"El silencio del envidioso está lleno de ruidos" (Khalil Gibran). "No critiques a los demás con palabras, que sea tu ejemplo el que los haga enrojecer" (María Bestard).

 

Déjame dormir, mamá

"Hijo mío, por favor,
de tu blando lecho salta.
Déjame dormir, mamá,
que no hace ninguna falta.

Hijo mío, por favor,
levántate y desayuna.
Déjame dormir, mamá,
que no hace falta ninguna.

Hijo mío, por favor,
que traigo el café con leche.
Mamá, deja que en las sábanas
un rato más aproveche.

Hijo mío, por favor,
que España entera se afana.
¡Que no! ¡Que no me levanto
porque no me da la gana!

Hijo mío, por favor,
que el sol está ya en lo alto.
Déjame dormir, mamá,
no pasa nada si falto.

Hijo mío, por favor,
que es la hora del almuerzo.
Déjame, que levantarme
me supone mucho esfuerzo.

Hijo mío, por favor,
van a llamarte haragán.
Déjame, mamá, que nunca
me ha importado el qué dirán.

Hijo mío, por favor,
¿y si tu jefe se enfada?
Que no, mamá, déjame,
que no me va pasar nada.

Hijo mío, por favor,
que ya has dormido en exceso.
Déjame, mamá, que soy
diputado del Congreso
y si falto a las sesiones
ni se advierte ni se nota.
Solamente necesito
acudir cuando se vota,
que los diputados somos
ovejitas de un rebaño
para votar lo que digan
y dormir en el escaño.

En serio, mamita mía,
yo no sé por qué te inquietas
si por ser culiparlante
cobro mi sueldo y mis dietas.

Lo único que preciso,
de verdad, mamá, no insistas,
es conseguir otra vez
que me pongan en las listas.
Hacer la pelota al líder,
ser sumiso, ser amable,
y aplaudirle, por supuesto,
cuando en la tribuna hable.

Y es que ser parlamentario
fatiga mucho y amuerma.
Por eso estoy tan molido.
¡Déjame, mamá, que duerma!

Bueno, te dejo, hijo mío.
Perdóname, lo lamento.
¡Yo no sabía el estrés
que produce el Parlamento!".
Fray Junípero Serra (1713-1784). Religioso franciscano español.

Por su puesto, cualquier parecido con la realidad será pura coincidencia…

Nota:
Algunas fuentes indican que dicho poema pertenece al profesor José Aguilar Jurado, que utiliza el pseudónimo de fray Josepho (filólogo medievalista, poeta satírico, humorista, periodista y educador español).

Biografía

Fray Junípero Serra
Nacido en el siglo XVIII como Miquel Josep Serra i Ferrer, en Petra, Mallorca, 24 de noviembre de 1713 - Monterrey, California, 28 de agosto de 1784.

Religioso franciscano. Profesó en 1731 en el convento de los franciscanos de Palma, donde cambió su nombre de nacimiento por el de Junípero. En 1738 fue ordenado sacerdote y se doctoró en teología. De estos años se conservan compendios de sermones dictados por él en sus diferentes itinerarios sacerdotales. En 1749 viajó a México como misionero junto a otros religiosos, entre ellos Francisco de Palou, que sería su biógrafo.

Destinado a la región de Sierra Gorda, ejerció diferentes cargos directivos en los conventos franciscanos de Ciudad de México. Tras la expulsión de los jesuitas de la Baja California, fueron los franciscanos quienes ocuparon las misiones de esta región y, al iniciar las tropas españolas la conquista de la Alta California, en 1769, fray Junípero y sus misioneros participaron activamente en el descubrimiento de Monterrey.

En su labor fundadora, establecieron las misiones de San Diego (1769), San Carlos (1770), San Antonio (1771), San Francisco (1776), San Buenaventura (1782), Los Ángeles y Sacramento, entre otras.

Las misiones fundadas por los franciscanos acogieron a miles de indios, y la severa actitud de Serra frente a las autoridades militares, en defensa de los indígenas de los territorios conquistados, le llevaría a enfrentarse con todos los comandantes militares que trató. El profundo respeto que despertaría más adelante su labor se ha mantenido hasta nuestros días.

Estudios

Hijo del matrimonio formado por Antonio Serra y Margarita Ferrer, fue un niño a quien se le impuso en el bautismo el nombre de Miguel José.

Vino al mundo en el humilde hogar de una familia sencilla, de modestos labradores y canteros, honrados, devotos y de ejemplares costumbres. Tal como iba creciendo y dando los primeros pasos por las calles de su pueblo, sus padres lo iban encaminando por los senderos del amor a Dios. Ellos eran analfabetos, pero trataron de dar a su hijo una mejor formación.

El pequeño Miguel José, ya muy chico, se fue orientando hacia los franciscanos, llevándole a la escuela del convento franciscano de San Bernardino y aprendió las "Florecillas" de san Francisco de memoria.

Aquí, en su pueblo, el muchacho aprendió las primeras letras e hizo grandes progresos en su formación, por lo que pronto lo encaminaron hacia Palma para cursar estudios superiores.

A la edad de quince años empieza a asistir a las clases de filosofía en el convento de San Francisco de Palma y, sintiéndose llamado por la vocación religiosa, al año siguiente viste el hábito franciscano en el convento de Jesús, extramuros de la ciudad. El 15 de septiembre de 1731 emite los votos religiosos, cambiando el nombre de Miguel José por el de Junípero.

Cursa con gran brillantez los estudios eclesiásticos, e inmediatamente lo encontramos dictando clases de filosofía en el convento de San Francisco, en la cátedra ganada por oposición, con el consenso unánime de todos sus examinadores.

Su tarea docente como lector, es decir, como profesor de filosofía, en San Francisco duró de 1740 (con 27 años de edad) a 1743. Entre sus discípulos estuvieron Francisco Palou y Juan Crespí.

