Las prácticas entre alambiques y hornos no han sido una tarea exclusiva del sexo masculino. Algunas fueron auténticas pioneras de la química moderna. Y muchas más, arriesgaron su economía y, en ocasiones, su propia v
por trabajar en los laboratorios. Hacia el 1.200 antes de Cristo, Tapputi Belatekallim desarrolló determinadas técnicas químicas para la producción de perfumes y cosméticos en la antigua Babilonia.
Nos encontraríamos ante la primera reseña histórica que relaciona a una mujer con las prácticas propias de los herreros y alquimistas varones. Pero no es la única. La historia registra numerosos casos similares.
La posición social de la mujer –sometida y marginada bajo el patriarcado– ha reducido la mayor parte de la información a breves noticias puntuales. Pero estas documentan, la existencia de muchas otras damas atraídas por el proceso alquímico.
La más conocida es María la Judía, a quien podemos añadir otros personajes apasionantes, como Isabella Cortese, una italiana del Renacimiento que escribió un tratado de prácticas alquímicas traducido a los principales idiomas europeos.
Marie Meurdrac, una destacada paracelsista francesa, autora del primer texto de química escrito por una mujer; o la madrileña María Sánchez de la Rosa, encarcelada por la Inquisición española. -Arte Sagrado- Los primeros textos alquímicos de la tradición occidental son escritos de autores griegos, que se remontan al siglo IV d. de C.
Estos adeptos nada tenían que ver con el ámbito de la leyenda. A ellos debemos las bases sobre las que se asentaría la nueva ciencia a partir de los siglos posteriores. El más famoso fue Zósimo de Panópolis, iniciado en los misterios del antiguo Egipto, a quien se atribuye una treintena de libros dedicados al arte sagrado, de los cuales sólo se conservan pequeños fragmentos.
Gran parte de su obra es una recopilación de textos más antiguos, aunque también pueden hallarse aportaciones propias. Precisamente, en su obra aparece mencionada María la Judía. Esta maestra destacó como diestra operativa. Al parecer, el propio Zósimo tuvo en sus manos cierta obra suya en la cual hacía una pormenorizada descripción del instrumental en los laboratorios de su época. Impresionado por la calidad del texto, el panopolitano decidió extractar partes de su contenido.
La más conocida se refiere a un aparato destilatorio denominado dibikos o tribikos. En esta misma línea, también se atribuye a María la Judía un método químico que ha llegado hasta nuestros días, una especie de “baño María” consistente en aplicar fuego a los cuerpos de una manera suave y uniforme. Son numerosos los textos atribuidos a esta alquimista que se conservan en bibliotecas tan prestigiosas como la del Trinity College de Cambridge, la Nazionale de Florencia o la Nationale de Francia.
De todos ellos, el más interesante es el llamado Diálogo de María y Aarón sobre el Magisterio de Hermes, un documento que no llegó a Europa hasta el siglo XIV, y que no es mencionado por ninguno de los alquimistas griegos, si bien los expertos tienden a considerarlo como auténtico, pues todos los conceptos que cita pertenecen a la primera literatura alquímica.
Entre otros, la visión de la alquimia como “ciencia de los cuatro elementos”, las alusiones al antiguo Hermes, la ausencia de referencias a la piedra filosofal y la búsqueda de tinturas y medicinas.
-Compiladoras de Secretos- Durante el Renacimiento comienzan a aparecer en Europa textos impresos dedicados al arte alquímico escritos por mujeres. El más antiguo tiene el sugerente título de “I secreti” (Los secretos, 1.561) y su autora es la enigmática Isabella Cortese.
Son muy escasos los datos biográficos conocidos de esta fémina, que al parecer perteneció a la nobleza veneciana y que dedicó su obra a su amado hermano, el archidiácono de Ragusa. En su obra afirma que viajó extensamente por Europa Oriental, donde aprendió las artes de la alquimia. A través de las páginas de sus “Secreti” se muestra como una ávida practicante del gran arte.
