¡Necesario miedo al miedo! "Aquel que más posee, más miedo tiene de perderlo" (Leonardo da Vinci).

"Cualquier cosa que el hombre gane debe pagarla cara, aunque no sea más que con el miedo a perderla" (Fiedrich Hebbel)

He oído decir a un filósofo que solo debemos tener miedo al miedo…

Y estas palabras se me hacen de especial importancia en los tiempos que corren, pues el miedo se ha convertido en moneda corriente, se demuestre o no abiertamente en la relación entre unos y otros.

La inseguridad es uno de los factores detonantes del miedo, y no únicamente la inseguridad ciudadana, que es tópico repetido en nuestros medios de información, sino la inseguridad en todos los planos de la expresión humana.

La inseguridad psicológica es, tal vez, la más extendida y la que provoca los miedos más irracionales, precisamente porque aquí la razón participa poco y nada.

Son miles los seres humanos que tiemblan por dentro ante cualquier paso a dar, ante cualquier circunstancia nueva o vieja, ante todo lo que suponga exponer hacia afuera ese yo inseguro de sí mismo.

Hay miedo a existir, miedo a actuar, miedo a equivocarse, miedo al dolor que acecha en tantas esquinas de la vida.

Hay miedo a querer y no ser querido, miedo a pensar y no ser comprendido, miedo a no encontrar un lugar apropiado en la sociedad a la cual se pertenece.

Hay, en general, falta de confianza en sí mismo, que es un miedo hecho de cadenas que atrapan los pies.

Y hay falta de confianza porque, en la mayoría de los casos, no se sabe de dónde se viene ni hacia dónde se va; el tránsito por la vida es una amarga y confusa indefinición de principios y fines.

MIEDO-AL-MIEDO-GY si es la razón la que interviene, entonces la inseguridad ataca las ideas impidiéndoles desarrollarse correctamente.

Los juicios se retuercen como pantallas raquíticas y endebles, y los razonamientos mueren antes de nacer.

O bien se usan "etiquetas adhesivas" como si fuesen ideas propias y la falta de ideas propias, en cuyo caso las etiquetas gritan con la seguridad que el individuo no tiene.

Pero estos "adhesivos" no cubren el miedo a la duda, al error, al "qué dirán", a la no coincidencia entre el pensamiento de uno y el de los demás.

Sigue en pie el miedo a la crítica, a la soledad, a la incomprensión. Y al dolor, siempre al dolor…

Es evidente que con tantos lastres resulta imposible andar por la vida. Es evidente que el buscador sincero de la verdad, el filósofo, debe deshacerse de estos miedos para emprender y mantener su búsqueda.

Y es evidente también que el miedo parece ser una condición humana inevitable por el momento.

De modo que, si es preciso, mantengamos un solo miedo: hacia el mismo miedo, para aligerar las sombras que empañan el camino de la evolución.

Un auténtico anhelo de verdad, un trabajo perseverante para encontrarla, un avance lento pero seguro en los laberintos del conocimiento, nos permitirán alcanzar un poco de sabiduría y eliminar todos los miedos, menos el necesario miedo al miedo.

El miedo al cambio
Esta forma de temor psicológico, que llega a tomar posesión de los campos físico y mental en varios casos, se manifiesta también bajo otros aspectos humanos: miedo a la aventura, miedo al riesgo, miedo a perder cosas y aun miedo al éxito.

Se ha dicho muchas veces que el hombre es un animal de costumbres y es verdad.

El hombre tiene muchos "amos" que se encargan de adiestrarlo en ciertos hábitos que le dan una sensación de seguridad dentro del conjunto, y son los mismos amos quienes se preocupan de generar el miedo al abandono de esos hábitos, al menos mientras así convenga a los propósitos de los mencionados adiestradores.

Crecemos dentro de una sociedad configurada por diversas motivaciones, algunas naturales y propias de las necesidades históricas, y otras absolutamente artificiales, alentadas por intereses y modas que rigen por un tiempo el movimiento de las grandes masas.