En 1742 obtuvo el doctorado en teología, y en 1743 pasó a ocupar la cátedra de Teología Escotista en la entonces famosa Universidad Luliana de Palma de Mallorca y se dedicó a enseñar, en la Universidad de Palma, iniciada en 1489. Dirigió varias tesis doctorales, y consta su presencia en más de cien exámenes académicos.

Profesor y predicador

A sus doctas actividades académicas siempre unió el ministerio de la predicación, llevándola a cabo en muchas partes de la isla. Lo que queda de su sermonario personal muestra unos esquemas mentales tan sencillos como profundos, siempre centrados en la feliz destinación del hombre al amor de Dios: «A todos nos llama el Señor para que, dejando todo pecado, a Él solo amemos».

Después de todo, esto era lo que había aprendido desde niño en aquella isla, en la que el saludo popular era «amar a Dios», que él divulgó en California, donde duró mucho tiempo tras su muerte.

Apostolado… Dejando todo, parte a misiones

Un día fray Francisco Palou le hizo a su maestro y buen amigo fray Junípero la confidencia de que estaba pensando ir a misiones, y grande fue su alegría cuando oyó esta respuesta:

«Yo soy el que intenta esta larga jornada; mi pena era estar sin compañero para un viaje tan largo, no obstante que no por faltar desistiría».

Por el padre Palou mismo conocemos esta anécdota, y otras muchas, pues él publicó en 1787 la primera biografía de fray Junípero.

Obtuvieron licencia de los superiores, y fray Junípero, por carta y a través de un fraile amigo, se despidió de sus padres, ya muy ancianos.
Su entrega al Señor y a los indios en las misiones fue total y para siempre desde el primer momento.

En 1773, desde México, escribía a su sobrino fray Miguel de Petra, capuchino: «Cuando salí de esa mi amable patria, hice ánimo de dejarla no solo corporalmente... Yo recibí la carta de vuestra reverencia entre los gentiles, más de trescientas leguas lejos de toda cristiandad. Allá es mi vivir, y allá, espero en Dios, sea mi morir».

Hacia México

A fines de agosto de 1749, a los treinta y cinco años, fray Junípero se embarcó hacia el Virreinato de la Nueva España, nombre colonial de México, en Cádiz.

Iban en la nave veinte franciscanos y siete dominicos. A mediados de octubre llegaron a San Juan de Puerto Rico, donde varios padres predicaron una misión.

Cuando a fin de mes reanudaron la navegación, les esperaba una terrible tormenta, y el único de los religiosos que no se mareó fue fray Junípero. Sin embargo, no estaba muy contento de sí mismo: en el viaje, escribía, «no hemos tenido más que unos pocos trabajillos, y para mí el mayor de todos ha sido el no saberlos llevar con paciencia».

El grupo llega al puerto de Veracruz el 7 de diciembre, y aunque la Corona costeaba los gastos de caballerías y carros para los misioneros, fray Junípero y otro religioso, con el permiso debido, partieron hacia México a pie y mendigando, según la mejor tradición evangélica y franciscana.

Cerca ya de la meta, notó fray Junípero que se le hinchaba un pie, quizá por las picaduras de mosquitos, restregadas por la noche, en sueños, e infectadas. El caso es que la herida abierta de su pie acompañaría ya para siempre los itinerarios del padre Serra, que nunca dio al asunto la menor importancia.

Al día siguiente de llegar, solicitó del superior un director espiritual, y le fue asignado un santo y veterano misionero, fray Bernardo Puneda.

En Sierra Gorda con los pame

El primer destino de fray Junípero fue Santiago Xalpan (hoy Jalpan de Serra) en la Sierra Gorda de Querétaro, donde permanecería nueve años dedicado a convertir a los indígenas pames de la zona, al tiempo que les enseñaba los rudimentos de la agricultura, de la ganadería de tiro y de labor, así como a hilar y tejer.

Los indios pame, de la familia de los otomíes, vivían en Sierra Gorda, en el centro de la Sierra Madre Oriental, a más de 150 kilómetros de Querétaro, y el Colegio de San Fernando tenía a su cargo sostener allí las cinco misiones fundadas en 1744, Xalpán, la Purísima Concepción, San Miguel, San Francisco y Nuestra Señora de la Luz.

El clima cálido, húmedo, muy insalubre, de Sierra Gorda producía frecuentes bajas entre los misioneros, y cuando el Guardián de San Fernando pidió voluntarios para aquellas misiones, se ofrecieron ocho, y los primeros, fray Junípero y fray Francisco Palou. Algunos padres sugirieron que varón tan docto como fray Junípero no fuera enviado a un rincón tan bárbaro.

Pero en junio de 1750 los dos amigos mallorquines salieron a pie hacia su destino, y un año después, el padre Serra era elegido presidente de aquellas cinco misiones franciscanas.

Se empeñó, ante todo, en aprender la lengua indígena, en perfeccionar la catequesis. Conociendo las disposiciones del indio y los modos peculiares de la religiosidad popular, daba a las festividades religiosas el mayor colorido posible, con representaciones plásticas, procesiones con cruces, diálogos entre niños indios…

Pasado un trienio, en 1754, quedó fray Junípero libre de su cargo, y como simple misionero, en Xalpán, pudo dedicarse todo y solo a sus indios. En 1759, los padres Serra y Palou fueron llamados a San Fernando para ser enviados a los indios apaches.

Predicador desde San Fernando de México

Pero a última hora, el virrey de Nueva España prohibió el envío de estos misioneros, en tanto no estuviera pacificada la región.

Fray Junípero, entonces, desde 1759 hasta 1768, vivió como conventual en San Fernando, en México, desempeñando diversas funciones, como la de maestro de novicios, consejero del superior, etc.

El padre Serra llevó el testimonio de su presencia ascética y de su encendida palabra a Mezquital, Guadalajara, Puebla, Tuxpam, Oaxaca, Huateca, y a tantos lugares más.