No en vano dedicó más de treinta años a su estudio. Pero el interés de la Cortese no era la obtención de la piedra filosofal, fin último de la tradición mística, sino la fabricación de perfumes, cosméticos, perlas artificiales, aceites y esencias. Al publicar las recetas conseguidas a lo largo de los años pretendía introducir a las grandes damas de su tiempo en el interés y el ejercicio de la alquimia, con el objetivo de que elaboraran sus propias joyas y perfumes.
"Los Secretos” están divididos en tres apartados: el primero se dedica a los remedios de naturaleza médica; el segundo, a lo que hoy podríamos llamar química industrial; y el tercero, a la cosmética.
-Historia Ignorada- La obra de Isabella Cortese se inscribe en la llamada “literatura de secretos”: compilaciones de recetas y fórmulas de marcado carácter alquímico que se clasificaban, según su utilidad, en medicinales, domésticas y técnicas. Las primeras recogían recetas para todo tipo de enfermedades, si bien no tenían ninguna relación con las recopiladas en farmacopeas y tratados de medicina convencionales.
En cuanto a los secretos domésticos, incluían diversas recetas para hacer perfumes, jabones, lociones corporales y líquidos para fumigar ropas y habitaciones, además de diversas formas de elaboración de confituras. Los secretos técnicos, por último, se referían a fórmulas para fabricar colores, así como a descripciones detalladas de variados procesos alquímicos y metalúrgicos. Pero la Cortese no fue la única “profesora de secretos”, término que designaba a este género.
En las primeras décadas del siglo XVII, otra italiana llamada Floriana Canale publica “De secreti universali raccolti et esperimentati” (De secretos universales recogidos y experimentados, 1.613), una obra que fue aumentada años después y publicada con el título de “Officina Medicinale”. Trattati novi… con l´aggiunta d´alcuni secreti curiosi scielti (Taller Medicinal.
Tratados nuevos… con algunos secretos peculiares (1.622). -Contra los Convencionalismos- La tradición científica de estas mujeres se amplía en el siglo XVII, debido al aumento de prácticas químicas y al descubrimiento de nuevas substancias. Una de ellas es la polifacética Marie le Jars de Gournay (1.565-1.645), nacida en el seno de una familia acomodada y todo un símbolo de la cultura francesa del XVII.
A los 19 años quedó prendada de los Ensayos de Montaigne, estableciéndose entre ellos una relación paterno-filial que se mantuvo hasta el fallecimiento del escritor. Huérfana de padre y madre, Marie tuvo que encargarse de sus hermanos pequeños, tarea que finalizó en 1.595, cuando pudo dedicarse a llevar la vida que quería.
Los viajes, las traducciones (entre otros, de epigramas de la poetisa griega Safo) y la redacción de tratados poéticos o ensayos sobre la igualdad entre hombres y mujeres ocuparon el resto de su vida. Haciendo frente a los convencionalismos de la época, decidió no casarse.
A los 50 años escribió un breve apunte de sus años jóvenes, titulado “La copie de la vie de la Demoiselle de Gournay” (“Imitación de la vida de la señorita de Gournay”), donde cuenta sus experimentos químicos y responde a aquellos que la atacaban diciendo que no era propio de una dama observar las proporciones de una buena cocción.
Entre las operaciones que describe, explica cómo utilizaba diversas cantidades de oro, cobre, plomo, hierro, estaño y mercurio, con el objetivo de estudiar su composición, una tarea que también llevaba a cabo con sales corrosivas como el vitriolo o los cloruros. Contemporánea de Mademoiselle de Gournay fue Marie Meurdrac, autora de “La Chymie charitable et facile en favour des dames” (“La química comprensible y fácil en favor de las señoras”, 1.665-1.666), considerado el primer tratado de química escrito por una mujer.
En realidad, se trata de una espagirista, entendiendo por tal, a la practicante de procesos alquímicos aplicados a la medicina. Nada se conoce sobre la autora de este tratado, a no ser lo que ella misma afirma en el prefacio, donde demuestra ser autodidacta, pues se refiere a los conocimientos adquiridos a través de un largo trabajo y diversas experiencias varias veces reiteradas.
