant suponiendo a las mujeres problemas diferentes a los de elección de marido y considerando su falta de instrucción como medio de supervisión por parte de quienes no desean su independencia.

Su éxito práctico no resultó mayor que el de las anteriores. Con limitaciones y todo, no cabe duda de que el siglo XVIII abrió a las mujeres, sobre todo a las aristócratas y burguesas de la Europa occidental, un mundo social e intelectual más amplio.

Recordemos el papel de las "salonniéres"; de aquellas que solas o en colaboración con sus hermanos o esposos contribuyeron a los avances científicos; de lady Montagu difundiendo la inoculación; la existencia de numerosas literatas, pintoras, etc.

De otro lado, la corte venía ofreciendo desde el Renacimiento notables oportunidades de mejora social a las mujeres, bien en calidad de damas de los miembros femeninos de la familia real, bien como amantes de los reyes, o ambas cosas a un tiempo.

En Francia, por ejemplo, Luis XIV creará el titulo de "maîtresse-en-titre" a fines del siglo XVII, para elevar a un rango oficial a su amante.

En adelante todas lo usarán, siendo una de las más conocidas en la época que estudiamos madame Pompadour, a quien Luis XV otorgó también el titulo de marquesa.

Estas mujeres no se dedicaban al mero papel de compañeras sexuales, además cumplían con el de consejeras, anfitrionas, mediadoras oficiosas en asuntos diplomáticos, etc.

Por ello, habían de estar dotadas de buen gusto, inteligencia, saberes intelectuales; contar con suficiente preparación en múltiples materias.

Su vida no era fácil, pues dependían de algo tan frágil como el favor real, la inclinación personal del monarca; mas, aunque solían morir en la miseria, vivieron en la opulencia y el poder.

Tampoco podemos olvidar, que es a partir del Setecientos que las propias mujeres activan su toma de conciencia y aumenta el número de voces que se elevan para criticar lo anterior, siguiendo el ejemplo de algunas antepasadas -María de Zayas, entre otras-, y pedir un nuevo lugar.

Aparecen entonces los primeros periódicos realizados por y para el sexo femenino: "Journal de Dames", de París, publicado en 1761 por madame de Beaumer; "Pomona", de Sophie von La Roche, en Alemania, o "La Pensadora Gaditana", de Beatriz de Cienfuegos, supuesta versión femenina de otro periódico muy famoso en el momento, titulado "El Pensador", que dirige Clavijo y Fajardo.

A lo largo de sus páginas desarrollan una ideología al servicio de la mujer y de su educación, llegando las más críticas a responsabilizar al hombre de la inferioridad femenina.

Mas, salvo estas excepciones, el tono general es más moderado y su acento no se dirige tanto a pedir transformaciones fundamentales como a reclamar cambios individuales y colectivos, a sugerir a sus posibles lectoras la posibilidad de exigir unos derechos que creen, están seguras, les corresponden.

 

Posición defendida también por otras escritoras, tal es el caso de la española Josefa Amar y Borbón, defensora de las capacidades intelectuales de su sexo, y de la británica Mary Wollstonecraft, precursora del movimiento feminista del siglo XIX y en cuya "Vindicación de los derechos de las mujeres" (1792) defiende el derecho femenino a ejercer un trabajo remunerado.

Este derecho, lo fundamenta, en la necesidad que tienen muchas de sus miembros de hacer frente al mantenimiento propio y de los hijos.

Para algunas investigadoras, tal contención de peticiones ha de verse sólo en tanto que estrategia de quienes las defienden para obtener una más fácil aquiescencia social, que facilite su consecución.

Es difícil saber con exactitud si fue realmente así o si fue que las propias protagonistas mayoritariamente tampoco podían ir más lejos en sus demandas, toda vez que, no lo olvidemos, todos somos hijos de nuestro tiempo, y ellas también lo eran.

En cualquier caso, un largo camino empezaba a andarse.

Fuente:
http://www.artehistoria.com
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"Si quieres que te sigan las mujeres, ponte delante".

-Francisco de Quevedo-

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