El comienzo de la historia de la piratería se pierde en la noche de los tiempos. Los piratas nunca quisieron hacer historia, sino escapar de la historia. Su reinado no era de este mundo.

Aunque aseguren que nació en el siglo V a. de C., en las inmediaciones de la Costa de los Piratas, en el golfo Pérsico. Mantuvo sus actividades durante toda la antigüedad, y alguno de sus destellos ha llegado a estremecer el siglo XX. Claro que la piratería ya no es lo que era. Abordar hoy día, rifle en mano, un buque mercante de 150 metros de eslora, cargado de material informático, que entra en el puerto de Singapur procedente de Japón, tratando de atravesar el estrecho de Malacca para luego seguir hasta Suráfrica, no tiene el mismo encanto que adornaba a los viejos diablos del infierno, cuando en 1.668, a las órdenes de Henry Morgan, saqueaban Panamá bajo la sincera soflama de su capitán: "Aunque nuestro número es pequeño, nuestros corazones son grandes, y cuantos menos sobrevivamos, más fácil será repartir el botín y a más tocaremos cada uno".

La justicia de su lógica era entonces tan sencilla como demoledora. El mar Mediterráneo y el mar de la China fueron escenarios primordiales de la odisea pirata. El siglo XVI comenzó gloriosamente con grandes expediciones, y vio cómo holandeses e ingleses se apresuraban codiciosamente sobre el poderío español en América y Asia. La reina Isabel I de Inglaterra, fascinada por sir Drake, fue un notable ejemplo de cómo los reyes llegaron a legitimar e institucionalizar la piratería, sobre todo, cuando era graciosamente puesta al servicio de sus arcas. Precisamente fue el siglo XIX el escenario de las andanzas de la pirata china Ching Shih, o Cheng I Sao (1.775-1.844), porque la quimera pirata, con su espíritu rabiosamente montaraz, no podía excluir a las mujeres; que por supuesto le aportaron los donaires, la fineza y la exquisitez propios de su sexo, ¿débil?

Ella, al igual que otras mujeres como: la irlandesa Grace O'Malley, y en el siglo XVI, Mary Read, Charlotte de Berry, Fanny Campbell, Ann Mills... sintieron la llamada del corso, que era también la de la libertad. El “odor di femina” penetró en los barcos, pero siempre a través de mujeres -muchas de ellas viudas- que se comportaban como “auténticos hombres”. Es más, que superaban a los hombres en valor, destreza y arrojo. La piratería china de comienzos del siglo XIX se vio reducida al imperio absoluto de una mujer: Ching Shih (1.775-1.844) se hizo a la mar y a la piratería cuando su marido, el jefe de los corsarios, nombrado por el Emperador “maestre de los establos imperiales”, murió. Su viuda, lejos de sentirse desconsolada, se hizo cargo del negocio familiar ocupando acto seguido, el lugar de su marido.

Al mando de su tropa saqueó, arrasó aldeas y pasó a cuchillo a quien se le puso por delante. Y llevó el mando y las cuentas con mano y voluntad de hierro. Borges la describe como "una mujer sarmentosa de ojos dormidos y sonrisa cariada. El pelo renegrido y aceitado tenía más resplandor que los ojos". Otros, sin embargo, prefieren imaginarla como el objeto de este poema chino del siglo XIV: "Atrapada por el viento suave, su falda de seda ondea y se agita. El loto florece en los zapatos ajustados, ¡como si ella pudiera mantenerse sobre las aguas otoñales! La punta de sus zapatos no asoma más allá de la falda, por temor a que se vean los pequeños bordados". Con pies atados o libres, la señora Ching se convirtió en la reina absoluta de seis enormes escuadras, con quinientos barcos de quince a doscientas toneladas cada uno, dotados de veinticinco cañones en ambas bandas. Los colores de las oriflamas eran rojo, verde, amarillo, violeta y negro, y la sexta escuadra lucía el emblema de una serpiente. Sus comandantes tenían nombres refinados del estilo de Pájaro y Sílex, Alto Sol, Joya de Toda la Tripulación y Olla Llena de Peces.

El reglamento de la señora Ching era de todo menos blando. Indicaba con meridiana claridad que "si un hombre va a tierra por su cuenta, o si comete el acto llamado 'franquear las barreras', se le horadarán las orejas en presencia de toda la flota; en caso de reincidencia, se le dará muerte". También prohibió "tomar a título privado la menor cosa del botín procedente del robo y el pillaje. Tomar lo que quiera que fuere del fondo general, traerá consigo la muerte". La viuda Ching era tan sumaria como Napoleón, y de una eficacia parecida, según puede deducirse. Pronto prohibió hablar de botín -una palabra con tintes bárbaros, casi occidentales-, y se refirió al fruto de sus andanzas como "productos trasbordados", expresión que nos suena a ejercicio posindustrial y globalizado, de una absoluta modernidad. En el año 1.808 una flota imperial, la atacó sin piedad. Pero la viuda, venció en la contienda. El almirante imperial, Kuo-Lang, no fue capaz de superar la derrota y acabó suicidándose después de mantener un nada honroso altercado con el lugarteniente de la viuda, el joven Pao.

El negocio continúa siendo de lo más floreciente durante un largo año más, justo hasta que el emperador le envía como regalo a un nuevo almirante, Tsuen-Mon-Sun, que la somete a una tenaz cruzada que la deja exhausta y la humilla con la derrota. La viuda Ching consigue rearmarse y continúa gobernando escuadras cada vez más fortalecidas, devastando aldeas y sembrando el terror allá donde pisa o navega, como un ángel de la muerte. Pekín le envía a un caudillo guerrero de los más temibles: el almirante Ting Kvei. El almirante irrumpe en el mar con una flota inconmensurable armada de astrólogos y máquinas de guerra. La historia pareció tocar a su fin. Nadie podía predecir si un ilimitado perdón o si un ilimitado castigo se abatirían sobre ella, pero el inevitable fin se acercaba. La viuda comprendió. Arrojó sus dos espadas al río, se arrodilló en un bote y ordenó que la condujeran hasta la nave del comando imperial. Era el atardecer; el cielo estaba lleno de dragones, esta vez amarillos. La viuda murmuraba unas frases: 'La zorra busca el ala del dragón', dijo al subir a bordo".

Además de las maravillosas invenciones narrativas de Borges, los anales -como siempre- dan dos versiones bien distintas del fin de la viuda Ching. Para unos, llegó a un acuerdo con el Gobierno y terminó dirigiendo una empresa de contrabando de opio y se hizo llamar “Esplendor de la Verdadera Instrucción”. La otra versión cuenta que se retiró de las industrias del mundo y se casó con un gobernador.

Fuente: El País * * * * *

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