Son, sobre todo, las necesidades artificiales o las que se tiñen de artificialidad las que más atan a los hombres y las que les impiden cambiar en cualquier sentido.

Nos explicaremos: por ejemplo, el amar y sentirse amado es una necesidad natural para cualquier ser humano, pero los consensos sociales de moda agregan al amor un conjunto de requisitos que lo vuelven artificial y casi imposible de vivir.

Además del sentido debe haber dentro del núcleo unos bienes materiales y unas condiciones prestigiosas que cierran las puertas a una convivencia sana.

Pero el hombre mira lo que hacen todos los demás, y de la repetición de esos actos obtiene una tranquilidad psicológica que le permite ubicarse dignamente dentro del conjunto.

Lucha por adquirir esas cosas entendidas como indispensables y, una vez que las tiene, no puede abandonarlas porque pierde su propia estabilidad, desgraciadamente generada sobre soportes exteriores a uno mismo.

De igual manera, las modas imponen determinados estilos de conducta, de lenguaje, de trato humano, de opiniones y creencias que aseguran la "normalidad", al menos por un tiempo.

Hay que estar al tanto para seguir esas corrientes impuestas y variar junto a ellas para no alejarse ni un paso del rebaño.

De allí el miedo al cambio. Todo cambio, si es sustancial, supone destacarse para bien o para mal, salir de lo comúnmente aceptado, arriesgarse a ser diferente y, por lo tanto, a perder algunos de los preciados valores establecidos por la artificialidad.

Es posible que desaparezca el falso afecto de quienes poco y nada nos querían y el prestigio inestable de aferrarse apenas a una modalidad pasajera.

Para nosotros, aspirantes a filósofos, amantes de la sabiduría, el primer y fundamental cambio que debemos promover es el despertar de la conciencia.
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En cuanto ella emerge dentro de la masa amorfa de nuestras necesidades e imposiciones físicas, psicológicas y mentales, suscita simultáneamente un conjunto de cambios correlacionados.

Mientras se vive a ciegas, no importa adoptar una u otra costumbre y aferrarse a ella, pero la conciencia activa obliga a recapacitar sobre muchos aspectos de la existencia que antes parecían no tener ninguna importancia.

El filósofo se acostumbra, sobre todo, a hacerse preguntas profundas acerca de la vida, de sí mismo, del destino… Su mente se vuelve más inquisitiva y lo lleva a cuestionarse su propia forma de ser, mostrándole nuevos cambios de perfección constante.

Los cambios que se propone el filósofo no responden a modas ni aceptaciones generalizadas; por el contrario, son cambios ascensionales en que cada paso es un escalón de superación.

Más que de cambios, deberíamos hablar de las únicas y verdaderas adquisiciones que hacen al ser humano, al margen de los otros cambios de fortuna material, al margen de la vida y de la muerte, al margen de pasiones y opiniones.

¿Por qué, entonces, el miedo, cuando intelectualmente se sabe que estos especiales cambios solo traerán bienes consigo y llevarán a un mayor desarrollo espiritual?

Porque estos cambios hay que hacerlos a solas, frente a frente con uno mismo, sin que valga de nada el beneplácito de los otros, sin que importe el aplauso o la crítica de los demás.

Porque estos cambios suponen algunas pérdidas, claro está, pero son las pérdidas que darán paso a nuevos valores mucho más estables y armonizadores.

No conocemos a ningún héroe que no haya pasado por pruebas arriesgadas y lo haya intentado todo hasta salir victorioso.

Y porque, como decíamos al principio, hay quienes temen incluso al éxito, sabiendo que, una vez conseguido, habría que mantenerse a la altura de ese éxito, sin permitirse caídas ni depresiones, pues el éxito interior tiene fuertes exigencias ante la propia conciencia.

Pero ¿no vale la pena intentarlo?

El destino del hombre es llegar a ser lo más perfecto como hombre y, en todo caso, como lo apuntan las tradiciones esotéricas de todos los tiempos, crecer más allá de la condición humana hasta hacerse digno discípulo de los dioses y no de los "amaestradores de hombres".