Aquel pequeño franciscano mallorquín, en estos nueve años, recorrió predicando buena parte de México, anduvo unos 4500 kilómetros, casi siempre a pie, y siempre cojo.

Estatua en fachada de iglesia

"Estatua de la fachada de la iglesia de San Francisco de Palma en la que aparece fray Junípero Serra, colonizador y predicador de California, junto a un indígena americano".

En California

Presidente de las misiones californianas

En 1767, Carlos III decretó la expulsión de todos los jesuitas que radicaban en la Nueva España. Dicha orden afectó a los misioneros jesuitas que atendían a la población indígena y europea de las Californias, que fueron sustituidos por dieciséis misioneros de la orden de los franciscanos, encabezados por fray Junípero.

Fue así como, en 1768, los franciscanos entraron en California para ocuparse de las misiones abandonadas por la Compañía.

Unos 45 religiosos, procedentes de los colegios misionales de México y Querétaro, y de la provincia de Jalisco, formaron una expedición con destino a California.

Confiados a la presidencia del padre Junípero Serra, que tenía entonces 54 años, se reunieron a fines de 1767 en Tepic. Cuando por fin hubo barco, partieron del puerto de San Blas en marzo de 1768. Y tras dos semanas de navegación, desembarcaron en Loreto, sede de la misión de Nuestra Señora de Loreto, que es considerada la madre de las misiones de la Alta y Baja California.

En aquella misión, con fray Fernando Parrón, fijó fray Junípero su residencia, o mejor, el centro de sus frecuentes viajes, en tanto que todos los religiosos se dirigían a ocupar las diversas misiones.

Meses después, Gálvez, que había nombrado a Gaspar de Portolá gobernador de la baja California, llegó a Santa Ana, en el extremo sur de la península, a más de 500 kilómetros al sur de Loreto, y allí tuvo un importante encuentro con fray Junípero.

Pronto surgió una amistad profunda entre estos dos hombres, que habían de ser protagonistas de la formación histórica de la alta California.

Ambos estimaron que lo más urgente era fundar misión y fuerte en el puerto de San Diego, y también más arriba, en la bahía de Monterrey, para iniciar desde esas bases la población y la evangelización de California.

Para ello se organizaron cuatro expediciones, incluyendo en todas ellas soldados y frailes. Dos irían por mar, cargando en dos buques ganados y semillas, aperos y suministros, y otras dos por tierra.

Larga marcha hacia el norte

Por tierra, desde Loreto, partió fray Junípero a fines de marzo. El estado de las misiones jesuíticas era deplorable. Cada una había quedado al cuidado de un soldado, que en bastantes casos, más que evitar los saqueos, los había controlado en provecho propio. En marzo, desde Loreto, el padre Serra emprendió viaje hacia las misiones del norte. El soldado «comisionado», groseramente, le asignó una mula vieja, ninguna ropa y escasos víveres.

Llegó Serra primero a la misión de San Francisco Javier de Viaundó, y el padre Palou, que allí estaba, viendo el estado lastimoso de su pierna, no quería dejarle seguir, pero no pudo retenerle.

Visitó también detenidamente San José de Comondu, La Purísima, Guadalupe, San Miguel, Santa Rosalía de Mulegé, San Ignacio, Santa Gertrudis, San Francisco de Borja y Santa María de los Ángeles, donde se encontró con el gobernador Puértolas.

Con este siguió adelante el padre Serra, y en un lugar favorable, fundó su primera misión californiana, la de San Fernando de Vellicatá. El 14 de mayo, en presencia del gobernador, fray Junípero se emocionaba viendo al pequeño grupo de indios que se habían acercado, y escribe:

«Alabé al Señor, besé la tierra, dando a Su Majestad gracias de que, después de tantos años de desearlos, me concedía ya verme entre ellos en su tierra. Salí prontamente y me vi con doce de ellos, todos varones, enterísimamente desnudos. A todos, uno por uno, puse ambas manos sobre sus cabezas en señal de cariño, les llené ambas manos de higos pasos... Con el intérprete les hice saber que ya en aquel propio lugar se quedaba padre de pie, que era el que allí veían, y se llamaba padre Miguel».

El incesante caminar de un cojo

Como ya vimos, fray Junípero, quedó cojo precisamente al ir a misiones. Y su dolencia se agravaba y manifestaba, como es natural, en los viajes más arduos y largos.

En esta ocasión, el gobernador le propuso que le dejasen reposar en la primera misión. Fray Junípero le contestó: «No hable vuestra merced de eso, porque yo confío en Dios; me ha de dar fuerzas para llegar a San Diego, y en caso de no convenir, me conformo con su santísima voluntad. Aunque me muera en el camino, no vuelvo atrás, a bien que me enterrarán, y quedaré gustoso entre los gentiles, si es la voluntad de Dios».

Un día, tomó discretamente aparte al arriero de la expedición, Juan Antonio Coronel. «Hijo, ¿no sabrías hacerme un remedio para la llaga de mi pie y pierna?».

El pobre arriero quedó desconcertado: «Yo solo he curado las mataduras de las bestias». Pronto contestó fray Junípero tan lógica objeción: «Pues hijo, haz cuenta de que yo soy una bestia y que esta llaga es una matadura que ha resultado el hinchazón de la pierna y los dolores tan grandes que siento, que no me dejan parar ni dormir; y hazme el mismo medicamento que aplicarías a una bestia».

Así lo hizo el arriero con unas hierbas y un emplasto, y, siendo obra sobrenatural de Dios o natural de las hierbas, o lo uno y lo otro, el caso es que se vio notablemente aliviado.

Durante estos viajes de misión en misión, con frecuencia eran acompañados a distancia por indios ocultos, que a veces se acercaban en son de paz, e intercambiaban regalos, o que otras veces se aproximaban hostiles, haciendo gestos amenazadores, y dando a entender, sin lugar a dudas, que no debían seguir adelante un paso más.