En esas páginas comenta cómo, al comenzar a redactarlo, sólo se proponía que fuera un simple cuaderno de campo para uso propio, donde recopilar todo el conocimiento adquirido tras años de intenso trabajo. Sin embargo, una vez que lo concluyó pensó que sería interesante publicarlo, si bien era consciente de las críticas que recibiría.
En sus propias palabras: “La objeción que yo me hacía a mí misma era no seguir con la enseñanza de ser mujer; que debe permanecer callada, escuchar y aprender, sin demostrar lo que sabe; que publicar una obra está por encima de su condición; que, habitualmente, eso no contribuye a su buena reputación, pues los hombres desprecian y desaprueban siempre el producto de la mente femenina…
Estaba persuadida, por otro lado, de no ser la primera o, por alguna razón, que la mente no tiene sexo; que, si las mujeres fuesen cultivadas como los hombres y si se emplease tanto tiempo y medios en instruirlas, podrían igualarlos”. La obra de Meurdrac es uno de los pocos tratados alquímicos que pueden considerarse precursores de la química.
En lo referente al estudio de los metales y el método para fabricar medicinas compuestas, se muestra más preocupada por la repetición de los experimentos: “Tuve cuidado de no ir más allá de mi propio conocimiento, y puedo asegurar que todo lo que enseño es cierto y que todos mis remedios fueron probados”.
La obra está dividida en seis partes, donde se trata de los principios de laboratorio; los aparatos y técnicas empleados; las prácticas químicas vinculadas al mundo animal, vegetal y mineral; las propiedades y elaboración de medicinas simples; y la preparación de compuestos y cosméticos.
El tratado también incluye una tabla de pesos y otra de símbolos alquímicos. Su éxito fue tal que tuvo cuatro ediciones en francés, una en italiano y hasta seis en alemán. -La Tradición Española- Las españolas no permanecieron al margen de los estudios alquímicos, si bien no publicaron textos que hayan llegado hasta nosotros.
Muchas de las referencias deben buscarse en la literatura de los siglos XVI y XVII, siendo el caso más destacado el de “La Celestina”, donde hallamos una de las descripciones más completas de lo que era un laboratorio alquímico en aquella época. Otra referencia precisa se encuentra entre la multitud de procesos inquisitoriales conservados en los archivos españoles.
Uno de ellos, en concreto, describe el laboratorio bien pertrechado de pócimas y ungüentos mágicos perteneciente a María Sánchez de la Rosa, notable hechicera madrileña procesada por el Santo Oficio a finales del siglo XVII.
El inventario de su laboratorio fue realizado por el boticario madrileño Juan de Armuiña, quien reconoció un gran número de pucheros, jarras vidriadas, ollitas y papeles con polvos, ungüentos y otros objetos de que se valía la procesada en el ejercicio de su arte.
La lista, casi interminable, de recipientes vidriados, jarras con vinagre en mixtura ferruginosa, redomas con ungüentos para quitar las manchas de la cara, o muestras de cinabrio, cobre y antimonio, demuestran que Sánchez de la Rosa era una apasionada experta en el arte hermético.
Entre las muchas pertenencias que le fueron confiscadas destaca un cuadernillo manuscrito en el cual recogía recetas transmutatorias, así como una bolsa donde guardaba un exorcismo impreso en forma de cruz, procedente de la obra Flagelum Daemonum.
Pese a todos los casos descritos, la relación de la mujer con la alquimia proyecta una imagen pasiva y subordinada a la del varón. En la literatura alquímica de todos los tiempos, destaca sobre todo el arquetipo de la soror mystica, creado por Cagliostro para distinguir a su compañera Lorenzana Feliciani, y que reduce el papel de las mujeres a simples inspiradoras y apoyo espiritual del hombre alquimista.
Es evidente que el rol habitualmente pasivo al que han sido relegadas las féminas dentro del desarrollo científico europeo, hasta bien entrado el siglo XX, también se ha observado en el arte hermético. En este sentido, estamos ante una historia ignorada, difícil de rescatar del olvido por la carencia de fuentes documentales suficientes. Quizás, en algunos casos intencionadas, pero cuyo calado podemos intuir a través de los fragmentos testimoniales que se han conservado.
Fuente: Año Cero
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