A ese destino habremos de llegar todos, tarde o temprano, con más o menos sufrimiento. Pero el cambio es la condición inexcusable.

Entonces, ¿por qué no empezar ahora mismo?

¿Por qué no desprenderse del miedo, que no es ningún bien positivo? ¿Por qué no desarrollar la valentía del que sabe lo que quiere y lucha por poseerlo?

En nosotros está la elección: o el vulgar miedo al cambio de lo que cambia de todas maneras y nos deja desamparados, o el valor del cambio definitivo que nos convierta en hombres y mujeres firmes y seguros de sí mismos, caminando por la vida y de frente hacia el destino.
Delia Steinberg Guzmán

¿Qué es el miedo?
Si el miedo es un ente, una especie de gran ser cósmico que existe en todas las cosas, cabría afirmar que, por ello mismo, está en todos los planos de la Naturaleza.

Este es un tema tan común que no existe nadie ni nada en nuestro mundo conocido que esté exento del miedo.

Miedo a la vida, a la muerte, al amor, a la ausencia de amor, a la oscuridad, al miedo mismo, y un largo etcétera que nos rodea como el aire que respiramos.

Los diccionarios y enciclopedias definen al miedo como una "perturbación del ánimo, originada por la aprensión de algún peligro o riesgo que se teme o recela.

Recelo o aprensión que uno tiene de que le suceda alguna cosa contraria a la que deseaba".

Etimológicamente viene del latín "metus", miedo; "metuere", temer. Remite a la situación de ánimo sobrecogido con la idea del peligro.

Darwin, en su obra "La expresión de las emociones", describió detenidamente los efectos del miedo según el punto de vista de la fisiología.

El hombre espantado, dice, queda primero inmóvil como una estatua, reteniendo la respiración.

El corazón late con rapidez y violencia levantando el pecho. La piel queda instantáneamente pálida, como si se provocase un desvanecimiento, debido a la impresión recibida por el centro vasomotor, que provoca la contracción de las pequeñas arterias de los tegumentos.

La respiración se precipita y la boca se seca al estorbarse el funcionamiento de las glándulas salivares.

El temblor se apodera de todos los músculos del cuerpo. Todo esto da como resultado los sentimientos de opresión y angustia.

A este respecto nos cuenta Jorge Ángel Livraga que Dios incluyó el miedo en los sistemas de supervivencia de todos los seres.

Mezcla misteriosa de experiencia y de prevención, acude en ayuda de los amenazados de múltiples maneras.

Su finalidad es la perduración de los individuos y de las comunidades.

En la antigua Grecia y Roma, bastante familiares a nuestra mentalidad occidental, observamos que el miedo, junto con el temor, tenían consagrados santuarios especiales.

Entre los griegos eran Deimos (el temor) y Fobos (el miedo), (de este dios viene la palabra “fobia”), y entre los romanos Palor y Pavor.

En ambos casos se decía que eran hijos del dios de la guerra y de la diosa del amor, Ares y Afrodita entre los griegos y Marte y Venus entre los romanos.

¡Extraños progenitores de estas divinidades!

¿Qué relación puede tener el miedo con el amor y la guerra?

A estos dioses es a quienes se les atribuía, no sin razón, la responsabilidad de las derrotas militares.

Y, efectivamente, la desbandada de los ejércitos produce la impresión de que una horda de demonios recorre el campo de batalla, atrapando a los que huyen despavoridos.

Así, los antiguos consideraban aliados eficaces a estas divinidades, a la vez que adversarios temibles, con los que había que congraciarse antes de emprender cualquier campaña bélica.

Jorge Ángel Livraga nos dice que el miedo, como ente psicológico, existe; se tiene y se contagia. Según este autor, lo primero para sobrevivir al miedo es vencer el temor en el plano más elevado, donde están los arquetipos de la Mansión del Gran Miedo.

Cada uno de nosotros tiene un arquetipo del propio terror, y vencerlo allí, descongelarlo, luchar con él y salir victorioso es la meta de toda realización real.