Cuenta el padre Sierra que en una ocasión, unos indios pacíficos estuvieron con ellos, dejando sus armas en el suelo, y «nos empezaron a explicar una por una el uso de ellas en sus batallas. Hacían todos los papeles, así del heridor como del herido, tan al vivo, y con tanta gracia, que tuvimos un bello rato de recreación.

Abriendo caminos nuevos por aquel mundo nuevo para ellos, nuestro fraile iba poniendo nombres en su diario a los lugares más atractivos o señalados: Corpus Christi, Álamo solo, San Pedro Regalado, Santa Petronila, San Basilio, San Gervasio..., consignando siempre los sitios más idóneos para la futura fundación de misiones.

El 20 de junio llegaron al mar, a la bahía de Todos los Santos, donde la actual Ensenada. Días después hallaron un grupo de indios joviales y amistosos, en un lugar que él llamó La Ranchería de San Juan.

«Su bello talle, porte, afabilidad, alegría, nos ha enamorado a todos», escribe fray Junípero. «Nos han regalado pescado y almejas, nos han bailado a su moda. En fin, todos los gentiles me han cuadrado, pero estos en especial me han robado el corazón. Solo las mulas les han causado mucho asombro y miedo... Las mujeres van honestamente cubiertas; pero los hombres, desnudos, como todos. Traen su carcaj en los hombros, en su cabeza los más traen su género de corona, o de piel de nutria, o de otra de pelo fino. Su cabello cortado en forma de peluquín y embarrado de blanco, verdaderamente con aseo. Dios les dé el del alma. Amén».

A los pocos días llegaron a un lugar bellísimo –San Juan de Capistrano, en su mapa personal–, bien cultivado, con parras y árboles grandiosos, y unos indios se acercaron a ellos «como si toda la vida nos hubieran conocido y tratado, de suerte que ya no hay corazón para dejarlos así».

El 26 de junio, en otro encuentro amistoso con indios, en un bello lugar que llamaron San Francisco Solano, cuenta fray Junípero: «Se me sentó en rueda gran número de mujeres y niños, y a una le dio la gana de que le tuviese un rato en mis brazos su niño de pecho, y así lo tuve, con buenas ganas de bautizarlo, hasta que se lo volví. Yo a todos los persigno y santiguo, les hago decir "Jesús y María", les doy lo que puedo, los acaricio como mejor puedo, y así vamos pasando, ya que por ahora no hay forma de mayor labor».

con 61 años

 Fray Junípero a los 61 años

Estos indios se acercaban muchas veces buscando intercambios. «Comida poco la apetecen, porque están hartos», escribe fray Junípero, «pero por cosa de pañitos o cualquier trapo son capaces de salir de sus casillas y atropellar con todo.

Cuando les doy algo de comer, me suelen decir con bien claras señas que aquello no, sino que les dé el santo hábito que me cogen de la manga. Si a todos los que me han propuesto esta su vocación lo hubiera concedido, ya tendría una comunidad grande de gentiles frailes».

Otras veces los indios invadían curiosos el campamento, tomando y dejando las diversas cosas, y manifestado especial atracción por los anteojos de fray Junípero.

Fundador de misiones, de futuras ciudades

El 1 de julio de 1769, fray Junípero y los suyos llegaron por fin al puerto de San Diego. Allí encontraron los dos navíos de la expedición marítima. En uno de ellos, el escorbuto había matado a toda la tripulación, menos a dos hombres.

Fray Junípero, a pesar de la terrible desgracia, y a pesar de la fatiga inmensa del camino, ante la inminencia de fundar misión allí, se sentía con ánimos redoblados.

El 16 de julio, con una solemne eucaristía, nace la misión de San Diego. En torno a una plaza cuadrada, construyeron la iglesia y los edificios básicos, depósitos, talleres, cuartelillo para los soldados.
Se alzó una gran cruz, se colgaron las campanas y se rodeó todo con una valla alta.

El desconocimiento de la lengua indígena hacía difícil el trato con los indios. A mediados de agosto, atacaron los indios la misión, y hubo muertos por ambos lados. Días después los indios se acercaron para ser curados...

A los comienzos, sobre todo por falta de bastimentos, parecía imposible continuar allí, pero fray Junípero y sus compañeros se agarraban al lugar con tenacidad indecible:

«Mientras haya salud, una tortilla y hierbas del campo, ¿qué más nos queremos?». Tiempo después llegó a tener la misión más de mil indios bautizados.

A fines de mayo de 1770, una expedición por tierra y otra por vía marítima, en la que iba fray Junípero, descubrieron por fin con gran alegría la bahía de Monterrey.

El 3 de junio, con la custodia del teniente Pedro Fagés y diecinueve soldados, se fundó la misión de San Carlos de Monterrey, de la cual fray Junípero fue el alma durante catorce años, haciendo de ella el centro de su actividad misionera.

Durante todos esos años, el brazo derecho de fray Junípero en San Carlos fue el padre fray Juan Crespí, que allí trabajó hasta que murió, en 1782. En los tres primeros años, aquella misión ya tuvo 165 bautizados, y al morir el padre Serra, eran 1014.

La fundación de San Carlos fue seguida inmediatamente, bajo el impulso de fray Junípero, por la de otras misiones, como San Antonio de Padua, San Gabriel, San Luis Obispo. Al sembrar aquellas mínimas semillas, el padre Sierra se veía poseído de un loco entusiasmo, como si previera que estaban destinadas a ser grandiosas ciudades.

Con estas acciones misioneras, precariamente asistidas por la administración del virrey, sobre la base de tres centros principales, Vellicatá, San Diego y Monterrey, se había extendido el Evangelio y el dominio de la Corona en más de mil doscientos kilómetros de la costa del Pacífico.

Tenía, pues, el virrey muchas razones para publicar entonces, vibrante de entusiasmo, una solemne y piadosa crónica.

A comienzos de 1771, para asistir las nuevas misiones y establecer otras, fueron asignados veinte franciscanos a la baja California, a las órdenes de Palou, y diez a la alta California, bajo la guía del padre Serra.

Viaje a la corte virreinal

Sin embargo, a pesar de los éxitos iniciales de estas empresas misioneras, se presentó en seguida un cúmulo de contradicciones y problemas.

En 1770, fray Rafael Verger, mallorquín, fue elegido guardián del colegio misionero de San Fernando. El padre Serra, en una carta, se puso inmediatamente a sus órdenes: «Mándeme lo que fuera de su agrado como a un súbdito (aunque el más imperfecto), el más deseoso de obedecer puntualmente hasta sus más leves indicaciones».

El nuevo guardián de San Fernando, que veía con cierto recelo el desarrollo de las misiones californianas, le comunicó a fray Junípero que, aun reconociendo la formidable labor que había realizado tanto en Sierra Gorda como ahora en California, «no obstante, es preciso moderar algo su ardiente celo».

A su juicio, le escribe, «esta empresa va sin fundamento, y sin aquella madurez que siempre se ha observado y debe observarse en negocios de esta calidad... Fúndense muy enhorabuena las misiones; pero sea como se debe, de modo que se verifique lo que significa el verbo fundar, que no es pintar perspectivas».

El palmetazo era evidente. Pero aún hubo más. A petición del obispo de Sonora y California, fray Antonio de los Reyes –antiguo franciscano del colegio de Querétaro–, los franciscanos hubieron de ceder en 1773 a los dominicos todas las misiones de la baja California, aquellas que el padre Serra había dejado al cuidado del padre Palou. Nueve de ellos y el padre Palou, pasaron a misionar en la parte alta.

Por estas fechas, el entusiasmo primero por las misiones californianas, y también el apoyo de la administración virreinal, parecían haberse debilitado considerablemente.

El comandante Fagés se resistía a dar los medios para nuevas fundaciones, e incluso recriminaba a los franciscanos –quizá por temor a que exigieran más alimentos– que estaban bautizando a demasiados indios. Y en fin, el nuevo virrey, Antonio María Bucarelli y Ursúa, hizo llegar a fray Junípero y a sus frailes una grave amonestación, urgiéndoles «a que todos cumplan y obedezcan sus órdenes»...

Con todo esto, fray Junípero se vio obligado a viajar a México para reafirmar los apoyos de las misiones de California.

Extenuado, tras un viaje tan largo, llegó a la capital en febrero de 1773. El padre Serra consiguió entonces del virrey, en primer lugar, que no se llevase adelante el plan de despoblar San Blas, cuyo puerto era vital para el sostenimiento de las misiones de California. En seguida, le informó de la situación real de las misiones ya fundadas: San Carlos de Monterrey, San Antonio, San Luis, San Gabriel de los Temblores, San Diego:

«Todas tienen sus estacadas, sus pobres edificios, sus principios de siembra, todo poco, y este poco hecho con buenos trabajos». Y añade en su informe: «Las misiones están tiernas, y poco medradas, ya por nuevas, ya por falta de medios, y ya porque no se ha dado o intentado dar paso adelante, sin muchas contradicciones y estorbos.

Pero, sin que me lleve pasión alguna, bien puedo asegurar a vuestra excelencia, que por parte de los religiosos, así en lo temporal como en lo espiritual, no se ha perdido el tiempo, y que lo poco que hay hecho a cualquiera que supiese o sepa el cómo, le parecerá con razón, bien mucho. El cómo han trabajado y trabajan todos, lo sabe Dios, y esto nos basta».

Añade también el padre Serra algunas quejas contra aquel acompañamiento tan necesario como peligroso, la soldadesca, muchas veces «ociosa, aburrida, mal avenida, mandada por un cabo inútil a quien no tenían respeto ni obediencia, en extremo desvergonzada para los religiosos», y en ocasiones más empeñada en la caza de indias o en abusar de los indios que en ayudar de verdad los esfuerzos evangelizadores y pobladores de los misioneros.

Fray Junípero no quiere que «dijesen que por mi causa quedan las misiones sin defensa», pero propone una asistencia militar mínima: «no apetezco muchos soldados», sino solo unos pocos, bien elegidos.

Estos siete meses de fray Junípero en la corte virreinal dieron grandes frutos.

Bucarelli quedó impresionado por el celo misionero de aquel fraile, que había llegado a visitarle «casi moribundo», y que no pensaba sino en volver a su tarea misionera. Y a la luz de estas informaciones verdaderas, no solo confirmó lo ya hecho, sino que autorizó la fundación de nuevas misiones en San Francisco y en el canal de Santa Bárbara –que hoy son ciudades enormes–.

Por otra parte, también los franciscanos de México quedaron impresionados por el celo misionero de fray Junípero, como se refleja en un relato de 1773:

«Es el Padre Presidente Junípero Serra, religioso observante, hombre de ancianidad muy venerable –tenía entonces sesenta años–, ex catedrático de Prima de la Universidad de Palma que, después de veinticuatro años que es misionero en este colegio (misionero de San Fernando), nunca ha perdonado ningunos trabajos para la conversión de los fieles e infieles, y que en medio de su larga y trabajada edad tiene las propiedades de un león, que solo a la calentura se rinde, y que ni los achaques habituales que padece, especialmente de pecho, y sufocación, ni llagas en las piernas, han podido detenerle jamás un punto de sus tareas apostólicas.

La temporada que ha estado aquí nos ha pasmado, pues habiendo estado muy malo nunca ha dejado de venir al coro de día y de noche, menos cuando ha tenido la calentura; y tan breve lo hemos visto muerto como resucitado; y si algún tiempo ha atendido a la necesidad de su cuerpo en la enfermería ha sido mandado de la obediencia».