Si el miedo es un ente, una especie de gran ser cósmico que existe en todas las cosas, cabría afirmar que, por ello mismo, está en todos los planos de la Naturaleza, que según el esoterismo tradicional son diez, de los cuales los tres últimos escapan a nuestra comprensión netamente humana.

Y de los siete restantes, solo podemos concebir los cuatro primeros, y el quinto, superficialmente.

Estos cuatro planos se asemejarían a nuestros cuatro planos de la Naturaleza, el mundo mineral, el vegetal, el animal y el humano.

Así pues, el miedo existe en toda la Naturaleza, pero nuestra mente abstracta no llega a comprender que el mundo mineral experimente miedo, y de muy mala gana admite que los vegetales tengan algún atisbo de emoción, aunque los últimos experimentos en este aspecto así parezcan demostrarlo.

Nuestras plantas perciben el amor, el odio o la delicadeza con que las tratamos, y mediante sofisticados instrumentos podemos constatar cómo al acercar algún tipo de herramienta cortante la planta experimenta reacciones emocionales que podríamos denominar miedo.

En el plano físico el miedo se nos presenta como una necesidad de supervivencia. Miedo a ser destruido, a desaparecer.

El robot biológico, que es el sustento de los demás cuerpos, tiene sus propios sistemas de inteligencia y busca perdurar y sobrevivir.

En el plano mental es donde mayor fuerza ejerce el miedo sobre el ser humano, pues de alguna manera se alían aquí los otros miedos de los planos inferiores.

Jorge Ángel Livraga afirma que lo primero que tenían que conseguir los discípulos al entrar en una escuela de Misterios era vencer el miedo, pero no a tal o cual miedo, sino al miedo en sí.

De ahí que si nos fijamos en la forma de ser y vivir de una persona, podremos llegar a percibir su estado evolutivo, pues muchas veces los miedos reales que tenemos son por ignorancia de las leyes que rigen a toda la Naturaleza y al cosmos.

Las artes marciales han enseñado siempre que el principal oponente es uno mismo y sus miedos.

Debe vencerse a este enemigo, pero no destruirlo, porque el miedo es una enorme fuerza de la que se puede sacar provecho.

Hay que domarla como a los caballos salvajes, y una vez bajo nuestro control, hay que montarlo y utilizar su fuerza en nuestro provecho.

También nos dicen que el miedo le entra al hombre por los pies, y que va ascendiendo hasta llegar al corazón.

Cuando se produce tal, queda paralizado, y el cuerpo se encuentra a merced de las circunstancias.

Nos aconsejan que, cuando notemos que el miedo está subiendo por nuestro cuerpo, hagamos presión, fuerza con el estómago, y procuremos detenerlo antes de que suba al corazón y, a ser posible, que lo saquemos fuera del cuerpo por donde vino.

Si el miedo nos lo ha transmitido algún maleante o enemigo concreto, debemos lanzarle el miedo a él.

Necesitamos recrear de nuevo el valor, tanto individual como colectivo.

Citando de nuevo a Jorge Ángel Livraga, venciendo el miedo hizo el hombre las pirámides de Egipto, el Partenón, el Panteón y Nôtre Dame.

Escribió "La Ilíada" y "La Odisea", la "Biblia" y el "Bhagavad Gîtâ", "La divina comedia" y el "Quijote".

Pintó las tablas de mármol de Pompeya, la Capilla Sixtina y la Primavera.

Así se compusieron los cantos gregorianos, la tetralogía de Wagner, la Novena de Beethoven y el Te Deum de Verdi.

Se esculpió el Discóbolo de Mirón y la Piedad de Miguel Ángel.

Así descubrió América y pisó la Luna.

Si el miedo es a veces conveniente, el valor es mucho mejor.

Urge retornar a un espíritu de valor, de aventura, de iniciativa.
Salvador Cruañes

Fuentes:
http://www.nueva-acropolis.es/Escuela_Filosofia/Miedo_cambio.htm
http://www.acropolis.com.bo/articulos/224.htm
http://www.editorial-na.com/articulos
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"El miedo es natural en el prudente, y el saberlo vencer es ser valiente" (Alonso de Ercilla y Zúñiga).

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