Más dificultades…

Regresando desde México hasta la alta California, tuvo ocasión fray Junípero de ir visitando todas las misiones hasta entonces fundadas en la península, esforzándose sobre todo en dar ánimo a los religiosos, abatidos a veces por el trabajo y por las grandes dificultades que hallaban frecuentemente, tanto entre los indios como entre los españoles.

Llegado a San Diego, supo que, a causa de los informes suyos, don Pedro Fagés había sido sustituido por el comandante Fernando de Rivera y Moncada.

Las dificultades, en todo caso, continuaron, pues mientras el sueño de Serra era el establecimiento de nuevas fundaciones, distante una de otra tres días de camino, Rivera y Moncada era cauteloso, se resistía, y no quería dispersar sus pocas fuerzas militares.

Así las cosas, dos neófitos indios, fueron envenenando los ánimos entre los indígenas de las rancherías vecinas a San Diego, se produjo un asalto a la misión, la incendiaron, mataron al herrero y a un carpintero, y asesinaron a flechazos y golpes de macana al misionero Luis Jaume.

Ante el peligro de desánimo en los religiosos, fray Junípero en seguida los confirmó en la fe y la esperanza: «Gracias a Dios ya se regó aquella tierra; ahora sí se conseguirá la reducción de los dieguinos».

Y ante el peligro, mucho más grave, de que la fuerza militar emprendiera campañas de represalia entre los indios, el padre Sierra trató, en carta a Bucarelli, de frenar toda violencia, que tendría consecuencias nefastas para la evangelización:

«Una de las principales cosas que pedí al ilustrísimo Visitador General [Gálvez] en el principio de estas conquistas fue que si los indios, fuesen gentiles, fuesen cristianos, me mataban, se les había de perdonar, y lo mismo pido a vuestra excelencia, y ha sido descuido el no pedirlo más breve».

El martirio del padre Jaume era para fray Junípero una gracia muy preciosa. Por eso, sigue en su carta a Bucarelli, «que mientras el misionero viva le guarden y escolten los soldados, como la niñas de los ojos de Dios, es muy justo, y yo no desprecio para mí este favor; pero si ya le mataron, ¿qué vamos a buscar con campañas?

Dirán que escarmentarlos, para que no maten a otros. Yo digo que para que no maten a otros, guardarlos mejor de lo que hiciste con el difunto, y al matador dejarle para que se salve, que es el fin de nuestra venida y el título que la justifica.

Darle a entender, con algún moderado castigo, que se le perdona, en cumplimiento de nuestra ley, que nos manda perdonar injurias, y procúrese no su muerte, sino su vida eterna».

El indio Carlos, principal causante de la rebelión, que algo sabía del derecho de asilo, en 1776 se refugió en la iglesia del fuerte de San Diego. Y cuando el comandante Rivera, a pesar de los avisos de los misioneros, lo prendió allí, fue excomulgado por estos, en decisión ratificada por el padre Serra.

Solo fue absuelto de la excomunión cuando devolvió al indio preso, pero luego los padres hubieron de entregarlo para que fuera juzgado.

La misión de San Diego fue reconstruida, y entre las cenizas del archivo quemado se pudo recuperar el catecismo que el padre Jaume había compuesto para los indios en lengua dieguina.

Nada, pues, frenaba el impulso misionero, y en 1776 pudo incluso el padre Serra consolidar la fundación de San Juan Capistrano, iniciada dos años antes, y paralizada por diversas dificultades.

Pero los recelos y malentendidos no cesaban, a pesar de su anterior viaje a México.

En efecto, en ese mismo año le llegó del colegio de San Fernando una humillante patente, en la que se limitaban sus poderes como padre presidente de las misiones californianas.

Se le prohibía, entre otras cosas, cambiar de destino a un misionero, si este no lo solicitaba.

La reacción del padre Serra, como siempre, fue inspirada por la más humilde obediencia, no exenta de dolor.

Esta humilde docilidad pudo salvar no pocos bienes, e impedir mayores males, de modo que años después fueron revocadas algunas de aquellas imprudentes normas.

San Francisco y Santa Clara

Los santos preferidos de fray Junípero eran sin duda san Francisco y santa Clara.

Y así, cuando al comenzar sus aventuras californianas hacía planes con su amigo el visitador Gálvez, en una ocasión le dijo: «Señor mío, ¿y para nuestro padre san Francisco no hay misión?»...

Él siempre soñó con dedicar a sus amados san Francisco y santa Clara de Asís unas misiones hermosas, dignas de ellos. Por eso su alegría fue inmensa cuando, en 1774, después de hartas gestiones suyas, llegó la ansiada autorización del virrey Bucarelli, que destinaba en principio treinta soldados, con sus familias, para la fundación de San Francisco.

El sitio y el nombre ya estaban elegidos hacía tiempo, a unos 250 kilómetros al norte de Monterrey, en una inmensa bahía capaz de albergar varias escuadras.

A mediados de 1776, la expedición enviada, a la que estaban asignados los padres Palou y Cambón, plantó quince tiendas cerca de la bahía, y poco después fue construyendo la iglesia y las edificaciones fundamentales.

Finalmente, el 17 de septiembre fue el día en que se inauguró el humilde núcleo de la que iba a ser una de las ciudades más grandes del mundo.

Se siguió el rito acostumbrado: alzamiento de la cruz, Te Deum, misa, acta correspondiente, vítores y ondear de banderas, disparo de mosquetones, y también salvas desde los cañones del San Carlos, fondeado en el puerto...

Los indios, a todo esto, permanecieron ausentes, cosa rara en ellos, pues solían gustar mucho de estos alardes. Y la razón era que acababan de sufrir un ataque de los indios solsona.

Pero no tardó mucho aquella misión en tener su núcleo de catecúmenos y bautizados.

En la misma bahía inmensa de San Francisco nacían en 1777 la misión de Santa Clara de Asís, y junto a ella, la de un pueblo de españoles, que se llamó San José de Guadalupe.

En ese año, Monterrey se convirtió en capital de California, y sede del nuevo gobernador, don Felipe de Neve. Así sería posible controlar más de cerca la actividad misionera del padre Serra...

Y en 1779 las dos Californias quedaron sustraídas del virreinato de Nueva España, y puestas bajo un comandante o gobernador general, don Teodoro de Croix, con residencia en Sonora.

El virrey tuvo la delicadeza de informarle de lo que el padre Serra significaba en aquellas regiones, y el gobernador general le escribió a este: «Hallará en mí cuanto pueda desear para la propagación de la fe y gloria de la religión». Pero eran solo palabras.

La Ilustración seculariza

La secularización de la vida social vino progresivamente en el XVIII por el fenómeno de la Ilustración. Este proceso conducirá rápidamente a su lógico término: primero en Francia, a fines del siglo, con la Revolución francesa, y en seguida, a lo largo del XIX, en los demás países, por medio de la Revolución liberal, se llegará a afirmar abiertamente en códigos y constituciones lo que antes se decía solamente: que la soberanía y origen del poder está en el hombre, y no en Dios.

Por lo que a España se refiere, en los tiempos de Carlos III (1759-1788) no se llega todavía a ese término en la vida política, pero se avanza mucho en esa dirección.

Concretamente, el nuevo gobernador, muy próximo a Carlos III, don Felipe de Neves, solamente toleraba las misiones, porque su mantenimiento y desarrollo eran imprescindibles para la causa de la Corona en América.

Siguiendo esta política, el gobernador Neves dispuso que bastaba en cada misión la presencia de un misionero. Fueron necesarias muchas y desagradables luchas para conseguir que en cada puesto continuara habiendo dos misioneros.

Por otro lado, alegando el derecho establecido en las antiguas Leyes de Indias, exigió el gobernador que los indios convertidos, tras cinco años de estar en reducción, asumieran cargos políticos, en tanto que los misioneros quedaran limitados a los ministerios estrictamente espirituales.

A pesar de las graves objeciones presentadas por los misioneros, el gobernador nombró alcaldes y regidores en las cinco primeras misiones...

En estos años, fray Junípero Serra, ya anciano y en medio de una administración política enmascaradamente hostil, todavía consiguió fundar en el canal de Santa Bárbara la misión de Nuestra Señora de los Ángeles (1781) y la de San Buenaventura (1782).

Esta, su novena fundación, iba a ser la última. En seguida, cuando los franciscanos proyectaban fundar Santa Bárbara, se produjeron nuevas medidas políticas obstructivas, y desde México, el padre Guardián ordenó a fray Junípero que se detuviese hasta nueva orden la fundación de otras misiones.

Un hombre de oración

En medio de tantos trabajos, dificultades y sufrimientos, fray Junípero mantuvo siempre su corazón tranquilo y confiado. Nunca se desanimaba, por grandes que fueran las adversidades: «No será la voluntad de Dios todavía, comentaba, no estará de sazón la mies. Dios dispondrá lo que fuere de su agrado».

Este fraile mantuvo siempre su corazón firme y en paz porque permaneció en una oración continua y porque se entregó asiduamente a la oración.

Lorenzo Galmés escribe: «Testigos fidedignos aseguran que muchas noches su descanso fue la vigilia y la oración. Era menester ganar ante Dios, impetrando su ayuda, lo que no alcanzaban a ganar las fuerzas humanas. Robaba a la noche las horas que a él le había robado el día, y que estaban consagradas a Dios en exclusiva".

El padre Serra, en efecto, llevó siempre una vida sumamente penitente. Vestido con el tosco sayal franciscano, calzado con sandalias de cuero crudo, como las de los indios, sometido, como sus hermanos religiosos, a una dieta sumamente austera –exigida, por otra parte, por las duras condiciones del lugar–, con la salud casi siempre mala, arrastrando su pierna enferma por caminos interminables, dedicó toda su vida a propagar la fe en Jesucristo, y en las horas nocturnas de oración encontró siempre su alegría y su fuerza inagotable.

Pero sus mayores sufrimientos procedieron del ardor de su celo apostólico, al tener que soportar en su trabajo misionero interminables dificultades.

Una salud delicada que no le impedía actuar

El padre Junípero Serra, en realidad, estuvo enfermo toda su vida, pero nunca prestó a su salud sino una atención mínima, la suficiente para seguir sirviendo.

En 1783, ya con setenta años, estaba tan agotado por el asma, el dolor intenso en el pecho y la hinchazón de la pierna llagada, que apenas podía consigo mismo.

Sin embargo, como en julio de 1784 cesaba su licencia para confirmar, hizo un esfuerzo supremo para administrar el sacramento de la confirmación al mayor número posible de indios neófitos.

Cuando visitó San Gabriel, pensaron que ya se moría, pero aún pudo seguir a San Buenaventura, su querida fundación recién nacida. En esta, su alegría fue tan grande que pareció cobrar nuevas fuerzas. Los indios acostumbraban poner las manos sobre los hombros de fray Junípero, al que llamaban «el Padre Viejo», y este correspondía poniéndoles su mano con cariño sobre la cabeza.

Hizo visita pastoral a San Luis y San Antonio y, a comienzos de 1784, regresó a su centro habitual, San Carlos de Monterrey.

Aquí pasó la Cuaresma, y a últimos de abril salió hacia el norte, a San Francisco, donde le recibió su gran amigo, el padre Palou. Y llegó todavía a Santa Clara, donde, tras unos días de absoluto retiro, hizo con el padre Palou confesión general de todos los pecados de su vida.

Cuando regresó a Monterrey, terminadas ya sus licencias para confirmar, había confirmado a 5307 neófitos en sus misiones californianas.

Último despojamiento y muerte

Mediado el año, recibió fray Junípero una noticia muy dura. El obispo fray Antonio de los Reyes pensaba ahora entregar a los dominicos las misiones de la alta California, aquellas fundaciones que habían costado a los franciscanos trabajo y sangre durante años.

Fray Junípero estimó injusta e inconveniente la medida, y así lo manifestó con todo respeto; sin embargo, si era preciso beber cáliz tan amargo, la obediencia era en él una actitud absoluta, incondicional:

«Así se hará con el favor de Dios, por mi parte, y procuraré lo hagan todos». En todo caso, sea cual fuera la solución final, las misiones debían seguir siendo atendidas con la mayor solicitud: «aunque sepan cierto que nos han de echar... y mientras hacemos la cosa, hagámosla bien».

Fray Junípero, en este tiempo, seguía en Monterrey su vida misionera con los indios, con una alegría y dedicación que hacían suponer, como pensó Palou al visitarle, una salud mejorada.

Pero un soldado que conocía al padre hacía años le hizo pensar de otro modo: «Padre, no hay que fiar; él está malo». El 22 de agosto el San Carlos ancló en el puerto, y su cirujano se apresuró a visitar al padre Serra, que le dejó aplicar sus remedios, sin hacer mayor caso de ellos ni quejarse.

El 26 pidió que todo el día le dejasen a solas en recogimiento, y por la noche repitió su confesión general. El 27 todavía rezó el oficio divino. Sostenido por los suyos, se llegó como pudo a la iglesia, retirándose después todo el día en oración silenciosa.

Por la noche, recibió la unción de los enfermos, sentado en una silla de cañas, de las que hacían los indios, y rezó con sus frailes los salmos penitenciales y las letanías de los santos.

El día 28, pidió que rociasen la celda con agua bendita: «Mucho miedo me ha entrado, mucho miedo tengo, léame la recomendación del alma, y que sea en alta voz, que yo la oiga».

Al final dijo: «Gracias a Dios, gracias a Dios, ya se me quitó totalmente el miedo; gracias a Dios ya no hay miedo, y así vamos fuera».

Salieron todos, volvió él a su libro de rezos, tomó una taza de caldo, y al mediodía, después de decirle al padre Palou: «Y ahora vamos a descansar», se retiró a su celda, y vestido con su sayal franciscano, se tumbó sobre las tablas de su catre, cubriéndose con una manta, abrazado a su cruz. Así se durmió en el Señor.

Fray Junípero Serra, a los setenta años y nueve meses de edad, después de casi cincuenta y cuatro años de franciscano, y treinta y cinco años de misionero, habiendo fundado nueve misiones, bautizado a más de siete mil indios, y viajado unos nueve mil kilómetros, muchísimos de ellos a pie, consumó la ofrenda de su vida en Monterrey, con toda humildad.

En los funerales solemnes, mientras las campanas sonaban tristemente, un cañón del buque disparaba cada media hora una salva en su honor, y el cañón del fuerte contestaba con otra. Los religiosos de las misiones vecinas, todos los españoles y unos seiscientos indios, asistían emocionados a la despedida de un fraile que en su palabra y en su vida les había manifestado a Jesucristo.

En 1948 se inició en Monterrey el proceso para la beatificación de fray Junípero, declarado venerable en 1958, y beatificado por Juan Pablo II el 25 de septiembre de 1988.

Y la historia sigue

Tras la muerte de fray Junípero Serra, la historia de las misiones por él fundadas está marcada por la evolución general de los acontecimientos políticos.

El 2 de febrero 1848, tras una guerra lamentable, llena de complicidades políticas, México cede a los Estados Unidos por el Tratado de Guadalupe Hidalgo una enorme parte de su territorio nacional, la alta California, Nuevo México y Texas, vastas regiones en las que la presencia hispano-mexicana se había afirmado casi exclusivamente por las fundaciones misionales.

Por cierto que, unos días antes, el 29 de enero, en las ruinas del Desierto de los Leones, el general Scott y sus oficiales victoriosos fueron agasajados por un grupo del Ayuntamiento de México, encabezados por el alcalde. Estos pidieron a los norteamericanos que «no salieran de México sin destruir antes «la influencia del clero y del ejército», y aun hubo quien habló de la anexión nacional a los Estados Unidos» (Alvear Acevedo 258-259)...

El descubrimiento posterior del oro en Sierra Nevada atrajo una avalancha de aventureros e inmigrantes, que acabó prácticamente con lo poco que quedaba de las misiones, deshaciendo cuanto se había hecho por la población indígena.

Los indios, los que no fueron exterminados, se dispersaron y regresaron a su estado primitivo. Y California, concretamente, entró a formar parte en 1850 de los Estados Unidos de América.
Un siglo después de esas fechas, en estos últimos decenios, se produjo en los Estados Unidos una revalorización del legado hispánico, y se restauraron con gran cuidado aquellas históricas misiones franciscanas que, desde su humildad evangélica, dieron origen en la costa oeste a algunas de las más grandes ciudades americanas.

Epílogo

Sus restos descansan en la basílica de la misión de San Carlos Borromeo, misión que él mismo fundó. Es el único español que tiene una estatua en "National Statuary Hall (The Old Hall of the House)", situado en el Capitolio, donde reside el poder legislativo de los Estados Unidos, y lugar donde están representados los personajes más ilustres de esa nación.ESTATUA EN BIBLIOTECA

Fray Junípero Serra. Escultura en "The National Statuary Hall"

No está por demás agregar que cada Estado de la Unión Americana únicamente tiene derecho a proponer dos nombres de personajes ilustres a quienes se les inmortalizará con un monumento. La estatua de fray Junípero está en el pasillo principal; fue propuesto por el Estado de California.

Tanto España como el Gobierno de Estados Unidos han honrado su memoria emitiendo estampillas postales dedicadas al humilde misionero franciscano.

Fuentes:
http://www.newworldencyclopedia.org
http://hispanidad.tripod.com/hechos18.htm
http://www.biografica.info
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"La envidia es la fiera que arruina la confianza, disipa la concordia, destruye la justicia y engorda toda especie de males" (San Agustín).